martes, 24 de marzo de 2009

La desapropiación de la conciencia

La acción del hombre entendida sociológicamente es una acción dirigida a un objeto que encuentre espacio en lo social, es decir, es una acción que se despliega y se hace posible en su correlato social.

Si se miran los objetos que tienen significado será difícil encontrar los que esquiven su génesis social, los que sean independientes y propios. No alcanzan sólo su modificación externa, como objetos públicos (vida en grupo, intercambios de mercancías, fuentes de información, etc.), sino se anticipan en su estructura interna. El objeto que dispone de un significado, esto es, que quiere decir algo, pone en relación algo que en su primeridad no estaba dado y con lo que se amplía. La primeridad es un simismo que en su relación social, en el sentido que tratamos, es modificado; es primeridad cuando su estado se deriva de ella, de su actividad propia y consigo misma, es decir, sin más relación. Pero su roce termina por estructurarse en su reproducción si su significado ha ido más allá de su primeridad. Un significado no nace de su simismo, sino más bien al contrario, nace de su ampliación, de aquello en lo que se amplía. La estructura de propiedad como expectativa significativa se debilita frente a aquello con lo que se relaciona.

La debilidad o falta de mantenimiento del psiquismo es característico de este tipo de falta de permanencia. Su forma temporal es un continuo que pone a priori la lógica de la diferencia, dialéctica, como el sentido en que la conciencia encuentra expresión. Una conciencia en sí misma no tiene más contenido que ella misma; es sólo ella. Pero, justamente al contrario, la comprensión es la lógica de la ampliación de la conciencia entre sus márgenes, lo que da contenido a la dialéctica, o, dicho de otro modo, lo que la hace no forma vacía o mera lógica.

Se ha visto que la solidaridad no es sólo un concepto sociológico, sino una anticipación inmediata del mismo. La falta de significado propia del psiquismo reside en que no es suficiente por sí mismo, sino que en su ampliación social, en la precipitación y modificación del vacío que su presencia significa, logra una extensión con permanencia significativamente superior. Así se puede comprobar lo débil del la conducta humana frente a los influjos propios de la solidaridad. Es un significado superior, pues, por tener dado más allá de su simismo un contenido que se expresa en el efecto ante el otro. Se forma parte, así, de la ampliación del uno a la síntesis inmediata, con anterioridad a su conciencia, del efecto del otro.

El fenómeno de la precipitación era la indeterminación de la posibilidad de su conciencia, es decir, la limitación de su ética en su incomprensión. El simismo se pretende desplegar hacia sí mismo, limita su margen a sí. Su discurso, de esta forma, se sintetiza a priori en un absoluto delirio de actividad absolutamente indeterminada que se restringe y determina en las condiciones que se puedan manipular. La expectativa de simetría de estas condiciones y las de la vida de
verdad son una quimera esencialmente trascendental que logran hacer significativo su delirio a base de estructurar su realidad, pero no es sino el espacio que se ha usurpado a la actividad de su conciencia; se ha hecho del ejercicio de la conciencia no su ética sino las condiciones que sobre ella se han impuesto, el objeto de su precipitación.

De manera que la ampliación del simismo no es una ampliación indeterminada, sino la ampliación en su comprensión, el conocimiento del cambio en sus márgenes, el espacio que cursa su conciencia. Ellos son los que definen sus conceptos, su objeto de retraso más inmediato, que, de suyo, no es sólo desapropiación sino ampliación. Es decir que su comprensión no es sólo recreación sino el ejercicio de su conciencia como creación. En ello reside el que la conciencia sea esencialmente ética y su incomprensión su olvido.

El margen de la primeridad, lo que es en ella y no en otra cosa con la que sólo trata como condición límite, se viola a partir de su segundidad. Su límite es su cosa en sí, lo que reclama ampliación, la condición de urgencia en el ejercicio de la conciencia. La segundidad es la apertura a una otroriedad, la condición efectiva que la saca de su simismo, en este sentido, lo que algo es partir de otra cosa. Pero la segundidad no es un estado final que concluya las posibilidades de su margen; es sólo efectivo, acarrea una serie de modificaciones que comprenden lo efectivo en las condiciones de su retraso y no de su ampliación.

La causalidad, como ley enajenante característica de la segundidad, es estúpida vista desde la conciencia; su saber es un margen determinante en el que las elecciones y su conciencia, y por tanto su ética, no están implicadas, sino que están precipitadas. Su margen es su limitación y totalidad, un estado incomprensivo que se ha desapropiado de la ampliación de su margen. Lo que en ello haya de más no entra en su definición, pues la causalidad es una relación lineal que comprende lo que hay en su síntesis recreativa de causa y efecto, y no trata lo que amplía su margen; es decir, se contempla a sí misma en su analiticidad y no en su sinteticidad. La síntesis recreativa es siempre precipitada; por el contrario, la síntesis creativa comprende su anticipación y, al crear tiempo en lo que no era sino su olvido, la incorpora como margen que amplía en el ejercicio de su conciencia .

La causalidad no es un simismo absoluto, sino una teoría que se apropia del margen velado a su conciencia en la inversión de su ampliación. Incorpora lo que amplía no como cuidado, sino como precipitación de su verdad, justamente lo que, por el límite de la verdad de sus términos, está restringido. Su primeridad sintetiza su efectividad con su ampliación sólo en lo que espera de ellas, se anticipa a una identidad que hace idéntica a su definición. La condición temporal de su carácter hipotético es, por su esencia fenomenológica, una condición de precipitación en sí misma, pues no comprende el significado de su tiempo, el cuidado conceptual, perceptual y nouménico, es decir, el objeto comprensivo de la síntesis procesual, la ampliación pragmática de los márgenes. Como se ha defendido en incontables ocasiones, el aumento de conocimiento mismo pone en evidencia el límite de su verdad. No es una ley incondicional, o sea, absoluta, sino sólo un margen de mantenimiento de condiciones que permite trascender su verdad a ese margen para el que se contempla no la ampliación, sino su reducción. Las condiciones sutiles, como la apropiación del tiempo, no entran; no tiene condiciones que anticipen lo que no está.

La precipitación se estructura a partir del roce que hace continuo el tiempo de su margen. Al fluir lo que precipita, hace de la causalidad la totalidad que impone su sucesión, todo lo que determina; es decir, hace de su discurso, de su proceso de aplicación, la expectativa de la causalidad, lo que condiciona su ampliación. No consiste sólo en hacerse con los momentos del margen, sino en hacer de la sucesión un mismo objeto, es decir, comprender la síntesis como una actividad y no como una ridícula verdad, su incomprensión. Un mismo objeto sólo es el mismo en lo que no tiene interés; si no incorpora su tiempo no contiene urgencia al precipitar su incomprensión. Un objeto, un mismo, cualquier forma de identidad, no es cosa en sí sino su urgencia, la ampliación en su ética.

La cosa en sí de la sociología, el objeto sociológico, será su recorrido por la conciencia de los márgenes que comprende, su desensimismamiento. En esos espacios es donde sucede la desapropiación de la conciencia, cuando pasa a ser conciencia de otra cosa con la que se ha de batir y se padece en los efectos que se apropian del tiempo; es tiempo de la actividad de su pasión y no tiempo que se pudo haber creado. La elección de la conciencia se ha desapropiado y ha olvidado su capacidad de elección.

La incomprensión de la causalidad al dictarla como condición a priori de la experiencia (histórica, social, económica o física) no hace sino desapropiarla de contenido y suponerlo no más que en su precipitación. Se ha visto que no cuenta con la condición de su ampliación; en nuestro sentido, es estrictamente fenomenológica.

Es indudable que ante la determinación ajena la conciencia olvida su cuidado. Un primer cuidado generalmente pasado por alto es el del movimiento dialéctico conforme a cualquier tipo de delirio como leyes históricas, sociales, económicas o físicas. De una forma totalmente contraria se defiende la dialéctica de la comprensión del objeto de la actualización de su expectativa, su conciencia en las condiciones de su movimiento, es decir, el tiempo comprendido como una actividad sintética.

Lejos del psicologismo, su característica solidaria, y por tanto el margen en el que se hace sociológica, es su especial forma de significar. Pero no sólo significa por ella misma, no es sólo primeridad ni su incorporación al ritmo causal, sino que significa en el proceso en el que tiene sentido, cuando su terceridad es posible como ejercicio de comprensión. Sus márgenes son una teoría formal que no hace líquido el tiempo, no lo precipita, sino que lo comprende; no pone un tiempo sin contenido, sin margen inmediato determinante del conocimiento e indeterminante del resto, sino que hace del tiempo el significado que hace posible la forma de su verdadero objeto, nada que ver con la verdad. Su condición es su forma comprensiva de acción, la de la conciencia.

Uno de los más peligrosos excesos de la fenomenología es la apropiación del espíritu dictada como condición propia. El espíritu, siguiendo la tradición fenomenológica, es la condición trascendental consigo mima en un margen de totalidad que se amplía hasta bordear su absoluto. Esa enloquecida sucesión formalizada como dialéctica comete el error de tomarse, descaradamente, a sí misma como la promotora de su cosa en sí. Sin duda, se posiciona en su propiedad conforme a lo su carácter inteligible, es decir, lo que de ella sabe por ser meramente pensada. Su realidad es expectativa de simetría con las condiciones que toma de suyo, es decir, consigo misma; no amplía sino se intensifica, hace su sucesión la misma y engloba el retardo del recreo, abstracción de su tiempo, en un ejercicio de comprensión que no es sino incomprensión de su objeto, determinación de su distancia, tiempo perdido.

La modificación categorial no es ampliación simista sino que las condiciones de la ampliación se han de situar conforme generen su propio margen, el que hace dialéctica con lo que crea. Su sitio es, más bien, la condición de su desplazamiento. Su despliegue no es su progreso sino que su comprensión es el cuidado de la distancia

En su sentido más profundamente filosófico, el cogito, es una variación moderna de condiciones sociológicas, una desapropiación de la conciencia de manos del sujeto. Como se propuso hace unas semanas, sus condiciones fueron tan formalizadas que apresuraron su realidad como una verdad que no es más que condición formal, es decir, determinación del límite y abstracción de su contenido, su falsificación como delirio trascendental objetivo. El problema de su continuidad no es teorético sino fundamentalmente totalizador, lo que lo urge en su condición interior, en su contenido. El esquema que se deriva de su conocimiento es el mapa noumémico sobre el que el tiempo doblega la actividad del espíritu, la función anímica que apresura y retrasa su experiencia. Su actualización no es más que el margen de recreo de esas condiciones sintetizadas con su expectativa, es decir, síntesis recreativas. Su condición fenomenológica lo hace un problema radicalmente filosófico o, dicho de otra manera, especulativo de sus propios principios. Su ampliación es conciencia indeterminada en lugar de cuidado de la conciencia. El hueco necesario hace teorético el problema sobre el que se desplaza la ampliación, y la apriorioriedad de su carácter determinante nihiliza e indetermina el propio concepto. Se amplía conforme a su verdad y olvida que su auténtica condición inmediata es extrafenoménica; es propia de la actividad de la urgencia. La profanación que sodomiza el concepto emerge de la aproximación de la conciencia a la urgencia, la que da contenido y posibilidad de creación a la síntesis.

La ampliación de las categorías como acercamiento a la cosa en sí y forma condicional de creación no puede, por su propia lógica, sustraerse a su creación. La creación no está contenida en las categorías sino que surge de ellas sintéticamente. El objeto creado abre la posibilidad de nuevas formas que son, por la condición de apertura de la conciencia, una nueva condición por sí misma que sí puede tener una condición anterior que la determinó, pero que, por su novedad, no esté contenida en las categorías que la anteceden.

El único error grave que atribuyo al increíble Peirce fue limitar las categorías a su forma y olvidar que el objeto de su creación es, en coherencia, su propio sentido y ampliación; se da a sí como objeto del darse, en el margen en el que se crispa la novedad. La terceridad es acción de conciencia en su proceso de pensamiento como objeto de relación. Se trata de un simismo, que, a su vez, es distinto; es la lógica que se hace dialéctica.

Como se está viendo, se anticipa al tiempo en la comprensión de su expectativa. No se trata de ningún delirio visionario, sino de sutilizar la conciencia como algo no propio. El objeto, como debiera estar claro, es conocer en qué consiste la propiedad, es decir, cuál es su modo de acción, su proceso de aplicación.

Hemos despachado fetiches típicos como la verdad por la irritante tendencia a hacerlos cosas propias, primeridades monadológicas. La malinterpretación de la verdad consiste, básicamente, en sacarla de su situación nouménica y ponerla a nuestra disposición, la incomprensión del fenómeno de la precipitación. Las condiciones nouménicas son típicamente ideales, carecen de representación concreta, la que sólo puede ser imperfecta y asimétrica con ella. La perfección de su intelección abstrae sus detalles fenoménicos y los sintetiza con su razón, su determinación límite, el punto exacto en el que indetermina su experiencia, cuando de precipita su distancia.

Conviene aclarar que la verdad tiene su propia fenomenología, razón por la que diferenciamos en su momento la sociología del conocimiento de la de la ciencia. La verdad no es una condición en sí misma, sino una condición de su ampliación, es decir, de la relación que la desapropia. No tenemos, pues, más que desconfianza hacia ella. No obstante, el espíritu de la duda, el giro mefistofélico en el que las contradicciones se armonizan no con su verdad sino con su acción, incorpora, igualmente, en un ejercicio de cinismo, el objeto de su crítica. Se ve con claridad que en ello consiste la naturaleza de la posibilidad de su ampliación. La primeridad es el estado inicial más cercano a su esencia, la segundidad su principio de relación, y la terceridad su relación con la conciencia. Todo ello, al darse en un tiempo continuo no puede sino ser sintético de ese tiempo.

Se distingue entre la concepción de la sociedad en conjunto y el efecto de la solidaridad que es anterior a su concepción. No obstante, su efecto es un modo de ampliación de la conciencia en su desapropiación, en lo que el margen ampliado ha desplazado. Sociológicamente, la conciencia no es un ente individual, sino que lo que la hace común, su margen continuo, es lo común de la conciencia, cabalmente, su objeto solidario. En efecto, el desarrollo de ese margen no es sino un objeto, el objeto solidario. En ese caso sí podemos contar con la creación de un concepto con el que se hace posible su expresión, un concepto que comprenda su modo de acción. No se cometen desvaríos inmorales que indeterminen la conciencia conforme a ese desvarío, sino se adecua la actividad que se produce en esos espacios. El margen de la conciencia es el de sus objetos.

El conservadurismo moral que se ha malinterpretado de Durkheim es, simplemente, su incomprensión objetiva. Se ha defendido que existe, sin duda, un enfoque moralizante y normativo en su concepción solidaria, pero no es sino para servir de objeto normalizador de lo problemático de su situación. No se normaliza sin objeto, sino que se normaliza aquella situación en la que se encuentra su urgencia, la que reclama conciencia. A este respecto, se ve el entorpecimiento de las nociones causales de objetos vacíos trascendidos en su ridícula verdad; no son sino despropósitos sociológicos que inmoralizan y hacen formal el vacío de su objeto. No es de extrañar, pues, que se trate la anomia como si de un dolor de cabeza se tratase: se relaciona la anormalidad con un concepto que se ha apresurado y no se ha ampliado a los objetos que modifican y dan contenido a ese margen vacío que es pivote de la pérdida de sentido. La anomia es un efecto solidario que se despliega sobre un vacío, el objeto que rompe su continuidad.

Lejos de individualizar la anomia la situamos en lo colectivo de ella, lo que va a hacer posible su concepción solidaria. No es de extrañar que en la anomia encontremos con facilidad formas comunes que la hacen solidaria, es decir, formas que tienen significado en lo común de su acción.

La anomia es un efecto complejo de la solidaridad. La comprensión del proceso conjunto debe identificar las diferencias no sólo como partes enfermas sino como partes desposeídas del objeto que permite su adecuación en el conjunto. Digamos que la anormalidad no es sino una variación de lo que la haría normal. En el caso solidario del suicidio, por ejemplo, además del caso particular, que no tiene, en principio, formas comunes, si es realmente anómico, en sentido solidario, tendrá su correlato en su inmediación o en su concepción. Ese será el objeto solidario, no el suicidio, que es el efecto. El efecto inmediato es lo esencialmente solidario de la acción, lo que el otro amplía como significado por su mera presencia; lo mediado es lo que una vez concebido en su significado social, con posterioridad a su inmediación, se ha ampliado en el uso de ese tipo acción, su diferenciación efectiva.

El Durkheim influido por el prehistórico Comte problematizó de una forma profundamente intuida el margen de la concepción solidaria en un efecto de trascendencia con orientación moral; no era sino la modificación de lo reproducido en el proceso social; no eran los objetos en sí mismos como fines, sino en la relación social que reproducían.

El efecto solidario no es un objeto sólo como hecho social sino, más bien, al contrario, el hecho social sirve para la concepción científica de la solidaridad; no era, pues, el hecho, la concepción misma, sino que su comprensión se servía de la determinación del hecho. Se hace del concepto ciencia, determinación para el conocimiento del fenómeno. El concepto necesita de una conciencia que lo haga sintético.

Las formas en las que el objeto se ha hecho solidario son las que permiten la posibilidad del mismo. Encuentran un espacio en el que su disponibilidad permite la continuidad del modo de integración de su efecto; se hace objeto al ser el pivote que lo hace significativo. La comprensión de este efecto, en el que la relación lineal es ampliada en su proceso significativo, es lo que permite el desarrollo del concepto solidario. Este concepto modificará formalmente el desarrollo de aquello con lo que ese hace continuo; es decir, una condición inicial inmediata, el impulso social (1), se hace un efecto en la forma en la que se hace continua (2) y surge la posibilidad de su modificación.

Se puede decir que se pone el concepto allí donde es usado. En la comprensión de su efecto consiste su conciencia.

Una de las más importantes contribuciones de Durkheim fue a la sociología de la de educación. A partir de ella, como una especie de sociología del conocimiento, se hacía moralización. Los estudiantes se integraban mejor si desarrollaban los lazos solidarios; funcionaban mejor si sus conciencias formaban parte de una totalidad superior. Aquel todo mayor que sus partes no era la analítica de las partes sino la sinteticidad de la solidaridad.

La solidaridad tiene un efecto propio que supera, no pertenece a la conciencia individual sino que, a partir de ella, se amplía. Es un efecto que no está ahí sin más, pues requiere de la condición de esa otroreidad. No es solidaria, como propuso Simmel, una individualidad no social; se trataría de procesos demasiado a medias. El significado social, el espacio que crea, es un significado por sí mismo; su sinteticidad, y esto es lo que lo hace crucial, es que es inmediato. El lenguaje, por caso, no se ha realizado en su individualización, sino en lo común del significado de su pulsión comunicativa, su primer objeto. La solidaridad es el efecto que supera lo leve de las conciencias humanas y lo encauza en una posibilidad inmediata. El lenguaje, como se puede ver por su condición emocional, tiene características universales y no sólo de máxima generalización.

Lo social se hace totalidad por su condición inmediata y de totalidad fenoménica; digamos que asalta, a priori, a la conciencia. Una piedra, inmediatamente, no dice nada. Puede tener un significado que la haga herramienta o simbolice una práctica como la reunión al atardecer del grupo. En este último caso, es cuando el significado supera, cuando la trascendencia no se hace en el vacío sino sobre un objeto con significado más allá de sí mismo. La superación, la trascendencia, consiste en que el objeto es implicado con un efecto no dado anteriormente. No es, pues, igual una piedra sin más significado que ella misma que una piedra que represente algo que sí dice algo más, que precipita al otro. La analítica de lo dado, la condición que reproduce, en el mejor de los casos, a modo de copia idéntica, no tiene una forma de sinteticidad en ella misma; es ciega y no puede comprender la acción a la que está dirigida si no es con una conciencia que la pueda hacer sintética, algo que en su relación abra un margen no dado anteriormente. En este sentido crucial, se debe vigilar con especial atención todo fenómeno anormal en relación a la comprensión del cambio social.

Se trató brevemente la condición emocional en la disposición afectiva del Dasein, su apertura emocional. A pesar de que Heidegger cuenta con innegables méritos no fue uno de ellos problematizar en sus mayores posibilidades la condición afectiva, pues no era una cuestión meramente temporal ni, como con mucha sutileza percibió, de configuración de espacios no propios. Su caída, como propuse, era un forzamiento mucho más radical que una mera caída ontológica. La condición de su temporalidad pasaba por un acontecimiento de crispación dialéctica. En ese caso, sí había una superación histórica por el impulso mismo de la solidaridad. Su historia era el conjunto de representaciones ampliadas por medio de la conjunción de sus miembros en el uso del lenguaje, la forma de hacer continua la diversidad de las referencias que comprenden lo común. Su historia sólo era historicidad, no Historia. Ese lenguaje, por mucho que nos aterre, en términos evolutivos, no es sino sexo de la especie sin fluidos, aquel Sade pervertido de moralidad, el Sade perfumado. Su perfume, y esto lo concibió Sade con extraña profundidad, era el asco por el olor del otro que se hacia perversión en los placeres que potenciaba. La dialéctica, con su expectativa de lógica, se hacía no simétrica con la razón de su historia, sino con una voluntad que se recreaba en el placer del asco al otro. Los más repugnantes hedores eran una condición de máximo placer para una jornada de máxima perversión.

El tiempo de la solidaridad, el sexo más efectivo y con mayor expresión, es el más inmediato, el que se ve superado, el que en su acción reconoce la ampliación de su misma condición temporal. El tiempo se ha hecho sintético de otro tiempo. Al rozarse los tiempos individuales superan no sólo el roce, la sola cohabitación, sino crean un tiempo común, un tiempo solidario. Sus unidades siguen ahí, pues la dialéctica no hace negatividad absoluta, sino sólo de totalidad; y han creado algo distinto con su sexo; se han anticipado al ejercicio de sus conciencias. El tiempo afectivo es ciego y absolutamente inmediato, no es cosa de la conciencia sino de la voluntad. No obstante, y aunque nos adhiramos a la ridícula verdad de nuestras representaciones, en lo nouménico, no pesa la verdad sino la posibilidad del conocimiento, aquel con quien tenemos no sólo sexo perverso, sino sólo mal sexo, sexo abstraído.

En la aproximación a los límites de la solidaridad nos hemos topado con su concepción. La concepción comprende un margen en la unidad indeterminada de la suposición de totalidad. Los conceptos no son del mundo, sino de nuestra construcción, mas ello no los hace de nuestra propiedad, sino que, más bien, la determinan.

En la construcción de los conceptos el torrente fenoménico se cruza con el noumenal desproporcionando sus respectivos márgenes. El sentido espacial, por poner un caso, se estructura muy sensiblemente a partir de determinaciones empíricas sintetizadas con unas de su razón a priori; pero ese límite de su intelección es lo que ha sido formalizado de ello, abstraído, y precipitado como objeto. El concepto se salta el rigor del tiempo en su suspensión y consiguiente anticipación. Se pone a la espera de la sodomía que la dé un sentido en la forma de suspensión; la trascendencia de la experiencia no se hace conforme a la verdad sino en su recreo teorético, el objeto con el que delirantemente nos rozamos, el onanismo perverso del sofista conceptuoso de Lichtenberg.

Las condiciones más finas de la intelección tienen una caprichosa estructura dialéctica de zigzagueo. El orden exterior se intercala con el interior, y, en el límite que vela a la conciencia, lo precipita a su síntesis o expectativa, es decir, crea una nueva forma adaptada o se frota con la estructura que da contenido a su anticipación.

En el esquema perceptual y conceptual la dialéctica se hace creativa de su propia razón. Las percepciones se ordenan para conformar la prolongación de esa misma percepción. Las redes neuronales crean un mapa sináptico que se reajusta conforme a su negatividad, es decir, busca la optimización respecto a la urgencia. Si no hay suficiente potencial de estimulación, su continuidad se basará en su expectativa, lo que, en cierto modo, la hace continua; aunque sea desconcertante, la dialéctica siempre hace continua su historia.

Como vemos, una de las más desconcertantes características de la dialéctica es su capacidad extraordinaria de generar síntesis creativas que adapten la situación. La invalidez de su esquema lógico a priori argumenta con la capacidad de su contradictoria y envolvente razón.

La agrupación de potenciales e inhibidores condiciona la expectativa de la conciencia en una estructura que en los niveles más bajos de misma no se da a sí, sino que se recrea en su inmediatez. Sucede con especial interés en los procesos de falta de atención en los que la estructura define millones de detalles para que sea posible posteriormente su percepción.

Como se ve, los barridos de la dialéctica son ciegos a modo de totalidad, pero de totalidad continua, es decir, expectativa de absoluta. Lo que se pone, en cierto modo, se antepone en agrupaciones infinitesimalmente distantes con su conciencia, lo que va a crispar e indeterminar la misma no conforme a su propiedad sino a la totalidad de su inmediación.

El proceso de conformación de conceptos hace la modificación de la actividad cerebral en paquetes sintéticos con la experiencia de la conciencia en la unidad representacional, su apercepción. De esta forma, el espacio y el tiempo, por poner las condiciones formales de mayor alcance intelectivo y sensorial, no se conforman sólo de forma motriz sino se esquematizan en el margen en el que la conciencia comprende su urgencia, la pragmática de la acción.

A partir de la conciencia las representaciones pueden, en cierto modo, ser abstraídas de ellas mismas; pueden ser concebidas nouménicamente, es decir, en relación a su intelección. Se comprende que la intelección no es una forma independiente de lo que originalmente la determinó, sino que es su abstracción; se abstrae su determinación, olvida un contenido, su residuo, y precipita alegremente la razón en su soberbia.

La apercepción es una síntesis estructural de recreo psicológico que indetermina, y por ello posibilita, la identidad; la pone en un proceso plástico que busca conformación, una deseperada huida de su huerfandad o pasión de tiempo. La locura dialéctica, que parece a priori con su expectativa histórica, se matiza en función de la misma deshaciéndose de su razón a priori. La intelección máxima, el noúmeno de la infinitud de su tiempo, es decir, su éxtasis de verdad, es la condición absolutamente indeterminada que al encontrar determinación se sabe, sin sorpresa ni conciencia alguna, sólo horizontalmente a priori, en esa totalidad no absoluta.

La identidad discurre entre sus originales determinaciones y su propensión a la indeterminación, su sensibilidad temporal y condición de precipitación. La determinación fue más real sólo porque su totalidad conoció su tiempo, su distancia del absoluto; la indeterminación, por el contrario, lo abstrae, lo deja en suspenso de la expectativa de su absoluto.

Al no ser los conceptos universales sino generales tienen incondicionalmente una expectativa histórica en que desarrollarse conforme a un contenido dado; abren un margen de plasticidad en su conciencia, no urgen en lo que no es su conciencia; es, sencillamente, una especie de economía orgánica que, de nuevo, hace dialéctica, en este caso, de la urgencia perceptual y conceptual que se comprende en la identidad continua de su margen. El percepto se ha deshecho de su identidad en su continuidad con su acción conceptual, y, al hacer el mismo su tiempo, se han comprendido en una, la totalidad indiscriminada y precipitada.

En la ampliación de este desarrollo hay una condición de máximo sentido: la emocional. Al igual que tenemos cierta costumbre para discernir los perceptos y los conceptos, tenemos una característica falta de intelección de las emociones. Las emociones no son recreables justamente porque no se comprenden en una unidad perceptual o conceptual, sino que, y esto es lo extraordinario, hacen sentido continuo en su misma apercepción; digamos que la generalización de su expresión no sólo se anticipa, sino que su anticipación no requiere de formalización porque no es un todo de condición temporal, sino de relación indiscriminada, su tiempo es puramente estético. Por ello sus evocadores no tienen implicación motriz sino afectiva; se dirigen en un sentido indiscriminado y no sólo formalmente totalizador. En términos gestalticos, no requieren de una forma porque lo son no sólo por ellos mismos sino con anterioridad a ellos mimos; es decir, su generalización va más allá de ellos no sólo como inducción, sino como una predisposición incondicional, cabalmente, implicada.

El tiempo emocional no es inteligible sino intensivo. Lo puede comprobar cualquiera comparando un recreo puramente abstracto como uno matemático con uno emocional como una pena o alegría. No hay conceptos para las emociones, sólo son generalizaciones sin contenido y distantes de su original objeto, para el que no hay conceptos; el esquema temporal de la emoción no es el de la intelección, sino que son, más bien, opuestos o con muy distintos objetos. El sentimiento artístico, por caso, que no es posible en su abstracción, no es recreable en el objeto que lo determinó, la ansiada belleza, sino en su sentimiento, aquel con el que la identidad guarda menor distancia. En este sentido, el absolutamente genial Wilde propuso, con pavorosa racionalidad, la critica como forma de arte. Los niños y los sordos, de manera parecida, al carecer de un lenguaje abstractamente sofisticado, expresan las emociones con una mayor capacidad de gestos y convulsiones.

A pesar de ser un incansable admirador de Schopenhauer, propongo los platonismos éticos o estéticos como meramente nostálgicos, recreación de un tiempo perdido; la conciencia no está en él sino como eco; su tiempo es el proceso en el que se amplía su acción. La ética no es independiente de la estética sino en su incomprensión. Los órdenes de mayor complejidad, como gustan ser llamados, se imposibilitan al abstraer el objeto de su conciencia.

En la solidaridad la carga afectiva se reconoce en que el sentido de su representación supera su ordenación conforme a su predisposición a la acción. Habiendo visto el peso de la inmediación en la ordenación representacional, no es de extrañar que la acción encuentre mayor sentido en la urgencia de la conciencia, en el sentido más amplio de ordenación volitiva, perpeptual y conceptual, que en chismes indeterminantes que se suponen objeto de conocimiento. La solidaridad, al ser un sentido de ampliación emocional, sintetiza con prioridad su representación; hace, digámoslo así, suyo su tiempo. empo.

sábado, 14 de marzo de 2009

El sexo del otro

la falta no crea toda ansiedad ni la hace social

Teniendo en cuenta que pongo la conciencia en el margen que ésta amplía en relación a la urgencia resulta extraño que no se haya visto la posibilidad que abre esta idea; no deja de ser acción sutil que crea tiempo en la crispación de la conciencia.

Fue Collins quien hizo frivolidad con la sociología de la ciencia y los antidepresivos y ansiolíticos. Si los hombres más preparados para pensar son los que menos hacen imprudencia estamos abocados a la estupidez.

Si la ansiedad se cura atajando con una pastilla no esperemos encontrar ningún mérito en ello. La ansiedad es una descoordinación orgánica que suplanta el dolor por un forzamiento del cuerpo a una simulación del mismo significativamente emocional. La ansiedad no es propiamente dolor sino que hace una anticipación del mismo en un vacío. El dolor dirige, por el contrario, positivamente la acción; fuerza la urgencia.

En el mundo emocional el otro es un otorgador de sentido que pone lo que está vacío. El sexo del lenguaje verbal con otro es olvidado como si sólo fuese sexo el que se da entre fluidos. El lenguaje es el sexo simbólico de nuestra especie. Hablar con uno mismo, en este sentido, es onanismo, la falta que dijimos de buen sexo.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Bondades indeterminantes

El finísimo filósofo Friedrich Nietzsche implicó complejidad estructural en el ejercicio de oír música. La música no es sólo emoción inmediata, sino que su estructuración es sutil, su canalización; es partícipe del fenómeno música.

La expectativa al oír música es lo que hace que seamos precipitados a participar en ello junto con la emoción que fuerza con su sutil colorido –coloreo-. Como fluye, no necesita un reconocimiento, ¡porque lo adelanta!.

La anticipación es un fenómeno estrechamente relacionado con el que llamé de la precipitación, con el que comparte buena parte de su fenomenología. El vacío del que se sirve la precipitación lo lleva a que se estructure en la suposición de su expectativa –la falta-.

La ética demoníaca del cientificismo conduce con toda naturalidad a cambiar los significados por sus más inhumanas bondades, las más indeterminantes.


El sonido parece venir dado con una predisposición emocional hacia él, como en aquella precipitación de Lichtenberg. Bajo los efectos del exceso de café, decía oír los sonidos antes de que se produjesen. La emoción se abalanza sobre su conciencia y la amplía hacia el sentido que la estimuló. El sonido parece ser más rápido que la vista porque no está predispuesto formalmente sino precipitado a su continuidad, es decir, facilita que fluya su tiempo rellenando su vacío con una predisposición dada en un el contenido de un proceso continuo. La vista, por el contrario, toma su forma en un eco tardío, como puede comprobar cualquiera con ciertas trampas visuales. A este respecto sería muy interesante comprobar los potenciales evocadores ante la falta de visión y la de sonido. Tenemos, en cualquier caso, la experiencia de los sordos y su enorme sensibilidad.

La belleza de la armonía parece residir en poco más que un reconocimiento formal. Por ello es más molesta la mala música que un mal cuadro, porque el ojo ve sólo lo que le viene de fuera y el oído se emociona con lo que oye. Debemos cuidar, no obstante, de no olvidar la formalización de la vista. Su distinción crucial reside en que el ojo es tonto y hueco y el oído sutil. Por ello es más fácil oír música que disfrutarla, porque las emociones son sutiles.