Esta mañana mi familia ha madrugado mucho y ha surgido una tertulia en la que me han declarado un pesado, sin eufemismos. Dicen que hablo demasiado y que soy agotador. Es justo decir que llevan razón; hablo mucho, y me gusta mucho sacar filosofía de todos los lados.
La filosofía cotidiana ayuda a que la gente desmitifique la filosofía. Mi hijo Alberto entendió la falsación un día cualquiera mientras yo recogía la cocina y él comprobaba lo que se ocultaba tras una bandeja. Por supuesto, podría haberle contado una historia sobre la lógica inductiva y la deductiva, sobre Hume, Kant, Mill, Popper y el sentido de la falsación en ciencia, pero no fue necesario. A mi hijo le gustan las matemáticas, y, cuando lee filosofía, dice que no tiene sentido. En mi casa el único que lee filosofía soy yo, pero hago que oigan filosofía todo el tiempo. Oír lleva menos esfuerzo que leer, y la mayoría de la gente no lee libros. No puedo obligar a la gente a leer, pero sí puedo hacer que oigan lo que la lectura proporciona. Utilizo el símil de la lectura para ilustrar lo que en la filosofía hay de ver. El orden de la lectura es mirar un texto en un libro, oír lo que nos dice; y lo más importante de la lectura es que se oiga. Aun la lectura más fascinante del mundo, la que lleve a la experiencia más personal, no es comparable a sacarla de sí: decirla y oírla. Animo a cualquiera a que compruebe si cuando reflexiona, por leve que sea sobre lo que reflexiona, no oye lo que reflexiona más que lo ve; su inmediación, al no poder ver los objetos de la reflexión más significativa, adquiere la forma que más significa en la urgencia ante una falta, la que más precipita su decir; dice lo más próximo que significa; y así es como ante una deficiencia sensorial tratamos de superar su falta, como cuando uno cierra un poco los ojos para ver mejor. La vista no dice nada; es un plano muy seco que hace lineal aquello que ve. Para oír lo que se ve no sólo hay que amplificar su voz, sino que hay que sacarla de su silencio para que pueda ser oída. No es casual que los sordos padezcan el mal de la soledad en mayor medida que los ciegos. No obstante, los sordos pueden tocar, y, principalmente, gesticular, de ahí que el trato con un sordo sea una experiencia extraordinaria. Si el ciego hace su mundo de espacio sin vista, el sordo hace su mundo sonoro sin sonidos. El sordo, al no tener sentido auditivo, tiene una noción del sonido mucho más primaria; las cosas suenan, como una manera de golpear para hacer ruido. Así es que los sordos tengan una extraña capacidad para bailar. En una discoteca, es fácil que el sordo sea el que baile más coordinado con la música; no la oirá, es cierto, pero la sentirá. Oír se ha hecho conforme a nuestra perezosa identidad de los sentidos, algo que se oye con los oídos; pero un sordo puede oír por algo que vibre, y no porque lo oiga. Tuve hace años, una curiosa experiencia con una amiga sorda que me oyó al elevar mucho el tono de mi voz, que es muy grave; no me oyó, claro está, pero sintió mi voz. El sonido es algo exterior que se oye, pero al oír ponemos mucho de nuestra parte; nos dejamos un poco ir con el sonido, y nos englobamos con él. Es así que con oir unos sonidos confusos estructuramos su desorden hasta que adoptan una forma reconocible, pero no necesariamente real. Un día, mientras estaba solo en casa en la planta inferior, me sorprendió un extraño sonido que identifiqué como una voz de una radio que no me cuadraba que existiese en esa planta. La busqué, y encontré que era el ruido de una cisterna que no funcionaba bien y hacía intermitentemente el mismo ruido de un radio.
La filosofía de lo cotidiano es un remedio para aquellos que sienten temor por el peso metafísico. En la cocina, para explicar la raíz del concepto, me sirvo de la taza de café, el vaso con cacao o del azucarero. Los primeros objetos de los conceptos son cosas muy próximas como lo más cotidiano. Todo eso lleva una estética anterior, el imperio de lo sensible; la totalidad sensible es un juicio precipitado. El juicio sensible distingue su sensibilidad, y no su propio objeto. Por eso está precipitado; precipita el juicio a la estética, y no cuestiona el juicio en tanto que juicio. El juicio de lo sensible es un orden teórico; su ilusión es consecuencia de un proceso evolutivo tremendamente complejo en el que se hace posible un nuevo margen temporal. Ahora, la neurociencia ha descubierto que la conciencia es primordialmente un tiempo de acción. Con la moderna neurociencia se comprueba lo que anticipé hace algún mes, que la ignorancia filosófica de los neurocientíficos es un problema terrible. En lugar de tropezar con resultados, debieran estudiar lo que ya dijeron los grandes filósofos, y ver qué había en ellos de verdad. La negación de la historia de la filosofía habitual en los científicos es, heurísticamente, pues la heurística parte de un concepto para desarrollar su historia, una cuestión de escándalo. Y no es de extrañar que los científicos más modestos, los menos sinvergüenzas, admiren la filosofía. Hablar con seriedad de Kant, Peirce, o Husserl requiere no sólo leer obras muy complejas sino haberlas entendido. Salvo alguna rara excepción, la neurociencia no habla más que de tonterías. Lo que más ruido hace, los descubrimientos de mayor relevancia, están en la literatura filosófica de hace siglos. Ninguna investigación neurocientífica es comprable a un estudio detallado de los textos e ideas de los grandes maestros.
El tiempo de la conciencia, que va un poco retrasado respecto de su experiencia condicionando toda una fenomenología del retraso, es una consecuencia lógica que, en lugar de hacer las cosas más claras y evidentes, las hace infinitamente más complejas. Las imágenes tomadas con aparatos de resonancia son huellas locales, como si a alguien que siente un dolor le dijésemos “oiga, le duele aquí”. El efecto, fenomenológicamente, es una parte aislada que no sirve para explicar la causa que actúa como principio; su representación del efecto es formal, recreativa, y no creativa y sintética. Las áreas involucradas en la acción del cerebro, como mostré, hacen referencia a la ontología del cerebro consigo mismo, su onanismo.
La gente que no ha estudiado filosofía suele creer que la filosofía es algo extraño. Incluso los buenos filósofos la ven como algo misterioso. Pero la filosofía está en todas partes. Que no se vea es problema de que falta su concepto. Por eso a los niños les resulta tan difícil la filosofía, y con las personas mayores se haga filosofía con facilidad. La distinción visual es una acción motora que es implicada emotivamente en el lenguaje, y lo que vemos termina en lo que decimos. Las cosas que vemos son muy importantes, pero, aún más, lo son las que decimos. El decir se oye, y el oído implica emocionalmente adelantándose al efecto de la vista. En el proceso de aprendizaje lo importante al aprender no es tanto qué sino con quién.
Para tratar de filosofía no hay que saber mucho de filosofía; hay una filosofía de expertos, y otra que estudia lo común. Qué duda cabe que, a cierto nivel, conocer filosofía es algo muy conveniente porque toda filosofía es histórica, pero para la filosofía de lo cotidiano no hay que saber de filosofía. Una peligrosa variante de esto es lo que piensa Mario Bunge, que para hacer filosofía no hay que tener conocimientos especiales. Quien entienda el peligro que encierra semejante afirmación hará bien en no leer nada de filosofía que haya escrito quien ha dicho esa barbaridad. Más extraño, aún, es que bajo ese principio su filosofía carece de objeto propio, algo que levanta nuestras sospechas pues es un autor obsesionado con la propiedad y la originalidad; malinterpreta y hace vulgares a pensadores decisivos como si los entendiese y su incomprensión fuese una crítica. Así es que semejante idiota sólo hable de ciencia y de cosas claras. Por principio, no tiene nada que decir. Mi postura es totalmente la contraria. La filosofía es una guerra de especialidades. En filosofía se estudia historia, teoría del lenguaje, sociología, psicología, lógica, antropología, ontología, ciencia, arte, etc., etc. Cualquiera puede comprobar las materias que se estudian en filosofía. La filosofía, más que un saber concreto, es una actitud ante el saber.
La filosofía que me interesa, y de la que escribo, no es la filosofía de la vida cotidiana. Desde mi sociología se podría desarrollar una sociología de la vida cotidiana que sería de lo menos cotidiano. Sus conceptos filosóficos, los importantes, requieren una anticipación a su experiencia empírica. Es creativa porque se anticipa con lo que crea. Facilita el curso de lo que tan sólo está formalizado; pero que, al no tener conciencia, fluye sin concepto.
Cualquiera tiene una idea de lo que es la ética, pero lo que yo escribo sobre ética no tiene nada que ver con lo que se entiende por ética. La investigación actual de la neurociencia sobre la raíz de la ética está radicalmente retrasada; es un modo de ética deficiente, una ética de idiota. La ética no está en la raíz de una emoción básica sobre lo bueno; lo complejo de la emoción, con lo que se amplía, comprende no sólo el bien sino, igualmente, el rostro que su bien esconde como mal. Todo eso, como he mostrado, es una estética grosera y vulgar que recrea un mundo de prejuicios tomado como el sustrato definitivo de las cosas; vienen a decir algo tan deficiente y peligroso como que con el bien se arreglaría todo, pero lo cierto es que el mal, por el contario, es la iniciativa de las cosas.
La filosofía no busca sólo la verdad. La verdad es una categoría mítica que más que estudiarse como epistemología debiera estudiarse como teología o como sociología del conocimiento. La verdad es una categoría irracional que conforme se racionaliza se descubre irracional. La racionalidad, en este sentido, es un marco ideológico; es racional en función de la anticipación de su hipótesis, e irracional en el justo estudio de su consecuencia. Lo racional no es para sí mismo, sino para alguien.
En resumen, lo cotidiano es lo que hacemos todos los días, todo el tiempo; es a lo que estamos acostumbrados. Y la costumbre es la repetición en un tiempo de la forma que permite la costumbre; la costumbre es, pues, su forma. La costumbre de ducharse todos los días es una forma del aseo personal, como ver la televisión de pasar el tiempo libre, dormir la de descansar, y hablar comunicar cosas.
Vivimos entre formas que estructuran nuestras vidas, pero lo cotidiano no tiene en su forma de vida la teoría que se cuestiona a sí misma. Hacemos las cosas, generalmente, porque las hacemos, porque estamos acostumbrados a ello. Pero, una vez más, la razón de las cosas no es su costumbre; su síntesis se precipita sobre una falsa identidad. La costumbre se basa en hacer una identidad de una diversidad, una forma idéntica. La síntesis cotidiana no es idéntica con la de peso, la que, en su principio, la determina; podríamos decir que la síntesis cotidiana, por los términos sociológicos que la hacen trascender, es la que precipita a la costumbre en su irracionalidad de síntesis de tiempo.
Estamos acostumbrados a ver porque vemos, a hablar porque hablamos, y así en todo lo que es costumbre. Ahora bien, la costumbre no es la verdad. Es cierto que cuando vemos vemos, cuando hablamos hablamos, pero ver y hablar son parte de una teoría de acción limitada. Cuando vemos y hablamos suceden muchas más cosas que permiten su costumbre. Hay algo anterior que lo determina. El orden fisiológico que permite esas costumbres no me compete, pero sí el filosófico. El orden bajo el que se configuran las cosas es una adhesión muy fina a ellas en la costumbre, y se puede explicar desde la pesadez. Cuando vemos no sólo vemos sino que reconocemos lo que esperamos, su forma; y cuando hablamos reproducimos un lenguaje formal al que adaptamos nuestro discurso. Las bobadas de Bunge sobre el orden sensorial y su anterioridad al perceptual muestran, una vez más, que tanta ciencia y tanta prueba formal lo han vuelto inepto para esto de la filosofía; mi filosofía, contrariamente, y desde un enfoque radicalmente fenomenológico, lo que tanto asusta a nuestro amigo, dice que se hace dialéctico y discontinuo, y su especulación, en lugar de encerrarse en sí misma, hace posible su ampliación.
La filosofía pesada explica la cotidiana, pero la cotidiana no explica la pesada, es su historicismo. Lo que se dice, el día a día del decir, es la repetición de su historia; y no hay decir que no sea irracional, es decir, ahistórico y sin otra razón que la irracionalidad de su historia, su costumbre. La pretensión de la unidad en el tiempo, la misma sucesión en el pasado que en el presente en la identidad con su fin, es el principio de la continuidad en tanto condición formal. El decir con contenido, supuesto impúdicamente en su verdad, es decir verdad como oscuridad, oscuramente, como los niños que dicen sin saber decir, un decir falso que se hace verdad sólo a modo de forma, idéntico con su expectativa. Miren, si no, si un niño, cuando dice, dice verdad. Un niño, por principio, no dice verdad; está desacostumbrado. Decir verdad es un decir incierto; cuando se quiere decir verdad se quiere decir, sin duda, pero decir sólo forma. La filosofía de peso es su madurez, su cuestionamiento, su suspensión con arreglo a su principio; la filosofía de la verdad de lo cotidiano, la formal, es la precipitación de su forma, la que para decir no piensa pues sólo sabe ser continua; está, por principio, hueca, confía en repetirse y sacar algo de ella igual a su forma. Unos, pues, dicen formas; otros cuestionan por principio, el sentido de la filosofía.
jueves, 26 de noviembre de 2009
lunes, 2 de noviembre de 2009
Irresponsabilidad de la ética infantil
Hay dos visiones del problema ético muy diferenciadas. Una anida la ética en lo general de su margen dado, lo que se recrea entre emociones; y otra delibera entre los objetos que definen su posible ética. Una cuenta con un margen dado al que se adapta como bien y objeto de obediencia; y la otra crea un objeto ético en la conciencia que causa su mal.
La conducta humana, y sólo en cierto modo, está regida por un grado inferior, el órgano cerebral. El cerebro, aun siendo superior en el orden de la representación del organismo, es un órgano inferior porque es anterior a su efecto; está precipitado en un sentido que cree que ha concluido. Su acción, según esta ordenación, no comprende lo que crea, el efecto de su propia acción; es incapaz por sí mismo de gestionar la ampliación y la deliberación de una acción que no comprende. La importancia de la deliberación está en que comprende un margen de elección. El valor ético está en él, y no está en algo que no se cuestiona y, por lo tanto, sobre lo que no delibera.
Para la ética infantil lo ético está en lo general del sentido de la emoción. Ese margen es llamado ética infantil porque abstrae la ética en una acción del cerebro de la que se sirve para hacerse irresponsable. Su responsabilidad es suplantada por un estado cerebral; su responsabilidad consiste en doblegarse ante las emociones padecidas que fundan su ética; su responsabilidad es una actitud acrítica, esto es, irresponsable con su objeto moral.
La razón moral que se comprueba de la acción del cerebro no es una forma electiva sino precipitada, una adhesión sin más mérito que la falta de crítica de su acción. La razón moral del hombre no es sólo un mandato, un contrasentido de razón. Un mandato es, en principio, ajeno, una fuerza que no es de uno; y sólo es positivo a costa de su descubrimiento, cuando la acción de la razón lleva a superar lo que se le presenta como falta. Su aceptación por principio, como la fuerza irracional de la emoción por sí misma, es todo lo contrario a la elección, el sentido racional de la Ética de Spinoza tan lamentablemente malinterpretado. Éticamente, las emociones más significativas son las que están orientadas a la ampliación a la que conlleva el otro, la única razón estricta y fundamentalmente moral.
La ética no está sólo en la estética. Lo que interviene en la conducta no está regido sólo por ella. Hay un margen enorme en la acción de la conducta de los hombres que no se reduce a la inevitable condición psicológica que se deriva del juicio de la verdad de su supuesto. En el caso de las emociones se comprueba que su tiempo no es continuo, no es el mismo, sino que, conforme su efecto no esté presente, su acción se indetermina, no actúa, y debe ser suplantada por la acción de su concepto.
La ética infantil se hace una en su irresponsabilidad; se hace responsable de la pasión de uno, su afección, y de un mandato acrítico impuesto, la razón moral como objeto de trascendencia por sí mismo. Su ética es reducida a la acción de un cerebro, y a la aceptación de una moral artificial. Los aspectos intelectuales son precipitados en la acción estética del cerebro; no hay acciones intelectuales al estar precipitadas en su particular modo de inacción, su pasión. Esa ética es, como digo, mera estética; no es ética. Contrariamente, defiendo una ética de la responsabilidad. El mal y el bien no son cosa de uno; sus conceptos son sólo sentimientos de la incierta acción del cerebro; la acción responsable consiste, más que en aceptar un bien dado, en cuestionar la causa de su bien.
La ética de la neurociencia es un solipsismo, el encerramiento de uno con su cerebro, en el que se fundamenta su inmoralidad. Como reduce la ética al estado cerebral, no hay acción exterior que la urja. Pero he mostrado que las acciones que trascienden son externas a los sujetos que se frotan con sus cerebros. Los objetos de la ética son externos a los cerebros.
Para el concepto solidario no hay sujetos independientes de lo común de su significado. El conocimiento moral está en la responsabilidad de su conciencia, lo que se había precipitado como falta. Con su conciencia lo hacemos próximo en lo que anteriormente no era sino falta.
La distancia moral debe ser aceptada como una posible acción del impulso moral. Si se hace abstracción de la acción distante se niega e integra como mal; se precipita sin el conocimiento de su causa; se facilita su reproducción, y no se comprende su conflicto. La ética infantil presume su bien a la vez que niega su mal. Sólo entiende de bien cuanto le es dado, y se hace irresponsable de lo que no es su bien, su simismo.
La conducta humana, y sólo en cierto modo, está regida por un grado inferior, el órgano cerebral. El cerebro, aun siendo superior en el orden de la representación del organismo, es un órgano inferior porque es anterior a su efecto; está precipitado en un sentido que cree que ha concluido. Su acción, según esta ordenación, no comprende lo que crea, el efecto de su propia acción; es incapaz por sí mismo de gestionar la ampliación y la deliberación de una acción que no comprende. La importancia de la deliberación está en que comprende un margen de elección. El valor ético está en él, y no está en algo que no se cuestiona y, por lo tanto, sobre lo que no delibera.
Para la ética infantil lo ético está en lo general del sentido de la emoción. Ese margen es llamado ética infantil porque abstrae la ética en una acción del cerebro de la que se sirve para hacerse irresponsable. Su responsabilidad es suplantada por un estado cerebral; su responsabilidad consiste en doblegarse ante las emociones padecidas que fundan su ética; su responsabilidad es una actitud acrítica, esto es, irresponsable con su objeto moral.
La razón moral que se comprueba de la acción del cerebro no es una forma electiva sino precipitada, una adhesión sin más mérito que la falta de crítica de su acción. La razón moral del hombre no es sólo un mandato, un contrasentido de razón. Un mandato es, en principio, ajeno, una fuerza que no es de uno; y sólo es positivo a costa de su descubrimiento, cuando la acción de la razón lleva a superar lo que se le presenta como falta. Su aceptación por principio, como la fuerza irracional de la emoción por sí misma, es todo lo contrario a la elección, el sentido racional de la Ética de Spinoza tan lamentablemente malinterpretado. Éticamente, las emociones más significativas son las que están orientadas a la ampliación a la que conlleva el otro, la única razón estricta y fundamentalmente moral.
La ética no está sólo en la estética. Lo que interviene en la conducta no está regido sólo por ella. Hay un margen enorme en la acción de la conducta de los hombres que no se reduce a la inevitable condición psicológica que se deriva del juicio de la verdad de su supuesto. En el caso de las emociones se comprueba que su tiempo no es continuo, no es el mismo, sino que, conforme su efecto no esté presente, su acción se indetermina, no actúa, y debe ser suplantada por la acción de su concepto.
La ética infantil se hace una en su irresponsabilidad; se hace responsable de la pasión de uno, su afección, y de un mandato acrítico impuesto, la razón moral como objeto de trascendencia por sí mismo. Su ética es reducida a la acción de un cerebro, y a la aceptación de una moral artificial. Los aspectos intelectuales son precipitados en la acción estética del cerebro; no hay acciones intelectuales al estar precipitadas en su particular modo de inacción, su pasión. Esa ética es, como digo, mera estética; no es ética. Contrariamente, defiendo una ética de la responsabilidad. El mal y el bien no son cosa de uno; sus conceptos son sólo sentimientos de la incierta acción del cerebro; la acción responsable consiste, más que en aceptar un bien dado, en cuestionar la causa de su bien.
La ética de la neurociencia es un solipsismo, el encerramiento de uno con su cerebro, en el que se fundamenta su inmoralidad. Como reduce la ética al estado cerebral, no hay acción exterior que la urja. Pero he mostrado que las acciones que trascienden son externas a los sujetos que se frotan con sus cerebros. Los objetos de la ética son externos a los cerebros.
Para el concepto solidario no hay sujetos independientes de lo común de su significado. El conocimiento moral está en la responsabilidad de su conciencia, lo que se había precipitado como falta. Con su conciencia lo hacemos próximo en lo que anteriormente no era sino falta.
La distancia moral debe ser aceptada como una posible acción del impulso moral. Si se hace abstracción de la acción distante se niega e integra como mal; se precipita sin el conocimiento de su causa; se facilita su reproducción, y no se comprende su conflicto. La ética infantil presume su bien a la vez que niega su mal. Sólo entiende de bien cuanto le es dado, y se hace irresponsable de lo que no es su bien, su simismo.
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