viernes, 17 de julio de 2009

La claridad y la oscuridad de la verdad

Hace años leí una obra de Ortega y Gasset llamada ¿Qué es filosofía? en la que decía una preciosa frase que he leído posteriormente en otras obras suyas y en textos de otra gente. La frase decía: “la claridad es la cortesía del filósofo”. Entonces sabía yo muy poco de filosofía, pero intuí que la filosofía no tenía nada que ver con la claridad.

El filósofo que más ha influido en mí ha sido Arthur Schopenhauer. Si uno lo lee se da cuenta de que es un filósofo muy claro y también uno de los mejores escritores que ha dado la humanidad.

Cuando un filósofo se hace muy claro es que cree que trata con la verdad. Defiendo que eso es una tontería nada filosófica. Su límite intrínseco es el fundamento de su necesaria falta. De verdad, por tanto, nada. Verdad es la incomprensión de su tiempo y su inacción.

La filosofía más profunda que conozco, la kantiana, no es nada clara; es complicadísima. Una prueba de ello es la labor casi imposible de traducir sus textos. Cuando empecé a aprender alemán cometí la barbaridad de ponerme con textos de Kant en su idioma original. ¡Dios santo!. Las ideas de ese hombre no caben en ningún lenguaje. Si se entiende a Kant no se dirá que es claro. Cuando se ve con claridad sus ideas se sabe que no son verdad sino problemáticas; hacen oscura su verdad. Podría traer textos suyos y explicarlos desde otras obras suyas que los harían aún más oscuros. Esa agobiante misión es la filosófica. De claridad, pues, nada.

Hay una costumbre muy arraigada que consiste en explicar lo que dijeron los filósofos. En la escuela logran que la gente odie la filosofía de esa manera. Quienes estudian la carrera de filosofía tienen una versión avanzada de esto mismo.

La filosofía no es nada clara. Cuando la filosofía es buena es confusa y muy problemática. Por ello la lógica y las matemáticas son accesorias en filosofía y no la filosofía misma.

La pretensión de verdad es algo obsesivo en casi todos los pensadores. No puedo sino alegrarme del día que miré con desprecio la verdad. Exactamente, la vi ridícula.

La aclaración de este disparate habitual en mis textos es, más que la exhibición de su insensatez, una muestra de su traviesa verdad. La verdad es una condición que persigue la proposición; se pretende hacer próximo lo que se dice a aquello que se puede decir.

El criterio de que algo es blanco cuando y sólo cuando es blanco es una tontada. Desde un mínimo análisis fenomenológico del tiempo de su proposición es falso. Sólo es verdad en el campo inteligible de la proposición, cuando no tiene relación con el contenido inmediato de la experiencia, esto es, todo aquello que le puede dar sentido a su abstracción.

Las ideas más interesantes que he tenido en mi vida no estaban nada claras, y las que considero más importantes de ellas siguen siendo muy oscuras. Si alguien espera claridad cuando hablo de ética le recomiendo que no me lea.

La claridad es una herramienta retórica y no filosófica. Si bien Ortega y Schopenhauer son dos pensadores muy estimables y tienen dos estilos literarios dignos del prestigio que han logrado, la importancia de sus ideas trasciende con mucho su claridad.

He leído muchas obras de Ortega, pero no me gusta su filosofía. Su claridad es un atajo. Para que Ortega sea interesante hay que desmontar filosofías que van desde Platón a Nietzsche. Hablar de claridad en ese sentido es una burla al lector. Nada que merezca la pena decir en filosofía puede ser claro.

El pensamiento de Schopenhauer es uno de los más fértiles de cuantos conozco. Su claridad no tiene más valor que didáctico y estilístico. El mayor interés de su pensamiento nunca está puesto por delante, en claro. Su voluntad es una continua deformación del sentido posible de la verdad.

La verdad es una condición inteligible que no dice nada por sí sola; es, pues, ridícula por sí sola. Ándense con cuidado con ella.


El problema es que la categoría de verdad está endiosada; hemos hecho de la verdad una obsesión mítica. Hay muchas metodologías en nuestra vida que se sustentan en un requisito de verdad, y otras muchas no; y un análisis de esto nos podría lleva a dos cosas: una, que la verdad no es una primacía, no es un fin en sí mismo que trascienda las cosas por su mera expectativa; y que la verdad no es más que un objeto entre otros muchos. El tiempo conceptual tiene una deuda histórica con su urgencia y no con su verdad; ha desarrollado ajustes milimétricos con su objeto, y lo común de su urgencia no es reducible a un concepto universal que nunca lo puede abarcar absolutamente como verdad; es, como se ve, un delirio sobre su falsa primacia del sentido. Su lógica no se hace estricta, incondicional, con una forma definitiva de ver el mundo que no tenga en cuenta la posible razón que se adapte a su ampliación. Su psicologismo es el delirio de la propiedad como sustento de una ideología privada. No tiene más importancia que se llame verdad, psique, ciencia, Dios o sistema legal y económico; todo crece, trasciende, de una misma raíz. He sido claro en este sentido: el significado se amplía mayormente en el otro y no en la verdad; la proximidad es una categoría plástica que se adapta a la ampliación con la que se hace próxima, esto es, su urgencia. Desde mi fenomenología del concepto solidario, la verdad ha perdido su primacía; se ha visto sodomizada por una lógica que, ahora sí, trasciende; y, no en vano, puse explícitamente sexo en el lenguaje.

La verdad, la síntesis diversa del mundo en una reducción a las posibilidades de la razón, el complejo y oscuro sintético a priori, es una forma gradual que, en el avance que determina su verdad, se hace, a su vez, distante de lo que daba contenido a su tiempo, aquel que urge y justifica en primer plano que las cosas sean algo, y no, por cierto, sólo verdad. La sinteticidad a priori era una deducción de la razón del mundo en las cosas, la suposición ontológica de un fundamento de la verdad como condición a priori del mundo.

En mis últimos temas he mostrado que es algo insuficiente, absurdo, nihilista e intrínsicamente inmoral. O sea, que de la oscuridad de la verdad, su negativo en la conciencia, se descubre la falta, aquello con lo que se hace posible la trascendencia.


Veamos el juego especulativo en el que se mueve el delirio. El conocimiento, el supuesto que precipita su episteme y lo erige en ontología, la forma de ser de las cosas, hace continuo su supuesto a base de reproducir las condiciones ontológicas; se hace de la ontología la continuidad absoluta. Las condiciones ontológicas son metafísicas, especulativas en torno a un modo de ser de las cosas, el que hemos visto absoluto. Pero el ser es el gran vacío, la cópula que dice nada sobre todas las cosas, esto es, al ser vacío no dice nada. Podemos, no obstante, dar un contenido propio al discurso del ser basándonos en la aprioriedad de la verdad, un sentido posible del ser con independencia de lo que se diga del mismo, su intelección. El sentido positivo de la intelección es innegable; está en el mismo decir, pues es la forma que sustenta el propio pensar. En el decir está, además de lo que se diga, el decir mismo, esto es, que se pueda concebir el decir mismo con independencia de lo que se diga. Las condiciones inteligibles no son evidentemente fenoménicas porque son trascendentales; superan el límite fenoménico de lo que se dice al no estar sujetas a la misma limitación. Pero la trascendencia es acción posible de verdad, y no la verdad misma. El efecto ideológico de la trascendencia es una condición formal del fenómeno en la ampliación de su tiempo fenoménico al inteligible, lo que llamé fenómeno de la precipitación, la crítica del noúmeno.

En la intelección no hay tiempo, se dirá, pues al no ser una condición del fenómeno, su sentido interno, su simismo, no es el que marca la limitación. ¿Quién lo marca entonces?. Su verdad, la condición límite de la concepción de las cosas, la cosa en sí. Pero hay una interpretación desmadrada de este crucial asunto. La cosa en sí no es una cosa que sólo se conciba, sino que está condicionada por aquello que podemos decir, lo que le da contenido y determina en ese cambio del mero ser al ser con contenido.

Pero damos un paso en la crítica en los dos sentidos mencionados: la intelección no es sólo por sí misma, vacía, pues; y hay condiciones que pesen más que ella. En la dialéctica entre la intelección y su contenido se da la trascendencia; pero la crítica, justamente, lo que hace es ponerla a prueba, cuestionar su primacía.

La intelección de la verdad mantiene la primacía sólo ante una crítica superficial. Es evidente que el decir pretende decir verdad; lo contrario es autocontradictorio; pero su contradicción es lógica, formal, inteligible, y no cuestiona la proximidad que da contenido a la acción de trascender. El tiempo intelectivo es condición no fenoménica y, por tanto, abstracta, y ello lleva a que su abstracción intelectiva sea sustracción y negación de su acción; la intelección se cree a sí ingenuamente en una positividad que se ha mostrado intrínsecamente insuficiente. Un análisis fenomenológico del contenido dice lo siguiente: la intelección por sí sola es una condición formal que sustrae la proximidad del contenido; y su acción, al abstraer el margen de su tiempo, se precipita, como se vio, sobre un vacío que carece de la forma con la que ampliar su concepto. La intelección se concibe a sí misma, y se precipita con la extensión inductiva de su forma como si fuese incondicional, como si fuese verdad a priori y no limitada a su inducción. De verdad, por tanto, nada; no es más que un margen de su acción, y no su absoluto.