Sucede lo siguiente: El hipocampo trabaja emparejado con el cortex prefontal haciendo posible que surja el conocimiento, un fenómeno que, por más que sea fisiológico, no deja de ser psicológico; hace relaciones de objetos en una identidad tomada por psicológica. El hipocampo, por lo que hasta ahora se sabe, hace barridos que reproducen a ciegas el momento de su primera aproximación al objeto. Las unidades primeras de información, la génesis de los conceptos, se perfilan y matizan sin ninguna verdad en ellos; es un proceso incierto al que se aproxima de una forma, como decimos, sin ninguna certeza. El trabajo de la corriente del hipocampo hasta que se piensa, hasta que se anda inmediatamente con objetos, es estructurado por el camino menos incierto, el ya andado; el fenómeno del conocimiento anda por su menor incertidumbre, la afectiva del organismo.
Las redes sinápticas encauzan la información sin ninguna crítica en ellas más que la que la que su exterioridad permita; son en tanto unos objetos y sus relaciones; son lo que significa, y no significa su sola determinación porque su proceso de hacerse fenómeno aún ha de andar mucho; significa cuanto está en su cauce externo y su historia en forma de expectativa. Las sinápsis no hacen crítica sino a modo computacional, como cuando uno habla y no piensa en todo lo que dice. Andan, por decirlo así, echadas para delante, precipitadas. Se podrá hacer algo de ellas, hacerlas posibles a la conciencia, en su exterioridad, y no la primeridad del cerebro.
La fenomenología de la memoria, que reproduce un pasado incierto, es mucho más que una huella mnémica; es la que hace posible crear estructuras racionales en un cerebro irracional que no las contiene por sí mismo. Las estructuras externas al cerebro, son, por tanto, externas al cerebro. Éste sólo las copia, y por lo que se ve, bastante mal.
jueves, 24 de septiembre de 2009
domingo, 20 de septiembre de 2009
Filosofía del rock and roll
Rock and roll es una música que viene de las tripas, y nunca ha sido una música pretenciosa. Si Pink Floyd y Leonard Cohen eran un tanto pretenciosos también es justo decir que la psicodelia fue muy popular por ellos y que un aire intelectual creó un tipo de conciencia con relevancia social.
Cuando decimos que el rock and roll viene de las tripas es porque es algo con un sentido fuerte, que impone, importa y excita; es lo que significa Rock and roll, el acto sexual como copulación. La traducción al castellano es “estremecer y enrollar”, y era una imagen verbal que se usaba entonces para referirse al sexo.
El sentido que aquí usamos es el que hace al sexo significativo en un símbolo social, y vamos a pasar a hablar a partir de ahora genéricamente de rock, y no solo rock and roll. Es un matiz sociológico, y no musical.
Podemos decir que el rock ha sido y es importante porque ha llevado a crear una ideología. No sólo es una música que grita sino que lleva al grito de muchos a crear un grito común con el que diferenciarse. El grito del rock no es individualista; es, como decimos, un grito común, sexo publico.
No sólo se debe ver el rock como música mala y pobre. El sentido del pacto con el diablo de Robert Johnson era que la música del diablo, esto es, el blues, llegaba a las entrañas. Recuerdo poniendo a mi abuela discos de Otis Redding y la tristeza que ella intuía en ese señor que parecía tan triste, como si algo muy malo le hubiese pasado. La música de Otis Redding, para quien no la conozca, está cantada con continuos “ou”, “ah”, “wuy”, “mm”, “nah”, etc..
El áurea de maldad del rock es sólo que es una forma espiritual de música. El satanismo de los Rolling Stones o Led Zeppelín era mero posicionamiento mercantil. Independientemente de las extravagancias fruto de excesos con las drogas, no son sino lo que se llama leyenda urbana. Como bien decía Maquiavelo, muchos son los que ven y oyen, y pocos los que tocan. Los filósofos, podríamos decir, son los que piensan.
Si un imbécil como Bunge piensa que el rock es música de “gente sin oído” no entiende lo que la gente que oye rock oye. El oído, conviene que lo aclare, es un sentido que predispone; cuando reconocemos una melodía, inmediatamente, la predisponemos, y la anticipamos; si es reconocida, el cerebro rellena una melodía con sólo oír su principio. Cuando oímos rock, pues, no hacemos sino sexo con otros. Bunge "se hace pajas” con lo mala música que es el rock; y yo digo que su psicologismo es lo que no le deja comprender su lógica. El sexo, lo recuerdo, trasciende en tanto sea con alguien, el sentido sociológico del otro.
NOTA. Pido disculpas por la ordinariez de la expresión “hacerse pajas”. Es, sin duda, el uso común y vulgar del término onanismo. Como es habitual en lo que critico como epistemología onanista, he creído que el tono del tema, y las imágenes que suelo usar sobre estas cuestiones, lo justificaban. Aclaro, igualmente, que no hay ningún sentido personal en mi desprecio hacia Bunge; no es hacia Bunge en tanto su persona sino en cuanto a la lógica de su teoría.
Cuando decimos que el rock and roll viene de las tripas es porque es algo con un sentido fuerte, que impone, importa y excita; es lo que significa Rock and roll, el acto sexual como copulación. La traducción al castellano es “estremecer y enrollar”, y era una imagen verbal que se usaba entonces para referirse al sexo.
El sentido que aquí usamos es el que hace al sexo significativo en un símbolo social, y vamos a pasar a hablar a partir de ahora genéricamente de rock, y no solo rock and roll. Es un matiz sociológico, y no musical.
Podemos decir que el rock ha sido y es importante porque ha llevado a crear una ideología. No sólo es una música que grita sino que lleva al grito de muchos a crear un grito común con el que diferenciarse. El grito del rock no es individualista; es, como decimos, un grito común, sexo publico.
No sólo se debe ver el rock como música mala y pobre. El sentido del pacto con el diablo de Robert Johnson era que la música del diablo, esto es, el blues, llegaba a las entrañas. Recuerdo poniendo a mi abuela discos de Otis Redding y la tristeza que ella intuía en ese señor que parecía tan triste, como si algo muy malo le hubiese pasado. La música de Otis Redding, para quien no la conozca, está cantada con continuos “ou”, “ah”, “wuy”, “mm”, “nah”, etc..
El áurea de maldad del rock es sólo que es una forma espiritual de música. El satanismo de los Rolling Stones o Led Zeppelín era mero posicionamiento mercantil. Independientemente de las extravagancias fruto de excesos con las drogas, no son sino lo que se llama leyenda urbana. Como bien decía Maquiavelo, muchos son los que ven y oyen, y pocos los que tocan. Los filósofos, podríamos decir, son los que piensan.
Si un imbécil como Bunge piensa que el rock es música de “gente sin oído” no entiende lo que la gente que oye rock oye. El oído, conviene que lo aclare, es un sentido que predispone; cuando reconocemos una melodía, inmediatamente, la predisponemos, y la anticipamos; si es reconocida, el cerebro rellena una melodía con sólo oír su principio. Cuando oímos rock, pues, no hacemos sino sexo con otros. Bunge "se hace pajas” con lo mala música que es el rock; y yo digo que su psicologismo es lo que no le deja comprender su lógica. El sexo, lo recuerdo, trasciende en tanto sea con alguien, el sentido sociológico del otro.
NOTA. Pido disculpas por la ordinariez de la expresión “hacerse pajas”. Es, sin duda, el uso común y vulgar del término onanismo. Como es habitual en lo que critico como epistemología onanista, he creído que el tono del tema, y las imágenes que suelo usar sobre estas cuestiones, lo justificaban. Aclaro, igualmente, que no hay ningún sentido personal en mi desprecio hacia Bunge; no es hacia Bunge en tanto su persona sino en cuanto a la lógica de su teoría.
viernes, 18 de septiembre de 2009
Filosofía del tendido, y dualismo del que tiende
Mi mujer tiene un problema cuando hay que tender la ropa después de haber puesto la lavadora. Todo lo que sea labor doméstica de ese tipo es un tema sensible. Un día decidí que me encargaría yo de esa labor. Tender no es una labor divertida, pero puede ser instructiva.
Cuando uno tiende no lo puede hacer pensando en el tiempo subjetivo. Si saco de la lavadora, por poner un caso, 20 ó 30 prendas, no puedo pensar en cada prenda y el tostón que es su cuidadoso tendido. He de ponerme a tender sin pensar en el tostón. Si dejo la emoción expresarse conforme a la expectativa de cada prenda en la ontología de tender la ropa, que hace de una ropa todas la prendas a tender, la ropa, cada prenda, se indetermina en esa ontología. La emoción es padecida, se padece, y no es comprendida, no se comprende. La emoción hace de una todas las prendas al no ser reducible a concepto; no se reduce a concepto, como he explicado varias veces.
Mi mujer vive el tostón como irritación emocional. Su rostro alegre coge formas de infelicidad. Es un problema del tiempo comprendido. Mi mujer se angustia con la expectativa de tiempo, y ese es un problema que genera ansiedad. Yo, tiendo a la inversa; sé el tiempo que me lleva tender, y, teniendo en cuenta ese tiempo, sé a qué atenerme; tiendo sin que me ahogue el tostón; es un tostón, qué duda cabe, pero no me quita la alegría. Disfruto el tendido mientras escucho música o presto atención a los desajustes visuales que se producen en el movimiento de formas similares y colores distintos, o colores iguales y formas distintas. Hay, a este respecto, experimentos, como los de Kolers, que desdicen la continuidad de las percepciones al crear una inesperada asimetría en el orden del mundo. El orden del mundo es, en último término, sólo psicológico; su contradicción es no decir nada, decir en vacío. El supuesto orden de Spinoza ve cómo se desmorona.
El inocente ejemplo del conflicto emocional en una actividad diaria nos sirve para ver con qué cosas trata la gente. La gente no trata con las emociones de sus cerebros sino con los objetos que median esas emociones. El neurocientífico usa un concepto sin fenomenología, y por lo tanto, vacío; es un concepto con contenido científico, pero inmoral fuera de su ontología. La gente vive tendiendo la ropa, hablando por teléfono, esperando el autobús, dando clase a chicos desmoralizados, insultando y siendo insultada, o haciendo el amor a su pareja; la gente vive de muchas maneras que obvia la ciencia. La gente es, sociológicamente, de lo más normal, y no tiene ningún interés en las imágenes tomadas con aparatos de resonancia magnética. La gente tiene emociones del trato con los otros y las cosas que los simbolizan. Esa mente emocional es, sin duda, cerebral, pero su reducción a cerebro no dice con qué se relaciona esa mente o cerebro. El cerebro, en sí mismo, es poco más que primeridad, y no dice con qué se relaciona más que como una huella. Y las huellas en el cerebro, que se aprenda de una vez, no son a modo de copias, cual espejos que reflejan su objeto perfectamente. Eso es una expectativa que el cerebro construye, y no de una manera fiel, por cierto.
La idea de que el interaccionismo deja sin explicar cómo se produce el paso de lo mental a lo material es simple pereza filosófica. Se puede, perfectamente, dar cuenta de cómo se llegan a producir todos esos significados desde una filosofía que no crée distancias con conceptos irreales, propios del un delirio. Los conceptos científicos, como todas las representaciones, no existen en sí, sino en tanto algo con lo que crean distancia.
Está claro que no todos los conceptos son científicos. El concepto del tiempo, tal y como yo lo defiendo, es científico porque está fundamentado en su moralidad, y no en una ideología inmoral que presume de ser verdad a la vez que niega su ideología.
Cuando uno tiende no lo puede hacer pensando en el tiempo subjetivo. Si saco de la lavadora, por poner un caso, 20 ó 30 prendas, no puedo pensar en cada prenda y el tostón que es su cuidadoso tendido. He de ponerme a tender sin pensar en el tostón. Si dejo la emoción expresarse conforme a la expectativa de cada prenda en la ontología de tender la ropa, que hace de una ropa todas la prendas a tender, la ropa, cada prenda, se indetermina en esa ontología. La emoción es padecida, se padece, y no es comprendida, no se comprende. La emoción hace de una todas las prendas al no ser reducible a concepto; no se reduce a concepto, como he explicado varias veces.
Mi mujer vive el tostón como irritación emocional. Su rostro alegre coge formas de infelicidad. Es un problema del tiempo comprendido. Mi mujer se angustia con la expectativa de tiempo, y ese es un problema que genera ansiedad. Yo, tiendo a la inversa; sé el tiempo que me lleva tender, y, teniendo en cuenta ese tiempo, sé a qué atenerme; tiendo sin que me ahogue el tostón; es un tostón, qué duda cabe, pero no me quita la alegría. Disfruto el tendido mientras escucho música o presto atención a los desajustes visuales que se producen en el movimiento de formas similares y colores distintos, o colores iguales y formas distintas. Hay, a este respecto, experimentos, como los de Kolers, que desdicen la continuidad de las percepciones al crear una inesperada asimetría en el orden del mundo. El orden del mundo es, en último término, sólo psicológico; su contradicción es no decir nada, decir en vacío. El supuesto orden de Spinoza ve cómo se desmorona.
El inocente ejemplo del conflicto emocional en una actividad diaria nos sirve para ver con qué cosas trata la gente. La gente no trata con las emociones de sus cerebros sino con los objetos que median esas emociones. El neurocientífico usa un concepto sin fenomenología, y por lo tanto, vacío; es un concepto con contenido científico, pero inmoral fuera de su ontología. La gente vive tendiendo la ropa, hablando por teléfono, esperando el autobús, dando clase a chicos desmoralizados, insultando y siendo insultada, o haciendo el amor a su pareja; la gente vive de muchas maneras que obvia la ciencia. La gente es, sociológicamente, de lo más normal, y no tiene ningún interés en las imágenes tomadas con aparatos de resonancia magnética. La gente tiene emociones del trato con los otros y las cosas que los simbolizan. Esa mente emocional es, sin duda, cerebral, pero su reducción a cerebro no dice con qué se relaciona esa mente o cerebro. El cerebro, en sí mismo, es poco más que primeridad, y no dice con qué se relaciona más que como una huella. Y las huellas en el cerebro, que se aprenda de una vez, no son a modo de copias, cual espejos que reflejan su objeto perfectamente. Eso es una expectativa que el cerebro construye, y no de una manera fiel, por cierto.
La idea de que el interaccionismo deja sin explicar cómo se produce el paso de lo mental a lo material es simple pereza filosófica. Se puede, perfectamente, dar cuenta de cómo se llegan a producir todos esos significados desde una filosofía que no crée distancias con conceptos irreales, propios del un delirio. Los conceptos científicos, como todas las representaciones, no existen en sí, sino en tanto algo con lo que crean distancia.
Está claro que no todos los conceptos son científicos. El concepto del tiempo, tal y como yo lo defiendo, es científico porque está fundamentado en su moralidad, y no en una ideología inmoral que presume de ser verdad a la vez que niega su ideología.
La primacía del sentido del dualismo
Bien, ha habido alguna dispersión en torno al dualismo que voy a hacer que tome un sentido no tradicional ni vulgar sino sólo filosófico.
El dualismo tiene una deuda medieval que no conviene obviar, pero, más allá del complejo detalle que eso supone, es un asunto de la filosofía moderna desde Descartes. En resumen, hace una dualidad entre lo material y lo inmaterial. Lo material era una sustancia extensa, y la interior pensante.
La génesis lógica de la mente nunca fue psicológica sino a partir de aquellos enemigos de la filosofía que la psicologizaron con su crítica psicologista. Con esto se quiere decir que era la cosa pensada en tanto que pensada, y no el pensamiento de quien lo pensaba; es un objeto nouménico y puro que está al margen de su posible experiencia; es un sentido estrictamente lógico. Lo matemático es lógico por ello, y no hay matemática sin lógica. Las indeterminaciones que se hacen de la posibilidad lógica no son lógica sino, como digo, sólo psicología institucional e ideológica. Ciertamente, la lógica es, a su vez, ideológica, pero es la única que dice, sin contradicción, verdad. Esta complejidad dualista de la lógica, que crea su contradiccón, es la esencia de la dialéctica, una lógica que da cuenta de su ampliación, y que, por tanto, sólo puede ser histórica, y ya no lógica. La gran verdad de la dialéctica es que no está atrapada en sí misma. Hegel, tan importante en este tema, tuvo la estimable capacidad de mostrarnos la debilidad de la dialéctica en la que todo su pensamiento se basó. La crítica es filosofía porque rompe la identidad; la deshace, al menos, en dos; no es, pues, sí misma sino otra. No obstante, e ignorando la relevancia que tiene para tantos asuntos, hay idiotas como Bunge que hacen inútil la dialéctica al pretenderla ciencia. Esas majaderías son terribles para la verdadera educación filosófica porque pervierten todo su sentido. La dialéctica no es ciencia, es lógica, justamente, aquella que hace posible la ciencia.
La actual neurociencia da ejemplo de ello en su soberbia pretensión de primacía epistemológica y ontológica. Mis posiciones son, sin ninguna duda, una crítica de su fundamento que lo descubre en una faceta primeramente, en su causa primera, inmoral. Digamos que la pretensión de andar con el bien de cualquier tipo de verdad es, por principio, psicologismo; y toda la defensa que se haga en contra de esta atrevida afirmación no es, como supuesto, sino charlatanería formal, es decir, mero cuento.
Volviendo al tema, en la época de Descartes la filosofía aún estaba atrapada por la ideología vigente. La filosofía moderna empezó, pues, con el paradigma de cuestionar a Dios. Dios, entre los filósofos, no es un padre ni un señor muy grande y muy bueno sino la complejidad de ello en absoluto. Esa es la única forma lógica y correcta de comprender a Descartes, Spinoza y su degenerado orden, y, en conjunto, toda la filosofía desde entonces. El psicologismo, en filosofía, se llama filosofía de la mente, y lo que hace, al contrario de lo que se supone, es privarla de su psicologismo.
Lo que un idiota como Bunge diga de gente como Husserl, en su necia y afilosófica obsesión objetivista, prueba que su presuntuosidad es todo menos filosofía; es poco más que presuntuosidad cientificista como la finalidad absoluta de todas las cosas. Se pretende una mónada encerada en sí misma con la evidencia de que está en el encerramiento verdadero; y está, sin duda, encerrada en sí misma, en el más impúdico gesto de onanismo en tanto que sexo sólo con uno mismo. Un poco de verdadera educación filosófica, en lugar de lecturas apresuradas y estudios ensuciados por otras manos, hace el tema infinitamente más complejo.
Husserl, al respecto de la mente, hizo en Investigaciones Lógicas un análisis de la misma no sólo rigurosamente lógico sino que habría paso al desarrollo científico de la fenomenología. Pero cuando un filósofo como Husserl habla de ciencia lo hace en sentido estricto, de ciencia primera, no de ciencia experimental, ciencia degenerada. Todo eso es, desde la fenomenología, no sólo un problema muy complejo sino que es un problema ético. O sea, que los enemigos de la filosofía lo primero de todo no saben qué es la filosofía.
Pero dejemos por un breve instante al idiota de Bunge y sus patéticos imitadores. El problema de Dios se hizo un problema del cocimiento desde la filosofía moderna, y del conocimiento verdadero. Dios se hacía ya no sólo Dios sino Dios en tanto verdad; se abstraía. De esa manera la dualidad dejaba las cosas, más o menos, igual; cambiaban los tiempos, pero las preguntas eran, más o menos, las mismas.
Una de las cosas que propició el pensamiento de Descartes fue la ilusión de ser uno mismo. “Pienso, luego existo” era una de esas absurdidades tan profundamente filosóficas que parecen ser verdad, pero la profundidad de los filósofos es característica de que ven más, por eso son oscuros, porque el resto no ve tanto. Su posible subjetivismo es, para empezar, falso. No hay tal identidad del sujeto porque lo es en tanto lo sean otras cosas, y principalmente, la que las hace a todas posibles, esta es, la tercera, la sustancia absoluta que contiene todas las cosas, la infinita, Dios.
El pensamiento en Descartes era en tanto era posible como verdadero. Descartes no pensó en que se pensase sino en que era una sustancia pensada, era inmaterial en ese estricto sentido. De psicologismos, repetimos, nada de nada.
Y lo que decimos ahora de ese dualismo no es que sea psicologismo, que digo que es algo idiota, sino que era teológico; era en tanto la verdad era la cosa de Dios. La acción de la verdad era inmaterial como medio para dar el justo sentido a las cosas. Lo bueno, que sólo puede ser la acción de Dios, era el fin de las cosas, hacerse próximas a Dios. Esa forma epistémica era una forma, en esencia, moral; la moral es lo mismo que lo epistémico porque son sustancias distintas de una misma gran sustancia, la absoluta. Y Dios es superior, trasciende, porque es el sentido originario, el que cuenta con la primacía.
Toda esa ideología no es más que hacerse una moral epistémica a costa de su inmoralidad. El grado que hace diverso lo moral, en el que se pasa de lo moral a lo inmoral, era la incomprensión de su discontinuidad. Dios, en cuanto a la crítica, es un farsante. El grado propuesto en la suposición de su dependencia con su parte superior es siempre deudor de un sentido superior que le da contenido. Es en tanto lo sea la otra parte; es por tanto, negativo; siempre anda como un perro tras su amo.
Dios tiene autoridad como fuerza moral, como una primera falta, una falta de sentido, uno muy pervertido llamado nihilismo. Se dice del mundo porque se dice verdad, ese es el sentido de Dios; y es lo que niego yo.
“¿Qué es el conocimiento? Ante todo y esencialmente es representación. ¿Qué es representación? Un proceso fisiológico muy completo en el cerebro del animal, cuyo resultado es la consciencia de una imagen en el cerebro. Obviamente la relación de tal imagen con algo completamente distinto del animal en cuyo cerebro se produce sólo puede ser muy mediato. Quizá sea éste el método más sencillo y asequible de descubrir el profundo abismo entre lo ideal y lo real. Ésta es una de las cosas que no advertimos inmediatamente, como el movimiento de la tierra; por eso los antiguos tampoco observaron éste. Pero desde que Descartes lo constató no ha dejado de preocupar a los filósofos. (…)
(…) nosotros no somos mero sujeto cognoscente, sino que por otra parte también pertenecemos al ser que conoce (…) Todo lo objetivo es representación, o sea, manifestación, mero fenómeno cerebral.” (A. Schopenhauer, El mundo como representación y voluntad, Vol. II, cap. 18., De cómo cabe conocer la cosa en sí, pgs. 187-191)
Uno de los aspectos que más dudas me despierta la obsesión por el cerebro es que se tome, como insisto, por la comentada primeridad. La dualidad es una primeridad que se superpone a otra primeridad o segundidad; si hay modificación de la primeridad hay discurso, y no sería, por tanto, ya primeridad. La plasticidad es, justamente, lo que permite, que dos órdenes coexistan; es un tema no sólo especulativo sino lógico. La primeridad, a partir de ahora, ya no es ella misma, sino que es en tanto sea un discurso que no trate de sí mismo sino de otro. Es, como se vio, el significado de segundidad, esto es, lo que algo es en tanto sea otra cosa. La lógica de la mente no es su psicologismo, lo que la mente cree, sino qué contiene la mente. Puedo ver el cielo y creer en el cielo, pero lo que condiciona la mente es el cielo independientemente de que lo vea y crea en él. Yo soy yo, una ciencia en sí misma que conoce, pero lo que se conoce es el cielo; yo, sobro como actividad propia, soy en tanto algo con el cielo; yo, no soy, no es, pues, simismo.
El cerebro no es por sí mismo porque haría innecesaria toda otra explicación, la que decimos que significa y urge. Si el cerebro es todo lo que hay, entonces, es una acción con arreglo a sí misma, una causa suya en sí misma. La mente, como efecto de ese simismo, sería un mero momento del cerebro, pero, en definitiva, no sería sino una modificación del cerebro con arreglo a sí mismo. Es el significado de reduccionismo, que se deja fuera lo que habría que explicar. Reduce la actividad epistemológica a lo que tiene en su teoría.
Una característica de la filosofía de la ciencia es que hace filosofía de lo que llama teoría, y no toma la teoría como un simismo. Que sea una teoría comprobada no dice que sea verdad; antes bien, es la razón por la que haremos otra teoría que la amplíe, y, en la medida de lo posible, la desdiga. Las teorías no surgen por casualidad, sin una historia que determinase su razón; no son en sí mismas porque sean verdad. La cosa en sí no es una cosa en sí, encerrada en sí misma, ni la teoría, por lo mismo, es una teoría en sí, verdaderamente causal y determinada por esa iracionalidad; ambas, son en tanto que sean algo, algo que no es en sí y reflexivo sólo con ello mismo. La ciencia sin filosofía, volvemos a ello, se va por donde vino; es, como se ve, casual, costurerera, y no diseñadora. Lo que hace el filósofo de la ciencia, muy al contrario, es inventarse teorías que tengan un posible sentido, una unidad con la lógica que pueda ampliar el problema. Es decir, la ciencia no consiste en hacer siempre lo mismo, sino en crear situaciones teoréticas que supongan una posible discontinuidad. Por ello es importante su fundamento, porque sin él toda teoría es irracional. No es, por tanto, racional porque dependa de la ley, sino porque se crea la razón que se descubre en esa ley. Es el filósofo quien la descubre poniendo razón en preguntas que, aún, no tienen respuesta. Como ya dije, el científico es un ingenuo con sus especulativas hipótesis; el cientificista es un necio porque las precipita como verdad al ignorar su filosofía.
Las teorías de la ciencia son ideológicas dentro de su especialidad y, más peligrosamente, fuera de ella. El esquema del científico, en el que sus leyes se cumplen, es una ordenación de todo lo que ocurre bajo esa ley. El científico se refiere a lo que se cumple, y, por una curiosa inclinación animal, y no racional, no piensa lo contrario. El mundo positivo, el que dice algo, es con arreglo a la ley que lo conforma. La ley es una condición, debiéramos decir, que conforma su posibilidad, que sea lo que es porque está normalizado, y hay, en ese sentido, un margen de certidumbre que, realmente, en su posible racionalidad, no es otra cosa que un estado psicológico que pone la esperanza en que lo que hoy es mañana seguirá siendo tal y como hoy ha sido; se mantendrá continuo, igual. El científico es, hasta ahora, un mero celador.
Pero surge un problema fuera de esa ideología de la ciencia, y consiste en que si la forma de la experiencia del científico tiene que ajustarse a la normalización de sus teorías para que su discurso mantenga coherencia dentro del margen en el que discurre, y a su universo de que todo ha de ser según es en la ciencia, asimismo, hay otro mundo que vive sin pensar que todo es el universo de ciencia, y sin el peso de una coherencia extraña a lo que verdaderamente lo normaliza. La coherencia de uno no es la coherencia del otro, y la normalización de uno no tiene qué ver con la del otro. La pretensión de que deben ser lo mismo, la utopía cientificista, es radicalmente inmoral al exigir una primacía de la moral de su oficio como lo que trasciende en la moral del resto; la verdad de uno no es la verdad del resto; es algo cierto en su concepción perfecta, y falso en toda manifestación distante.
El científico podrá poner condiciones a un enfoque causal de determinada función que no se pueda entender sino muy artificialmente; su evidencia está condicionada a una particularidad social basada en la forma que condiciona su creencia, es decir, que pretende que todo el mundo crea lo que cree él mismo. La ideología de la ciencia consiste, básicamente, en que su teoría de la verdad es fiable y puede ser inducida a la experiencia como una forma de la verdad.
El supuesto de que todo va a ser como hasta ahora ha sido, según la validez de la teoría, está limitado a la reproducción de unas mismas condiciones, las que hacen cierta esa teoría; pero la causalidad que impregna toda teoría científica está limitada a esa ideología que dice que el contenido de su teoría es el mismo que sobre el que la teoría se dice. Hace el contenido de su teoría, su primeridad, su ley, idéntica a su segundidad, sobre la que la teoría se dice, lo que la relaciona. En la precipitación de la identidad de una mónada psicológica, sustancia primera consigo misma, falsifica su lógica haciendo un retorcido giro con un sustrato objetivo que psicologiza como propiedad; pero no es más que segundidad pretendida primera, inmediatamente falsa. Y se abstrae la terceridad como una identidad más que se formaliza en la dialéctica de su pasado, y no de su creación; se irracionaliza, por lo tanto, en su historicismo de identidad psicológica como verdad. La historia no es el pasado sino, filosóficamente, las condiciones que precipitan el paso del tiempo.
La causalidad se vive como ley primera, con contenido propio; y olvida, bajo la autoridad que le da ser ley, todo aquello que su superioridad abstrae como contenido. Se hace primera conforme la suposición de superioridad, y, al formalizar la posible identidad de su objeto, no ve, en consecuencia, ninguna diferencia.
Una teoría hecha la forma de ver el mundo, justamente, es el significado de ideología, cuando se va de una teoría limitada a su generalización; se abstrae todo lo que pueda discurrir, toda situación; se la reduce a expectativa de identidad con la reducción de la teoría; pretende ser, ahora, y abstrayendo su propio discurso, toda posible teoría, algo infinitamente falso. La función de (x, y), que reproduce todo un conjunto de fenómenos que comprueba el científico, es una reproducción ideal de f(x, y) para todo fenómeno que se dé. Si, en lugar de reproducir f(x, y), ponemos otra escala, otro plano que amlíe y diversifique las situaciones hechas idénticas, van a surgir muchos problemas. El científico no prueba toda opción posible, sino que las reduce. Reproduce, como hemos dicho, la ontología que conforma su ideología; f(x, y) es el provincianismo del científico que espera inducir a la totalidad que le conviene.
La causalidad no es una ley rígida, estricta; no existe esa ley más que en la psicología que la recrea, tal y como dijo Hume. Para empezar, en la moderna física no vale igual porque su rigidez se hace meramente probable; y no vale en ninguna otra situación sino como expectativa. Vale hasta que descubra que está equivocada. La creencia en la falta de error, el supuesto de decir verdad, es una reducción a no querer saber más; decirse, por sí misma, porvenir y primacía.
La duda en la ley no es en ningún sitio tan desconcertante como en moral. La moral, sin la identidad de la autoridad, cae, enteramente, avergonzada por su falta de principio, el principal argumento contra la irracionalidad de la ética infantil. Dios, como dijimos, es puesto en duda hasta el extremo de considerarlo un farsante conforme a la logica de la duda, y no conforme a la psicología que la hace, justamente, incierta. Dios no tiene, por principio, autoridad ni verdad, sino que, con arreglo a la creación de la razón será, consiguientemente, desvelado.
La duda en la ley no es en ningún sitio tan desconcertante como en moral. La moral, sin la identidad de la autoridad, cae, enteramente, avergonzada por su falta de principio, el principal argumento contra la irracionalidad de la ética infantil. Dios, como dijimos, es puesto en duda hasta el extremo de considerarlo un farsante conforme a la logica de la duda, y no conforme a la psicología que la hace, justamente, incierta. Dios no tiene, por principio, autoridad ni verdad, sino que, con arreglo a la creación de la razón será, consiguientemente, desvelado.
Sobre "pienso, luego existo".
“Una interpretación más plausible es que Descartes comenzó su indagación dudando de todo excepto de este principio”. (Mario Bunge, Diccionario de filosofía)
Basta con ir a la primera página de Los principios de la filosofía de Descartes para ampliar el sentido de Descartes, y no dejarlo en manos interpretativas: “Para examinar la verdad es preciso, una vez al menos en la vida, poner en duda todas las cosas y hacerlo en tanto sea posible”.
La verdad de lo que se dice, piensa o lo que sea, es posible en tanto se diga, piensa o lo que sea. Si el ser es la más grande indeterminación que hace cópula entre distancias, pasiones no padecidas sino tan sólo dichas, la labor de su filosofía, su cosa en sí, será ser en tanto que sea algo.
Cuando digo “hay una mesa”, y veo la mesa, no pienso que sea verdad que haya una mesa sino que, en tanto que haya una mesa, puedo pensar que hay una verdad en lo que digo de ella. Decir verdad no es lo mismo que ser verdad; decir y ser son cosas distintas.
La ontología de las cosas, es decir, que sean, es el principio que las hace tautológicas, es decir, que digan verdad como lo único que dicen. No obstante, si Heidegger “no tenía la más mínima idea de ontología”, como nuestro divertido Bunge dice, debemos creer al mayor psicologista que niega la lógica posible de cualquier ontología a base de hacer incomprensión de la psicología a la que se reduce, en último término, la ontología. Se dice poder ser sólo por ser de una manera; se simplifica el ser como el fundamento de la ontología al decirse de una única y exclusiva manera. Decir, por ponerlo así, no es en el vacío, sino que es decir sobre algo; la urgencia del decir es decirse, y no que sea verdad. La ontología no se fundamenta sino que es el desfundamento. La filosofía es como la escalera de Wittgenstein que ha de ser arrojada una vez se ha subido por ella.
Algo es en tanto que sea en algo distinto de sí mismo, algo que permite ampliar el decirse sólo de sí en un margen de reflejos ensimismados, a decirse de otro ser en el margen de su existencia; el ser, en este caso, no sería lo que uno es sino lo que es el otro, que es lo que trasciende en la relación.
La verdad de “hay una mesa” no es relativa a las mil millones de condiciones distintas en las que compruebo que hay una mesa, sino que “hay una mesa” es posible como verdad de lo que compruebo. Esa es la única verdad de Descartes que, por supuesto, siempre pone en duda. La duda, podríamos decir, es el Mefistófeles con el que anda la razón. No es, como digo, nada parecido a los fenómenos de la mente.
Bunge es un sinvergüenza porque deforma continuamente la filosofía y la pervierte en lo que no es. La filosofía no es sólo método, sistema, orden y claridad. No hay más que leer obras suyas y ver que no dicen nada; sólo ponen orden, y nada más. No hay ni una idea de valor en lo que escribe. Es como esos estudiantes que andan siempre con esquemas para estudiar, y no son capaces de tener ideas que se salgan del esquema.
La posible verdad se reduce a una condición de un discurso, la que da forma posible a lo que se dice; es el noúmeno, y se hace complejo al hacerlo histórico y moral, todo aquello que da significado a su ser fenómeno. Lo histórico y lo moral son el decir del tiempo y el sentido del otro, un decirse con un sentido que pasa del mero decirse y al decirse con contenido; es, cabalmente, su trascendencia.
La dualidad del decirse y decirse verdad es primeramente imaginaria, irreal, y sólo representativa; no es ella consigo misma, cual algo que pretende ser sólo sí mismo. Decirse es externo y no simista; decirse es externo a su verdad, y no interno; decirse es decir en alto, como en la expresión en inglés "thinking out loud", que se dice para que se oiga. Decirse, pues, no es sólo psicológico sino lógico; no se le ocurre a nadie sino en tanto es un lugar común, en tanto forma parte de una lógica. La lógica de la que depende es rigurosamente social; es lenguaje, o, dicho de otro modo más cercano a mis tesis, sexo simbólico como lenguaje. Del onanismo inicial se pasa al sexo grupal, que es el que significa, y por lo que se habla como lenguaje. El lenguaje es generativo en el sentido de que es sexo y más sexo; crea en tanto es, en tanto es sexo; y el sexo es sexo en tanto es con otro. Su creatividad, su capacidad generativa no es simista; no es un onanista creando términos. Se significa cuando se reconoce algo lo mismo fuera de uno mismo. El margen de uno al otro, de lo que es primero a lo segundo y tercero, como un torrente que corre por su sendero, es lo que hace que sea solidario, que no sea un torrente consigo mismo sino en tanto que sean los otros. El torrente no es sólo el torrente sino que es en tanto lleva agua y arrastra lo que hay a su paso.
La cosa en sí es teorética, y no idéntica para la verdad de su descripción; es distante, y no la misma. La distancia, por más evidente que nos parezca, es sólo el eco de unas huellas que recorremos al revés, como andar lo andado para saber qué se anduvo. Lo empírico, vamos a decir, es la mancha que la filosofía limpia.
El sentido interno del tiempo se abre en lo que es común de un concepto que significa en tanto se modifica por el otro. Pero Bunge hace dualismo con la ciencia como el único camino de la verdad. Con cuidado por ahí que, inevitablemente, uno se pierde queriendo ir siempre por delante sin saber a dónde se va. La ciencia pone una regla para medir, pero no contiene, por sí misma, aquello que mide; es, más bien, lo que se toma por objeto. La filosofía de la ciencia de ese señor es la ciencia como algo sagrado en su suposición de que es el bien. Todas las cosas son en tanto lo puedan ser para la ciencia; lo que no es ciencia no es sino distancia con el bien. La ciencia, la gramática del bien, es tan sólo la ideología que define todo posible bien; y lo que no hace, en una traición a su fundamento, es dudar de él; su primeridad, en consecuencia, se queda no sólo aislada sino que se precipita, conforme a su verdad, vacía de ética.
El elemento tercero, el que no es ni primero ni segundo, es el que media, el que hace posible decirse; y la verdad, claro está, tampoco es en sí misma, sólo primeridad o segundidad, sino en tanto sea terceridad. Es la lógica del diabólico juego dialéctico, que no es cosa de niños.
La crítica de ese señor es precipitada y, sobre todo, muy presuntuosa. Como él está seguro del saber de la ciencia y la filosofía de ésta no hay más subjetivismo en ella que el del decir metódico y verdadero, pero es, en definitiva, su subjetivismo, un modo de ser, más que propio, aislado sólo consigo mismo, o, dicho de otra manera, falto del otro.
La primeridad no vale por sí misma para explicar la forma con la que trasciende su reducción; se hace simista, y es especulativa; está siempre anticipada. El cerebro tendrá un efecto en forma de mente, pero lo que significa, lo que emerge, es la relación que se crea y no era, por tanto, la misma. Hay una gran propensión a la continuidad; es la lógica de toda forma ideológica. El cerebro está estructurado, que es lo que quiere decirse con lógica, pero no contiene lo que estructura. El conocimiento es posible gracias a cierta estabilidad, a cierta ontología de lo mismo, pero que, sin lo distinto, sería, poco más o menos, un sinsentido. Ello dice que es algo negativo, un eco, insuficiente por sí mismo.
Lo que más significa al decir no es tanto que sea verdad sino que lo que se dice se dice al otro, y eso es lo que al final trasciende. Esa lógica está en todo lo que se puede decir del hombre; no sólo es positiva, sino que no es psicológica; es, estrictamente, lógica.
Los fenómenos más importantes y urgentes se quedan en estado de mínimos explicativos por el ansia de reducción. Los problemas tienen raíces en un mundo con el que se relaciona lo mental; las raíces no están en la sináptica cerebral sino en toda su forma exterior. Una causa anterior a su historia que se ignora.
La trascendencia de una verdad cualquiera, como la de la más elemental matemática, llegará hasta donde el matemático más brillante quiera; le cedo que la dé por concluida, y sepa toda la verdad posible, la de todas las cosas de las que se pueda decir verdad. Ahora bien, la categoría de verdad se habrá de batir con categorías que urgen. La mesa puede ser destrozada para hacer leña, para enredarme con una señorita en un furioso ataque sexual, para reflexionar sobre la filosofía de la mesa, o para golpearla rítmicamente mientras contemplo las formas que adquiere la particular ordenación del ritmo. La mesa es en tanto sea algo con lo que significar.
“El dualismo es un punto de vista filosófico adoptado por el muy influyente filósofo y matemático del siglo XVII René Descartes, y afirma que hay dos tipos de sustancias distintas: “sustancia mental” y materia ordinaria. El que uno de estos tipos de sustancia pueda o no afectar al otro, o de qué modo pueda hacerlo, es una cuestión adicional. El punto importante es que se supone que la sustancia mental no está compuesta de materia y puede existir independientemente de ella” (R. Penrose, La nueva mente del emperador, pg. 37)
Hemos de dirigir la reflexión hacia la crítica que tratamos de establecer: una falsa primacía en la superación del dualismo. En la reducción material del cerebro hay un objeto que media, y no está en dicha reducción. Ese objeto es independiente del cerebro y existe sin él. Penrose quiere hacer material una sustancia que está desmaterializada de su original causa. Cuando él habla de indeterminación sólo hace referencia a la teoría cuántica, y nunca a la fenomenología.
Las ideas inmateriales, las que no son solamente causales con el cerebro, han sido en algún momento mentales, y, ahora, son relaciones objetivas que han ido de la mente de uno hasta la mente de otros. Los libros, por poner un caso muy común, están materializados en papel impreso, no tienen nada de cerebral, y no están sujetos a la incertidumbre del sujeto que los concibió. Son ideas objetivas por cuanto todo el mundo las puede leer en el libro independientemente del autor que las escribió. Puedo, perfectamente, citar una idea de Los principios de la filosofía de Descartes, y, de la materia cerebral de Descartes a la mía, hay más de trescientos años de distancia. No son los cerebros lo único que media, pues; no son la primacía. El que ahora comenta la lógica que subyace a lo que decía Descartes va más lejos que el mero anidamiento cerebral que se produce en su cerebro. Es más, está comprobado que su cerebro no sólo actúa sobre él, sino que su acción actúa sobre su cerebro. El cerebro, como se dijo, coexiste con otras acciones que no existen en él; son independientes y pueden indeterminarlo; son objetos externos e independientes de la actividad cerebral.
"Pero si, por el contrario, solamente me refiero a la acción de mi pensamiento, o bien a la sensación, es decir, al conocimiento que hay en mí, en virtud del cual me parece que veo o que camino, esta misma conclusión es tan absolutamente verdadera que no puedo dudar de ella, puesto que se refiere a la mente* y sólo ella posee la facultad de sentir o de pensar, cualquiera que sea la forma." (R. Descartes, Los principios de la filosofía, pgs. 26-27)
He hecho una modificación en la cita de Descartes. En la obra dice “alma”, y no “mente”, pero en el original en latín dice “mente” en el sentido de “aquello a lo que se refiere” (refertur ad mentem). No es casual que la lógica genética a la que refiero este tema esté no sólo en Husserl y su lógica fenomenológica, sino en un sentido que no era exclusiva de Descartes sino de una tradición sustancialista que hacía diverso un nominativo. Lo que se dice va más lejos que lo meramente dicho. Se modifica de manera continua y en muy diversos grados.
El cerebro, como decimos, no es una primeridad consigo misma sino que significa en tanto sea con otras. El libro de Descartes significó en tanto significó a otros que lo leyeron y estudiaron. Se significa mayormente por significar a otros, y no se significa por estar comprobado o ser verdad. Son cosas distintas, y no cuentan necesariamente con la primacía; la primacía del significado está en que signifique, y es lo que, justamente, trasciende.
Descartes no ha sido nunca uno de mis filósofos preferidos, pero, en absoluta línea con mi tema, lean dónde se hacen los filósofos solidarios: “La lectura de todos todos los buenos libros es como una conversación estudiada con los más mayores ingenios de los pasados siglos con que los han compuesto, y hasta una conversación estudiada en la que no nos descubren sino lo más selecto de sus pensamientos” (R. Descartes, Discurso del método, pg. 44). Esta cita contiene todo lo que opino respecto a la responsabilidad con el conocimiento. De ideas propias, por tanto, nada. La ingenuidad que dice verdad, ciencia y toda esa presuntuosidad palabresca, es, como dije, psicologismo que cree haber superado el complejo de su ignorancia. No hay ningún conocimiento, ninguna forma de conocimiento lógico, sin filosofía detrás.
Podríamos decirlo de una manera muy sencilla. La primacía no está en lo que le pasa a uno y a su cerebro. El reduccionismo dice que son lo mismo, que no hay mente sin cerebro. Ahora bien, el cerebro no se relaciona solo, consigo mismo. La relación que significa en los cerebros no es algo interno a los mismos, sino externo a ellos. La objetividad de lo externo no sólo la puede comprobar cualquiera, por el contrario a todo lo que se cuece en la actividad cerebral, sino que es lo que puede significar conforme a su exterioridad. El a priori que precipita la actividad cerebral no es lo mental como un simismo, ni lo cerebral como un tipo de materialización cerebral que no deja de ser un mentalismo. El cerebro no anda a solas por el mundo.
La reconstrucción que hace la neurociencia de los males del mundo como si anidasen en el cerebro viene a decir que el mal está en el cerebro, y eso es sólo ideología. Es claro que no es lo mismo padecer esquizofrenia, un padecimiento particular del cerebro del que lo sufre, a la sociología de su enfermedad. Los familiares del esquizofrénico, sus amigos y su médico no están en su cerebro; son independientes de él. Su madre se preocupa por cosas que comenta a su marido y sus amigas, el estrés que sufren sus amigos por sus recaídas se refiere a un comportamiento que no cuadra con sus experiencias e intuiciones, y la medicación que toma recetada por su médico la compra en farmacias abiertas al público, etc., etc.. Nada de eso está en el cerebro.
La importancia del sentido común no hace referencia a algo que tenemos todos, como lo común de tener cerebros, sino a algo que nos hace comunes a su alrededor, como ser partícipes de un mismo objeto que va a definir su posible concepto. El sentido común es filosóficamente ingenuo, una epistemología subjetivista; el sentido común del concepto solidario es lo que trasciende su solidaridad, un orden lógico; y no forma parte de la psicología sino de una lógica llamada fenomenológica.
Como ya dije hace un tiempo, la intencionalidad es un concepto filosófico de la fenomenología que significa "estar referido a" o "estar dirigido a". Aunque mi fenomenología debe a Kant, Schopenhauer y Peirce, y no a Husserl ni a Hegel, todos tenemos una deuda con la ciencia primera que desveló Descartes. Si se pretende ahora superarlo a costa de malinterpretarlo, conviene que se aseguren de haber aprendido bien lo que ese señor tan gentil y profundamente nos quiso enseñar. Descartes pasará a los siglos por mucho que lo hagan vulgar y falso; con otros tantos no pasará lo mismo.
El dualismo tiene una deuda medieval que no conviene obviar, pero, más allá del complejo detalle que eso supone, es un asunto de la filosofía moderna desde Descartes. En resumen, hace una dualidad entre lo material y lo inmaterial. Lo material era una sustancia extensa, y la interior pensante.
La génesis lógica de la mente nunca fue psicológica sino a partir de aquellos enemigos de la filosofía que la psicologizaron con su crítica psicologista. Con esto se quiere decir que era la cosa pensada en tanto que pensada, y no el pensamiento de quien lo pensaba; es un objeto nouménico y puro que está al margen de su posible experiencia; es un sentido estrictamente lógico. Lo matemático es lógico por ello, y no hay matemática sin lógica. Las indeterminaciones que se hacen de la posibilidad lógica no son lógica sino, como digo, sólo psicología institucional e ideológica. Ciertamente, la lógica es, a su vez, ideológica, pero es la única que dice, sin contradicción, verdad. Esta complejidad dualista de la lógica, que crea su contradiccón, es la esencia de la dialéctica, una lógica que da cuenta de su ampliación, y que, por tanto, sólo puede ser histórica, y ya no lógica. La gran verdad de la dialéctica es que no está atrapada en sí misma. Hegel, tan importante en este tema, tuvo la estimable capacidad de mostrarnos la debilidad de la dialéctica en la que todo su pensamiento se basó. La crítica es filosofía porque rompe la identidad; la deshace, al menos, en dos; no es, pues, sí misma sino otra. No obstante, e ignorando la relevancia que tiene para tantos asuntos, hay idiotas como Bunge que hacen inútil la dialéctica al pretenderla ciencia. Esas majaderías son terribles para la verdadera educación filosófica porque pervierten todo su sentido. La dialéctica no es ciencia, es lógica, justamente, aquella que hace posible la ciencia.
La actual neurociencia da ejemplo de ello en su soberbia pretensión de primacía epistemológica y ontológica. Mis posiciones son, sin ninguna duda, una crítica de su fundamento que lo descubre en una faceta primeramente, en su causa primera, inmoral. Digamos que la pretensión de andar con el bien de cualquier tipo de verdad es, por principio, psicologismo; y toda la defensa que se haga en contra de esta atrevida afirmación no es, como supuesto, sino charlatanería formal, es decir, mero cuento.
Volviendo al tema, en la época de Descartes la filosofía aún estaba atrapada por la ideología vigente. La filosofía moderna empezó, pues, con el paradigma de cuestionar a Dios. Dios, entre los filósofos, no es un padre ni un señor muy grande y muy bueno sino la complejidad de ello en absoluto. Esa es la única forma lógica y correcta de comprender a Descartes, Spinoza y su degenerado orden, y, en conjunto, toda la filosofía desde entonces. El psicologismo, en filosofía, se llama filosofía de la mente, y lo que hace, al contrario de lo que se supone, es privarla de su psicologismo.
Lo que un idiota como Bunge diga de gente como Husserl, en su necia y afilosófica obsesión objetivista, prueba que su presuntuosidad es todo menos filosofía; es poco más que presuntuosidad cientificista como la finalidad absoluta de todas las cosas. Se pretende una mónada encerada en sí misma con la evidencia de que está en el encerramiento verdadero; y está, sin duda, encerrada en sí misma, en el más impúdico gesto de onanismo en tanto que sexo sólo con uno mismo. Un poco de verdadera educación filosófica, en lugar de lecturas apresuradas y estudios ensuciados por otras manos, hace el tema infinitamente más complejo.
Husserl, al respecto de la mente, hizo en Investigaciones Lógicas un análisis de la misma no sólo rigurosamente lógico sino que habría paso al desarrollo científico de la fenomenología. Pero cuando un filósofo como Husserl habla de ciencia lo hace en sentido estricto, de ciencia primera, no de ciencia experimental, ciencia degenerada. Todo eso es, desde la fenomenología, no sólo un problema muy complejo sino que es un problema ético. O sea, que los enemigos de la filosofía lo primero de todo no saben qué es la filosofía.
Pero dejemos por un breve instante al idiota de Bunge y sus patéticos imitadores. El problema de Dios se hizo un problema del cocimiento desde la filosofía moderna, y del conocimiento verdadero. Dios se hacía ya no sólo Dios sino Dios en tanto verdad; se abstraía. De esa manera la dualidad dejaba las cosas, más o menos, igual; cambiaban los tiempos, pero las preguntas eran, más o menos, las mismas.
Una de las cosas que propició el pensamiento de Descartes fue la ilusión de ser uno mismo. “Pienso, luego existo” era una de esas absurdidades tan profundamente filosóficas que parecen ser verdad, pero la profundidad de los filósofos es característica de que ven más, por eso son oscuros, porque el resto no ve tanto. Su posible subjetivismo es, para empezar, falso. No hay tal identidad del sujeto porque lo es en tanto lo sean otras cosas, y principalmente, la que las hace a todas posibles, esta es, la tercera, la sustancia absoluta que contiene todas las cosas, la infinita, Dios.
El pensamiento en Descartes era en tanto era posible como verdadero. Descartes no pensó en que se pensase sino en que era una sustancia pensada, era inmaterial en ese estricto sentido. De psicologismos, repetimos, nada de nada.
Y lo que decimos ahora de ese dualismo no es que sea psicologismo, que digo que es algo idiota, sino que era teológico; era en tanto la verdad era la cosa de Dios. La acción de la verdad era inmaterial como medio para dar el justo sentido a las cosas. Lo bueno, que sólo puede ser la acción de Dios, era el fin de las cosas, hacerse próximas a Dios. Esa forma epistémica era una forma, en esencia, moral; la moral es lo mismo que lo epistémico porque son sustancias distintas de una misma gran sustancia, la absoluta. Y Dios es superior, trasciende, porque es el sentido originario, el que cuenta con la primacía.
Toda esa ideología no es más que hacerse una moral epistémica a costa de su inmoralidad. El grado que hace diverso lo moral, en el que se pasa de lo moral a lo inmoral, era la incomprensión de su discontinuidad. Dios, en cuanto a la crítica, es un farsante. El grado propuesto en la suposición de su dependencia con su parte superior es siempre deudor de un sentido superior que le da contenido. Es en tanto lo sea la otra parte; es por tanto, negativo; siempre anda como un perro tras su amo.
Dios tiene autoridad como fuerza moral, como una primera falta, una falta de sentido, uno muy pervertido llamado nihilismo. Se dice del mundo porque se dice verdad, ese es el sentido de Dios; y es lo que niego yo.
“¿Qué es el conocimiento? Ante todo y esencialmente es representación. ¿Qué es representación? Un proceso fisiológico muy completo en el cerebro del animal, cuyo resultado es la consciencia de una imagen en el cerebro. Obviamente la relación de tal imagen con algo completamente distinto del animal en cuyo cerebro se produce sólo puede ser muy mediato. Quizá sea éste el método más sencillo y asequible de descubrir el profundo abismo entre lo ideal y lo real. Ésta es una de las cosas que no advertimos inmediatamente, como el movimiento de la tierra; por eso los antiguos tampoco observaron éste. Pero desde que Descartes lo constató no ha dejado de preocupar a los filósofos. (…)
(…) nosotros no somos mero sujeto cognoscente, sino que por otra parte también pertenecemos al ser que conoce (…) Todo lo objetivo es representación, o sea, manifestación, mero fenómeno cerebral.” (A. Schopenhauer, El mundo como representación y voluntad, Vol. II, cap. 18., De cómo cabe conocer la cosa en sí, pgs. 187-191)
Uno de los aspectos que más dudas me despierta la obsesión por el cerebro es que se tome, como insisto, por la comentada primeridad. La dualidad es una primeridad que se superpone a otra primeridad o segundidad; si hay modificación de la primeridad hay discurso, y no sería, por tanto, ya primeridad. La plasticidad es, justamente, lo que permite, que dos órdenes coexistan; es un tema no sólo especulativo sino lógico. La primeridad, a partir de ahora, ya no es ella misma, sino que es en tanto sea un discurso que no trate de sí mismo sino de otro. Es, como se vio, el significado de segundidad, esto es, lo que algo es en tanto sea otra cosa. La lógica de la mente no es su psicologismo, lo que la mente cree, sino qué contiene la mente. Puedo ver el cielo y creer en el cielo, pero lo que condiciona la mente es el cielo independientemente de que lo vea y crea en él. Yo soy yo, una ciencia en sí misma que conoce, pero lo que se conoce es el cielo; yo, sobro como actividad propia, soy en tanto algo con el cielo; yo, no soy, no es, pues, simismo.
El cerebro no es por sí mismo porque haría innecesaria toda otra explicación, la que decimos que significa y urge. Si el cerebro es todo lo que hay, entonces, es una acción con arreglo a sí misma, una causa suya en sí misma. La mente, como efecto de ese simismo, sería un mero momento del cerebro, pero, en definitiva, no sería sino una modificación del cerebro con arreglo a sí mismo. Es el significado de reduccionismo, que se deja fuera lo que habría que explicar. Reduce la actividad epistemológica a lo que tiene en su teoría.
Una característica de la filosofía de la ciencia es que hace filosofía de lo que llama teoría, y no toma la teoría como un simismo. Que sea una teoría comprobada no dice que sea verdad; antes bien, es la razón por la que haremos otra teoría que la amplíe, y, en la medida de lo posible, la desdiga. Las teorías no surgen por casualidad, sin una historia que determinase su razón; no son en sí mismas porque sean verdad. La cosa en sí no es una cosa en sí, encerrada en sí misma, ni la teoría, por lo mismo, es una teoría en sí, verdaderamente causal y determinada por esa iracionalidad; ambas, son en tanto que sean algo, algo que no es en sí y reflexivo sólo con ello mismo. La ciencia sin filosofía, volvemos a ello, se va por donde vino; es, como se ve, casual, costurerera, y no diseñadora. Lo que hace el filósofo de la ciencia, muy al contrario, es inventarse teorías que tengan un posible sentido, una unidad con la lógica que pueda ampliar el problema. Es decir, la ciencia no consiste en hacer siempre lo mismo, sino en crear situaciones teoréticas que supongan una posible discontinuidad. Por ello es importante su fundamento, porque sin él toda teoría es irracional. No es, por tanto, racional porque dependa de la ley, sino porque se crea la razón que se descubre en esa ley. Es el filósofo quien la descubre poniendo razón en preguntas que, aún, no tienen respuesta. Como ya dije, el científico es un ingenuo con sus especulativas hipótesis; el cientificista es un necio porque las precipita como verdad al ignorar su filosofía.
Las teorías de la ciencia son ideológicas dentro de su especialidad y, más peligrosamente, fuera de ella. El esquema del científico, en el que sus leyes se cumplen, es una ordenación de todo lo que ocurre bajo esa ley. El científico se refiere a lo que se cumple, y, por una curiosa inclinación animal, y no racional, no piensa lo contrario. El mundo positivo, el que dice algo, es con arreglo a la ley que lo conforma. La ley es una condición, debiéramos decir, que conforma su posibilidad, que sea lo que es porque está normalizado, y hay, en ese sentido, un margen de certidumbre que, realmente, en su posible racionalidad, no es otra cosa que un estado psicológico que pone la esperanza en que lo que hoy es mañana seguirá siendo tal y como hoy ha sido; se mantendrá continuo, igual. El científico es, hasta ahora, un mero celador.
Pero surge un problema fuera de esa ideología de la ciencia, y consiste en que si la forma de la experiencia del científico tiene que ajustarse a la normalización de sus teorías para que su discurso mantenga coherencia dentro del margen en el que discurre, y a su universo de que todo ha de ser según es en la ciencia, asimismo, hay otro mundo que vive sin pensar que todo es el universo de ciencia, y sin el peso de una coherencia extraña a lo que verdaderamente lo normaliza. La coherencia de uno no es la coherencia del otro, y la normalización de uno no tiene qué ver con la del otro. La pretensión de que deben ser lo mismo, la utopía cientificista, es radicalmente inmoral al exigir una primacía de la moral de su oficio como lo que trasciende en la moral del resto; la verdad de uno no es la verdad del resto; es algo cierto en su concepción perfecta, y falso en toda manifestación distante.
El científico podrá poner condiciones a un enfoque causal de determinada función que no se pueda entender sino muy artificialmente; su evidencia está condicionada a una particularidad social basada en la forma que condiciona su creencia, es decir, que pretende que todo el mundo crea lo que cree él mismo. La ideología de la ciencia consiste, básicamente, en que su teoría de la verdad es fiable y puede ser inducida a la experiencia como una forma de la verdad.
El supuesto de que todo va a ser como hasta ahora ha sido, según la validez de la teoría, está limitado a la reproducción de unas mismas condiciones, las que hacen cierta esa teoría; pero la causalidad que impregna toda teoría científica está limitada a esa ideología que dice que el contenido de su teoría es el mismo que sobre el que la teoría se dice. Hace el contenido de su teoría, su primeridad, su ley, idéntica a su segundidad, sobre la que la teoría se dice, lo que la relaciona. En la precipitación de la identidad de una mónada psicológica, sustancia primera consigo misma, falsifica su lógica haciendo un retorcido giro con un sustrato objetivo que psicologiza como propiedad; pero no es más que segundidad pretendida primera, inmediatamente falsa. Y se abstrae la terceridad como una identidad más que se formaliza en la dialéctica de su pasado, y no de su creación; se irracionaliza, por lo tanto, en su historicismo de identidad psicológica como verdad. La historia no es el pasado sino, filosóficamente, las condiciones que precipitan el paso del tiempo.
La causalidad se vive como ley primera, con contenido propio; y olvida, bajo la autoridad que le da ser ley, todo aquello que su superioridad abstrae como contenido. Se hace primera conforme la suposición de superioridad, y, al formalizar la posible identidad de su objeto, no ve, en consecuencia, ninguna diferencia.
Una teoría hecha la forma de ver el mundo, justamente, es el significado de ideología, cuando se va de una teoría limitada a su generalización; se abstrae todo lo que pueda discurrir, toda situación; se la reduce a expectativa de identidad con la reducción de la teoría; pretende ser, ahora, y abstrayendo su propio discurso, toda posible teoría, algo infinitamente falso. La función de (x, y), que reproduce todo un conjunto de fenómenos que comprueba el científico, es una reproducción ideal de f(x, y) para todo fenómeno que se dé. Si, en lugar de reproducir f(x, y), ponemos otra escala, otro plano que amlíe y diversifique las situaciones hechas idénticas, van a surgir muchos problemas. El científico no prueba toda opción posible, sino que las reduce. Reproduce, como hemos dicho, la ontología que conforma su ideología; f(x, y) es el provincianismo del científico que espera inducir a la totalidad que le conviene.
La causalidad no es una ley rígida, estricta; no existe esa ley más que en la psicología que la recrea, tal y como dijo Hume. Para empezar, en la moderna física no vale igual porque su rigidez se hace meramente probable; y no vale en ninguna otra situación sino como expectativa. Vale hasta que descubra que está equivocada. La creencia en la falta de error, el supuesto de decir verdad, es una reducción a no querer saber más; decirse, por sí misma, porvenir y primacía.
La duda en la ley no es en ningún sitio tan desconcertante como en moral. La moral, sin la identidad de la autoridad, cae, enteramente, avergonzada por su falta de principio, el principal argumento contra la irracionalidad de la ética infantil. Dios, como dijimos, es puesto en duda hasta el extremo de considerarlo un farsante conforme a la logica de la duda, y no conforme a la psicología que la hace, justamente, incierta. Dios no tiene, por principio, autoridad ni verdad, sino que, con arreglo a la creación de la razón será, consiguientemente, desvelado.
La duda en la ley no es en ningún sitio tan desconcertante como en moral. La moral, sin la identidad de la autoridad, cae, enteramente, avergonzada por su falta de principio, el principal argumento contra la irracionalidad de la ética infantil. Dios, como dijimos, es puesto en duda hasta el extremo de considerarlo un farsante conforme a la logica de la duda, y no conforme a la psicología que la hace, justamente, incierta. Dios no tiene, por principio, autoridad ni verdad, sino que, con arreglo a la creación de la razón será, consiguientemente, desvelado.
Sobre "pienso, luego existo".
“Una interpretación más plausible es que Descartes comenzó su indagación dudando de todo excepto de este principio”. (Mario Bunge, Diccionario de filosofía)
Basta con ir a la primera página de Los principios de la filosofía de Descartes para ampliar el sentido de Descartes, y no dejarlo en manos interpretativas: “Para examinar la verdad es preciso, una vez al menos en la vida, poner en duda todas las cosas y hacerlo en tanto sea posible”.
La verdad de lo que se dice, piensa o lo que sea, es posible en tanto se diga, piensa o lo que sea. Si el ser es la más grande indeterminación que hace cópula entre distancias, pasiones no padecidas sino tan sólo dichas, la labor de su filosofía, su cosa en sí, será ser en tanto que sea algo.
Cuando digo “hay una mesa”, y veo la mesa, no pienso que sea verdad que haya una mesa sino que, en tanto que haya una mesa, puedo pensar que hay una verdad en lo que digo de ella. Decir verdad no es lo mismo que ser verdad; decir y ser son cosas distintas.
La ontología de las cosas, es decir, que sean, es el principio que las hace tautológicas, es decir, que digan verdad como lo único que dicen. No obstante, si Heidegger “no tenía la más mínima idea de ontología”, como nuestro divertido Bunge dice, debemos creer al mayor psicologista que niega la lógica posible de cualquier ontología a base de hacer incomprensión de la psicología a la que se reduce, en último término, la ontología. Se dice poder ser sólo por ser de una manera; se simplifica el ser como el fundamento de la ontología al decirse de una única y exclusiva manera. Decir, por ponerlo así, no es en el vacío, sino que es decir sobre algo; la urgencia del decir es decirse, y no que sea verdad. La ontología no se fundamenta sino que es el desfundamento. La filosofía es como la escalera de Wittgenstein que ha de ser arrojada una vez se ha subido por ella.
Algo es en tanto que sea en algo distinto de sí mismo, algo que permite ampliar el decirse sólo de sí en un margen de reflejos ensimismados, a decirse de otro ser en el margen de su existencia; el ser, en este caso, no sería lo que uno es sino lo que es el otro, que es lo que trasciende en la relación.
La verdad de “hay una mesa” no es relativa a las mil millones de condiciones distintas en las que compruebo que hay una mesa, sino que “hay una mesa” es posible como verdad de lo que compruebo. Esa es la única verdad de Descartes que, por supuesto, siempre pone en duda. La duda, podríamos decir, es el Mefistófeles con el que anda la razón. No es, como digo, nada parecido a los fenómenos de la mente.
Bunge es un sinvergüenza porque deforma continuamente la filosofía y la pervierte en lo que no es. La filosofía no es sólo método, sistema, orden y claridad. No hay más que leer obras suyas y ver que no dicen nada; sólo ponen orden, y nada más. No hay ni una idea de valor en lo que escribe. Es como esos estudiantes que andan siempre con esquemas para estudiar, y no son capaces de tener ideas que se salgan del esquema.
La posible verdad se reduce a una condición de un discurso, la que da forma posible a lo que se dice; es el noúmeno, y se hace complejo al hacerlo histórico y moral, todo aquello que da significado a su ser fenómeno. Lo histórico y lo moral son el decir del tiempo y el sentido del otro, un decirse con un sentido que pasa del mero decirse y al decirse con contenido; es, cabalmente, su trascendencia.
La dualidad del decirse y decirse verdad es primeramente imaginaria, irreal, y sólo representativa; no es ella consigo misma, cual algo que pretende ser sólo sí mismo. Decirse es externo y no simista; decirse es externo a su verdad, y no interno; decirse es decir en alto, como en la expresión en inglés "thinking out loud", que se dice para que se oiga. Decirse, pues, no es sólo psicológico sino lógico; no se le ocurre a nadie sino en tanto es un lugar común, en tanto forma parte de una lógica. La lógica de la que depende es rigurosamente social; es lenguaje, o, dicho de otro modo más cercano a mis tesis, sexo simbólico como lenguaje. Del onanismo inicial se pasa al sexo grupal, que es el que significa, y por lo que se habla como lenguaje. El lenguaje es generativo en el sentido de que es sexo y más sexo; crea en tanto es, en tanto es sexo; y el sexo es sexo en tanto es con otro. Su creatividad, su capacidad generativa no es simista; no es un onanista creando términos. Se significa cuando se reconoce algo lo mismo fuera de uno mismo. El margen de uno al otro, de lo que es primero a lo segundo y tercero, como un torrente que corre por su sendero, es lo que hace que sea solidario, que no sea un torrente consigo mismo sino en tanto que sean los otros. El torrente no es sólo el torrente sino que es en tanto lleva agua y arrastra lo que hay a su paso.
La cosa en sí es teorética, y no idéntica para la verdad de su descripción; es distante, y no la misma. La distancia, por más evidente que nos parezca, es sólo el eco de unas huellas que recorremos al revés, como andar lo andado para saber qué se anduvo. Lo empírico, vamos a decir, es la mancha que la filosofía limpia.
El sentido interno del tiempo se abre en lo que es común de un concepto que significa en tanto se modifica por el otro. Pero Bunge hace dualismo con la ciencia como el único camino de la verdad. Con cuidado por ahí que, inevitablemente, uno se pierde queriendo ir siempre por delante sin saber a dónde se va. La ciencia pone una regla para medir, pero no contiene, por sí misma, aquello que mide; es, más bien, lo que se toma por objeto. La filosofía de la ciencia de ese señor es la ciencia como algo sagrado en su suposición de que es el bien. Todas las cosas son en tanto lo puedan ser para la ciencia; lo que no es ciencia no es sino distancia con el bien. La ciencia, la gramática del bien, es tan sólo la ideología que define todo posible bien; y lo que no hace, en una traición a su fundamento, es dudar de él; su primeridad, en consecuencia, se queda no sólo aislada sino que se precipita, conforme a su verdad, vacía de ética.
El elemento tercero, el que no es ni primero ni segundo, es el que media, el que hace posible decirse; y la verdad, claro está, tampoco es en sí misma, sólo primeridad o segundidad, sino en tanto sea terceridad. Es la lógica del diabólico juego dialéctico, que no es cosa de niños.
La crítica de ese señor es precipitada y, sobre todo, muy presuntuosa. Como él está seguro del saber de la ciencia y la filosofía de ésta no hay más subjetivismo en ella que el del decir metódico y verdadero, pero es, en definitiva, su subjetivismo, un modo de ser, más que propio, aislado sólo consigo mismo, o, dicho de otra manera, falto del otro.
La primeridad no vale por sí misma para explicar la forma con la que trasciende su reducción; se hace simista, y es especulativa; está siempre anticipada. El cerebro tendrá un efecto en forma de mente, pero lo que significa, lo que emerge, es la relación que se crea y no era, por tanto, la misma. Hay una gran propensión a la continuidad; es la lógica de toda forma ideológica. El cerebro está estructurado, que es lo que quiere decirse con lógica, pero no contiene lo que estructura. El conocimiento es posible gracias a cierta estabilidad, a cierta ontología de lo mismo, pero que, sin lo distinto, sería, poco más o menos, un sinsentido. Ello dice que es algo negativo, un eco, insuficiente por sí mismo.
Lo que más significa al decir no es tanto que sea verdad sino que lo que se dice se dice al otro, y eso es lo que al final trasciende. Esa lógica está en todo lo que se puede decir del hombre; no sólo es positiva, sino que no es psicológica; es, estrictamente, lógica.
Los fenómenos más importantes y urgentes se quedan en estado de mínimos explicativos por el ansia de reducción. Los problemas tienen raíces en un mundo con el que se relaciona lo mental; las raíces no están en la sináptica cerebral sino en toda su forma exterior. Una causa anterior a su historia que se ignora.
La trascendencia de una verdad cualquiera, como la de la más elemental matemática, llegará hasta donde el matemático más brillante quiera; le cedo que la dé por concluida, y sepa toda la verdad posible, la de todas las cosas de las que se pueda decir verdad. Ahora bien, la categoría de verdad se habrá de batir con categorías que urgen. La mesa puede ser destrozada para hacer leña, para enredarme con una señorita en un furioso ataque sexual, para reflexionar sobre la filosofía de la mesa, o para golpearla rítmicamente mientras contemplo las formas que adquiere la particular ordenación del ritmo. La mesa es en tanto sea algo con lo que significar.
“El dualismo es un punto de vista filosófico adoptado por el muy influyente filósofo y matemático del siglo XVII René Descartes, y afirma que hay dos tipos de sustancias distintas: “sustancia mental” y materia ordinaria. El que uno de estos tipos de sustancia pueda o no afectar al otro, o de qué modo pueda hacerlo, es una cuestión adicional. El punto importante es que se supone que la sustancia mental no está compuesta de materia y puede existir independientemente de ella” (R. Penrose, La nueva mente del emperador, pg. 37)
Hemos de dirigir la reflexión hacia la crítica que tratamos de establecer: una falsa primacía en la superación del dualismo. En la reducción material del cerebro hay un objeto que media, y no está en dicha reducción. Ese objeto es independiente del cerebro y existe sin él. Penrose quiere hacer material una sustancia que está desmaterializada de su original causa. Cuando él habla de indeterminación sólo hace referencia a la teoría cuántica, y nunca a la fenomenología.
Las ideas inmateriales, las que no son solamente causales con el cerebro, han sido en algún momento mentales, y, ahora, son relaciones objetivas que han ido de la mente de uno hasta la mente de otros. Los libros, por poner un caso muy común, están materializados en papel impreso, no tienen nada de cerebral, y no están sujetos a la incertidumbre del sujeto que los concibió. Son ideas objetivas por cuanto todo el mundo las puede leer en el libro independientemente del autor que las escribió. Puedo, perfectamente, citar una idea de Los principios de la filosofía de Descartes, y, de la materia cerebral de Descartes a la mía, hay más de trescientos años de distancia. No son los cerebros lo único que media, pues; no son la primacía. El que ahora comenta la lógica que subyace a lo que decía Descartes va más lejos que el mero anidamiento cerebral que se produce en su cerebro. Es más, está comprobado que su cerebro no sólo actúa sobre él, sino que su acción actúa sobre su cerebro. El cerebro, como se dijo, coexiste con otras acciones que no existen en él; son independientes y pueden indeterminarlo; son objetos externos e independientes de la actividad cerebral.
"Pero si, por el contrario, solamente me refiero a la acción de mi pensamiento, o bien a la sensación, es decir, al conocimiento que hay en mí, en virtud del cual me parece que veo o que camino, esta misma conclusión es tan absolutamente verdadera que no puedo dudar de ella, puesto que se refiere a la mente* y sólo ella posee la facultad de sentir o de pensar, cualquiera que sea la forma." (R. Descartes, Los principios de la filosofía, pgs. 26-27)
He hecho una modificación en la cita de Descartes. En la obra dice “alma”, y no “mente”, pero en el original en latín dice “mente” en el sentido de “aquello a lo que se refiere” (refertur ad mentem). No es casual que la lógica genética a la que refiero este tema esté no sólo en Husserl y su lógica fenomenológica, sino en un sentido que no era exclusiva de Descartes sino de una tradición sustancialista que hacía diverso un nominativo. Lo que se dice va más lejos que lo meramente dicho. Se modifica de manera continua y en muy diversos grados.
El cerebro, como decimos, no es una primeridad consigo misma sino que significa en tanto sea con otras. El libro de Descartes significó en tanto significó a otros que lo leyeron y estudiaron. Se significa mayormente por significar a otros, y no se significa por estar comprobado o ser verdad. Son cosas distintas, y no cuentan necesariamente con la primacía; la primacía del significado está en que signifique, y es lo que, justamente, trasciende.
Descartes no ha sido nunca uno de mis filósofos preferidos, pero, en absoluta línea con mi tema, lean dónde se hacen los filósofos solidarios: “La lectura de todos todos los buenos libros es como una conversación estudiada con los más mayores ingenios de los pasados siglos con que los han compuesto, y hasta una conversación estudiada en la que no nos descubren sino lo más selecto de sus pensamientos” (R. Descartes, Discurso del método, pg. 44). Esta cita contiene todo lo que opino respecto a la responsabilidad con el conocimiento. De ideas propias, por tanto, nada. La ingenuidad que dice verdad, ciencia y toda esa presuntuosidad palabresca, es, como dije, psicologismo que cree haber superado el complejo de su ignorancia. No hay ningún conocimiento, ninguna forma de conocimiento lógico, sin filosofía detrás.
Podríamos decirlo de una manera muy sencilla. La primacía no está en lo que le pasa a uno y a su cerebro. El reduccionismo dice que son lo mismo, que no hay mente sin cerebro. Ahora bien, el cerebro no se relaciona solo, consigo mismo. La relación que significa en los cerebros no es algo interno a los mismos, sino externo a ellos. La objetividad de lo externo no sólo la puede comprobar cualquiera, por el contrario a todo lo que se cuece en la actividad cerebral, sino que es lo que puede significar conforme a su exterioridad. El a priori que precipita la actividad cerebral no es lo mental como un simismo, ni lo cerebral como un tipo de materialización cerebral que no deja de ser un mentalismo. El cerebro no anda a solas por el mundo.
La reconstrucción que hace la neurociencia de los males del mundo como si anidasen en el cerebro viene a decir que el mal está en el cerebro, y eso es sólo ideología. Es claro que no es lo mismo padecer esquizofrenia, un padecimiento particular del cerebro del que lo sufre, a la sociología de su enfermedad. Los familiares del esquizofrénico, sus amigos y su médico no están en su cerebro; son independientes de él. Su madre se preocupa por cosas que comenta a su marido y sus amigas, el estrés que sufren sus amigos por sus recaídas se refiere a un comportamiento que no cuadra con sus experiencias e intuiciones, y la medicación que toma recetada por su médico la compra en farmacias abiertas al público, etc., etc.. Nada de eso está en el cerebro.
La importancia del sentido común no hace referencia a algo que tenemos todos, como lo común de tener cerebros, sino a algo que nos hace comunes a su alrededor, como ser partícipes de un mismo objeto que va a definir su posible concepto. El sentido común es filosóficamente ingenuo, una epistemología subjetivista; el sentido común del concepto solidario es lo que trasciende su solidaridad, un orden lógico; y no forma parte de la psicología sino de una lógica llamada fenomenológica.
Como ya dije hace un tiempo, la intencionalidad es un concepto filosófico de la fenomenología que significa "estar referido a" o "estar dirigido a". Aunque mi fenomenología debe a Kant, Schopenhauer y Peirce, y no a Husserl ni a Hegel, todos tenemos una deuda con la ciencia primera que desveló Descartes. Si se pretende ahora superarlo a costa de malinterpretarlo, conviene que se aseguren de haber aprendido bien lo que ese señor tan gentil y profundamente nos quiso enseñar. Descartes pasará a los siglos por mucho que lo hagan vulgar y falso; con otros tantos no pasará lo mismo.
lunes, 14 de septiembre de 2009
El retraso de la neurociencia respecto al dualismo
El otro día hice referencia a la visión del cerebro de una buena parte de la neurociencia moderna. Ésta hace lo que he denominado materialización cerebral de la mente. En resumen, reduce la mente a lo que pasa en el cerebro. Es cierto que esa reducción avanza cada día más, y buena parte de lo que ayer era tomado por mente hoy no es otra cosa que actividad cerebral; es lo que he llamado paradigma del cerebro, la reducción de las condiciones cerebrales que producen la mente.
Uso mente en un sentido muy definido que guarda estrecha relación con el pensamiento de dos de los filósofos que más admiro: Charles S. Peirce y Karl R. Popper. Uno de ellos, Peirce, escribió hace poco más de un siglo; el otro, Popper escribió durante todo el siglo XX..
En la filosofía de Peirce la actividad pasa por diferentes fases en las que se producen modificaciones. Peirce era kantiano, y el campo fenoménico estaba distinguido del nouménico. En uno pasan las impresiones de los fenómenos; y, en el otro, el sustento de su posible concepción, es decir, se hacen conceptos objetivos en el más responsable sentido de la genética del conocimiento. Esto último quiere decir que no hay objetividades tales como las reales que estén en sí mismas como una manera de ser, ciertamente, vacías. Las sinápsis, por poner un caso, no existían como objetos reales hasta que Sherrington las nombró.
Toda teoría tiene un vacío, y un tiempo de especulación antes de hacerse real; no nace de la nada sino que avanza ajustando el vacío al contenido que determina su objeto. Real significa criticable en su concepción solidaria, ora sociología de la ciencia, ora del conocimiento; lo importante es que sea consensuada, hecha objeto común, y no dogmática y presuntuosa.
La sociología de la ciencia es el conocimiento científico como el objeto solidario: las discusiones epistemológicas en torno a un tema de ciencia, el uso de una misma metodología en distintas disciplinas, el aprendizaje escolar de técnicas de laboratorio, el debate sobre el diseño de un experimento, los contrastes de un mismo experimento bajo distintas condiciones, etc., etc.; o la socialización de logros científicos tales como vacunas, antidepresivos y asiolíticos, aparatos tecnológicos para el hogar, uso personal y el mundo de la empresa, bombas de destrucción masiva de población, contaminación sistemática del medio ambiente, etc., etc.; y no la teoría de un solo individuo sobre algo hecho pasar por ciencia fuera de esa comunidad. Por otro lado, la sociología del conocimiento es el conocimiento como el objeto solidario: las formas del interés común, los procesos de aprendizaje en escuelas, las percepciones grupales de las formas de socialización de los niños de diferentes entornos y culturas, el impacto de las modas, etc., etc.; y no la teoría de un matemático sobre el universo que no interesa a nadie.
Hay un falso argumento sobre la naturaleza subjetiva del conocimiento que no es otra cosa que una manipulación psicológica de formas lógicas presentadas como "objetivas", es decir, se psicologiza la epistemología como crítica de la epistemología en tanto se la tiene por subjetiva; es, como digo, hacer, en términos lógicos, lo mismo que se critica, hacer de la epistemología una simple hipocresía. Pero, sin embargo, la epistemología no toma el conocimiento por quién lo piensa, por ejemplo, un autor como Kant; piensa el conocimiento en cuanto lo pensado, por ejemplo, las formas puras a priori que hacen posible pensar la cantidad como cantidad, y no sólo diversidad. Eso es lógica, y no psicología. Es un prejuicio común en un cientificismo que no cuestiona sus términos en el arrebato ideológico de estar bajo el influjo de la verdad. Es, como se ve, un subjetivismo que esconde su privacidad en una psique acrítica e inmoralmente verdadera con arreglo a su sola presuntuosidad. El bien común no es el bien particular; y el bien de uno no ha de ser el bien de los demás. Ha quedado claro con la distinción dialectica de las dos sociologías relacionadas con la epistemología. Habrá casos no dialécticos, y de relevancia moral; otros, por el contrario, que sólo protejan su ontología de la verdad bajo una raíz inmoral con arreglo a la continuidad pervertida del mantenimiento burocrático de su supuesto.
El psicologismo es, como está claro, cosa de la psicología. Y este tema dice todo lo contrario de psicologismo; dice que la lógica de la acción mental es tercera en tanto pertenezca a su concepto solidario, y no en tanto sea comprobable científicamente, ni en tanto sea verdad.
La verdad, se insiste en ello, no es una condición por sí misma; siempre está falta de un sentido sobre el que decirse, y no puede saber con anterioridad lo que ampliará su verdad. La verdad, dicho así, es un concepto que sólo se amplía negativamente. O bien, es, simplemente, falso; o bien, es algo que le falta, y no es sino un límite de su verdad. En mis terminos fenomenológicos, la verdad limitada es un uso indeterminado, o verdad a medias, que extiende un efecto ideológico que recrea la limitación de "una verdad" bajo la supuesta forma de "la verdad". En ciencia se llama uso pragmático de la verdad.
Aunque tiene una génesis parecida en la idea pragmática de verdad propia del pragmatismo, es muy peligroso confundir el margen filosóficamente creativo del pragmatismo de Peirce con el conservadurismo acientífico del cientificismo.
Peirce desarrolló el falibilismo en la idea de un uso filosófico de verdad, es decir, su crítica. En ética, en la acción de su falta de objeto, conduce a la lamentable ética infantil que se carga de supuestos, más supuestos, y expectativa de una ordenación del mundo fundamentalmente inmoral a costa de su supuesto "natural".
La mente en Peirce era un tipo de relación lógica llamada segundidad (secondness), lo que algo es a partir de otra cosa. La mente no es una cosa en sí privada sino que es lo que relaciona. El cerebro no es distinto de la mente sino que es su primeridad (firstness). El cerebro, pues, es causa sustancial de la mente; la mente no se reduce al cerebro, sino que es creativa con su acción. El sentido reduccionista de la neurociencia es, con justicia, criticado como inmoral.
En la filosofía de Popper la actividad de la mente es llamada segundo mundo, o mundo 2. Se refiere a la actividad de los procesos mentales. El mundo 1 sería el cerebro, su mundo físico; y el 2 la actividad de ese mundo con otros mundos. La actividad del cerebro no se reduce a la mente, ni la de la mente a los estados del cerebro, sino que a partir de su desarrollo histórico y crítico toma conciencia; la neurociencia tiene un importante reto filosófico en explicar lo que no es sólo cerebro. Las sinápsis son fisiología del cerebro, Mundo 1 orgánico; el significado objetivo con el que trata es filosofía de la mente.
El mayor interés de estas filosofías está en la consecuencia de la primeridad y la segundidad; llevan a la terceridad (thirdness); en la filosofía de Popper se llama tercer mundo, o Mundo 3. La terceridad es la acción de relacionar de una mente lógica, o fenomenológica; y el Mundo 3 es el mundo de las creaciones humanas.
La mente es un plano de existencia comprobable desde su consecuencia. La mente no es una primeridad en ella misma sino en tanto sea la relación con otras partes; no es una relación causal de la mente con nada sino una estricta relación lógica entre proposiciones.
Peirce no pudo conocer más avance científico que el de su tiempo, el de la historia de la ciencia, el de la historia de la filosofía, y todo el mundo que se abre a la creatividad. No obstante, no sólo es el padre de un pragmatismo más conocido por William James, sino que las ideas de éste no serían sustancialmente las mismas de no haber conocido a Peirce. William James, conviene aclarar, escribió Principios de psicología (1890) en donde, entre muchísimas otras cosas, distingue totalmente entre cerebro y mente.
Popper trabajó conjuntamente con el neurofisiólogo John Eccles. Eccles, como he señalado con frecuencia, ya no es paradigmático. Eccles estaba interesado en un sustrato espiritual de la mente; Popper no creía en la espiritualidad sino en la creatividad.
Si bien es cierto que ya casi ningún neurocientífico habla de Eccles, Popper sigue dando qué hablar en neurociencia. La deficiente formación filosófica de los neurocientíficos los incapacita para comprender su lógica.
Uno de los asuntos que la neurociencia ha refrescado a la filosofía es el del dualismo, el papel que juega la mente en su interacción con el cerebro. En la obra de Popper y Eccles (El Yo y su cerebro, 1977) se llamaba interaccionismo dualista. El sentido en el que la mente interacciona con el cerebro no es como mente sino como segundidad, o Mundo 2. No se trata de una mente con un mundo aparte sino que está determinada por los objetos que conforman su primeridad, o mundo 1; se llama semiótica, y cada vez más disciplinas hacen uso de ella: inteligencia artificial, psicología, computación, o sociología.
La neurociencia dice que el dualismo está superado, que no es necesaria la explicación dualista; yo digo que no entienden lo que significa la interacción. El cerebro no tiene el contenido del mundo del que habla por sí mismo, por la actividad misma del cerebro; su mundo es una relación lógica con otro mundo del que habla. Toda mi teoría dice que otro (otherness) trasciende con primacía al resto de las cosas si es un otro inmediatamente moral, es decir, no un otro como algo sino como alquien.
Uso mente en un sentido muy definido que guarda estrecha relación con el pensamiento de dos de los filósofos que más admiro: Charles S. Peirce y Karl R. Popper. Uno de ellos, Peirce, escribió hace poco más de un siglo; el otro, Popper escribió durante todo el siglo XX..
En la filosofía de Peirce la actividad pasa por diferentes fases en las que se producen modificaciones. Peirce era kantiano, y el campo fenoménico estaba distinguido del nouménico. En uno pasan las impresiones de los fenómenos; y, en el otro, el sustento de su posible concepción, es decir, se hacen conceptos objetivos en el más responsable sentido de la genética del conocimiento. Esto último quiere decir que no hay objetividades tales como las reales que estén en sí mismas como una manera de ser, ciertamente, vacías. Las sinápsis, por poner un caso, no existían como objetos reales hasta que Sherrington las nombró.
Toda teoría tiene un vacío, y un tiempo de especulación antes de hacerse real; no nace de la nada sino que avanza ajustando el vacío al contenido que determina su objeto. Real significa criticable en su concepción solidaria, ora sociología de la ciencia, ora del conocimiento; lo importante es que sea consensuada, hecha objeto común, y no dogmática y presuntuosa.
La sociología de la ciencia es el conocimiento científico como el objeto solidario: las discusiones epistemológicas en torno a un tema de ciencia, el uso de una misma metodología en distintas disciplinas, el aprendizaje escolar de técnicas de laboratorio, el debate sobre el diseño de un experimento, los contrastes de un mismo experimento bajo distintas condiciones, etc., etc.; o la socialización de logros científicos tales como vacunas, antidepresivos y asiolíticos, aparatos tecnológicos para el hogar, uso personal y el mundo de la empresa, bombas de destrucción masiva de población, contaminación sistemática del medio ambiente, etc., etc.; y no la teoría de un solo individuo sobre algo hecho pasar por ciencia fuera de esa comunidad. Por otro lado, la sociología del conocimiento es el conocimiento como el objeto solidario: las formas del interés común, los procesos de aprendizaje en escuelas, las percepciones grupales de las formas de socialización de los niños de diferentes entornos y culturas, el impacto de las modas, etc., etc.; y no la teoría de un matemático sobre el universo que no interesa a nadie.
Hay un falso argumento sobre la naturaleza subjetiva del conocimiento que no es otra cosa que una manipulación psicológica de formas lógicas presentadas como "objetivas", es decir, se psicologiza la epistemología como crítica de la epistemología en tanto se la tiene por subjetiva; es, como digo, hacer, en términos lógicos, lo mismo que se critica, hacer de la epistemología una simple hipocresía. Pero, sin embargo, la epistemología no toma el conocimiento por quién lo piensa, por ejemplo, un autor como Kant; piensa el conocimiento en cuanto lo pensado, por ejemplo, las formas puras a priori que hacen posible pensar la cantidad como cantidad, y no sólo diversidad. Eso es lógica, y no psicología. Es un prejuicio común en un cientificismo que no cuestiona sus términos en el arrebato ideológico de estar bajo el influjo de la verdad. Es, como se ve, un subjetivismo que esconde su privacidad en una psique acrítica e inmoralmente verdadera con arreglo a su sola presuntuosidad. El bien común no es el bien particular; y el bien de uno no ha de ser el bien de los demás. Ha quedado claro con la distinción dialectica de las dos sociologías relacionadas con la epistemología. Habrá casos no dialécticos, y de relevancia moral; otros, por el contrario, que sólo protejan su ontología de la verdad bajo una raíz inmoral con arreglo a la continuidad pervertida del mantenimiento burocrático de su supuesto.
El psicologismo es, como está claro, cosa de la psicología. Y este tema dice todo lo contrario de psicologismo; dice que la lógica de la acción mental es tercera en tanto pertenezca a su concepto solidario, y no en tanto sea comprobable científicamente, ni en tanto sea verdad.
La verdad, se insiste en ello, no es una condición por sí misma; siempre está falta de un sentido sobre el que decirse, y no puede saber con anterioridad lo que ampliará su verdad. La verdad, dicho así, es un concepto que sólo se amplía negativamente. O bien, es, simplemente, falso; o bien, es algo que le falta, y no es sino un límite de su verdad. En mis terminos fenomenológicos, la verdad limitada es un uso indeterminado, o verdad a medias, que extiende un efecto ideológico que recrea la limitación de "una verdad" bajo la supuesta forma de "la verdad". En ciencia se llama uso pragmático de la verdad.
Aunque tiene una génesis parecida en la idea pragmática de verdad propia del pragmatismo, es muy peligroso confundir el margen filosóficamente creativo del pragmatismo de Peirce con el conservadurismo acientífico del cientificismo.
Peirce desarrolló el falibilismo en la idea de un uso filosófico de verdad, es decir, su crítica. En ética, en la acción de su falta de objeto, conduce a la lamentable ética infantil que se carga de supuestos, más supuestos, y expectativa de una ordenación del mundo fundamentalmente inmoral a costa de su supuesto "natural".
La mente en Peirce era un tipo de relación lógica llamada segundidad (secondness), lo que algo es a partir de otra cosa. La mente no es una cosa en sí privada sino que es lo que relaciona. El cerebro no es distinto de la mente sino que es su primeridad (firstness). El cerebro, pues, es causa sustancial de la mente; la mente no se reduce al cerebro, sino que es creativa con su acción. El sentido reduccionista de la neurociencia es, con justicia, criticado como inmoral.
En la filosofía de Popper la actividad de la mente es llamada segundo mundo, o mundo 2. Se refiere a la actividad de los procesos mentales. El mundo 1 sería el cerebro, su mundo físico; y el 2 la actividad de ese mundo con otros mundos. La actividad del cerebro no se reduce a la mente, ni la de la mente a los estados del cerebro, sino que a partir de su desarrollo histórico y crítico toma conciencia; la neurociencia tiene un importante reto filosófico en explicar lo que no es sólo cerebro. Las sinápsis son fisiología del cerebro, Mundo 1 orgánico; el significado objetivo con el que trata es filosofía de la mente.
El mayor interés de estas filosofías está en la consecuencia de la primeridad y la segundidad; llevan a la terceridad (thirdness); en la filosofía de Popper se llama tercer mundo, o Mundo 3. La terceridad es la acción de relacionar de una mente lógica, o fenomenológica; y el Mundo 3 es el mundo de las creaciones humanas.
La mente es un plano de existencia comprobable desde su consecuencia. La mente no es una primeridad en ella misma sino en tanto sea la relación con otras partes; no es una relación causal de la mente con nada sino una estricta relación lógica entre proposiciones.
Peirce no pudo conocer más avance científico que el de su tiempo, el de la historia de la ciencia, el de la historia de la filosofía, y todo el mundo que se abre a la creatividad. No obstante, no sólo es el padre de un pragmatismo más conocido por William James, sino que las ideas de éste no serían sustancialmente las mismas de no haber conocido a Peirce. William James, conviene aclarar, escribió Principios de psicología (1890) en donde, entre muchísimas otras cosas, distingue totalmente entre cerebro y mente.
Popper trabajó conjuntamente con el neurofisiólogo John Eccles. Eccles, como he señalado con frecuencia, ya no es paradigmático. Eccles estaba interesado en un sustrato espiritual de la mente; Popper no creía en la espiritualidad sino en la creatividad.
Si bien es cierto que ya casi ningún neurocientífico habla de Eccles, Popper sigue dando qué hablar en neurociencia. La deficiente formación filosófica de los neurocientíficos los incapacita para comprender su lógica.
Uno de los asuntos que la neurociencia ha refrescado a la filosofía es el del dualismo, el papel que juega la mente en su interacción con el cerebro. En la obra de Popper y Eccles (El Yo y su cerebro, 1977) se llamaba interaccionismo dualista. El sentido en el que la mente interacciona con el cerebro no es como mente sino como segundidad, o Mundo 2. No se trata de una mente con un mundo aparte sino que está determinada por los objetos que conforman su primeridad, o mundo 1; se llama semiótica, y cada vez más disciplinas hacen uso de ella: inteligencia artificial, psicología, computación, o sociología.
La neurociencia dice que el dualismo está superado, que no es necesaria la explicación dualista; yo digo que no entienden lo que significa la interacción. El cerebro no tiene el contenido del mundo del que habla por sí mismo, por la actividad misma del cerebro; su mundo es una relación lógica con otro mundo del que habla. Toda mi teoría dice que otro (otherness) trasciende con primacía al resto de las cosas si es un otro inmediatamente moral, es decir, no un otro como algo sino como alquien.
martes, 1 de septiembre de 2009
La irracionalidad de la ética infantil y su estética
Todavía hay quien sigue viendo la ética como una cuestión estética. Vamos, pues, a aclarar una demarcación fundamental para un asunto como la crítica del objeto ético.
Un objeto es estético cuando la acción de la que forma parte está determinada por lo que viene dado a partir de los sentidos. Dicha acción es pasiva, y está, por tanto, determinada. El sujeto de esta pasión forma parte del proceso sólo como medio de la pasión. Es estética la impresión de la vista, el gusto, y todo lo relacionado con los sentidos; lo que uno ve, lo que a uno le gusta, lo relacionado con los sentidos, le viene dado, y no hay, en principio, ninguna deliberación al respecto. Con justicia, se llamó a ese tipo de estado animalidad.
Las pasiones, en cuanto que son afecciones, son un margen que diremos de la inmediación. El tiempo que determinan es dado a la conciencia, y está precipitado sobre ella. La conciencia, pues, es un fenómeno posterior a la inmediación; la inmediación determina la conciencia. El tiempo en el que la inmediación actúa está, como hemos visto, determinado, y nos exime. La identidad, que en ética es una figura trascendental, no pertenece a la estética sino como un margen indefinido, indeterminado, en el que es posible crear una diferencia con respecto a lo dado.
El sentimiento hacia cosas como una manzana o una piedra no es el mismo que hacia una persona, está claro, pero la distinción que podemos hacer al respecto requiere de una crítica que haga problemáticos los conceptos que entran. El sentimiento es ético en una conciencia que reconoce una superación moral que desliga la anterior atadura sensible a partir de un nuevo sentido, el objeto ético que media la superación. La ética es una emergencia fruto de la trascendencia de esa acción; la ética, por lo tanto, no pertenece a lo dado sino a la indeterminación de la acción de trascendencia. La atadura estética ha pasado de una simple determinación a una indeterminación que invierte y hace más posibles los objetos que cursó; hay una posibilidad de alterar el curso que era determinado en una acción que lo indetermina.
La manzana no tiene, en principio, una emoción implicada. La posible implicación que tenga en un símbolo requiere de una teoría que dé cuenta del objeto que determinaba la expectativa dada y precipitada como estética.
El sentimiento hacia otra persona, por otra parte, fue llamado empatía. La empatía es un margen de sentimiento hacia el otro en el que caben diversos grados; no es sólo un sentimiento positivo hacia el otro; es positivo en cuanto es un sentimiento, pero no en tanto es bueno; sería precipitar el juicio del sentimiento sobre un margen que no estaba comprendido y sobre el que dictamos un juicio precipitado con la suposición de que la inmediación será igual a la mediación, el momento que urge ética. La expectativa de la acción de la inmediación no es simétrica con la de la mediación por la distinción que la convertía en ética; la llamamos acción de la conciencia, acción ética.
La empatía comprende, y es así con mucha frecuencia, el margen en el que el otro es una molestia. El sentimiento hacia una misma persona, por caso, puede ser distinto en diferentes ocasiones; es una misma persona, y la respuesta emocional ante ella es distinta; la emoción es, pues, un margen.
La empatía es una emoción que no es dada en la conciencia salvo en grados muy altos; es una emoción, en la mayor parte del trato con el otro, dada sólo en la inmediación y en el concepto solidario que lo lleva implicado; y su concepto no sabe distintamente de la emoción que lo servía de base al estar precipitada; la distancia que el concepto tiene con la emoción es la forma que la recreación toma, y por lo que es posible como concepto.
La empatía no es un amor hacia el otro sino un margen que determina la posible relación con él; cabe el amor y cabe el rechazo. El absoluto de esa pasión es el margen en el que esa pasión se hace distinta. El a priori del absoluto no es la pasión sino el otro, el que la determina; sin el otro no habría dicha emoción. No es menos empática la molestia que causa el otro; el otro no es sólo un margen de bondad; la pasión por el otro es el absoluto en el que caben los grados que hacen que pueda variar; se padece la pasión provocada por el otro, como hemos dicho, su figura a priori. El objeto ético, en este caso, es el margen del otro, el que cursa la acción.
La emoción no vendrá determinada sólo por el influjo del otro, sino que puede comprender una amplia variedad en ese sentimiento; es una forma a priori de relación que distingue, por ello, el sentido que implica. Los grados de empatía permiten la comprensión del margen del concepto solidario. En su desarrollo, como se vio, el grado emocional era relativo a su concepto, con el que se hacía uno, y no sólo al contenido de su emoción, de la que su concepto era, más bien, distante.
La relación con una manzana puede ser simbólica, pero no por ello es ética; ética sería la forma mediada que critica el símbolo como objeto moral (el apetito por una fruta en una comunidad, y el pecado en otra). El margen del objeto moral no es el de uno, el relativo a la estética, sino que, justamente al contrario, es el relativo al margen que se amplía más allá de uno, el objeto solidario. La forma del concepto solidario no trata del otro sólo como un individual sino como un sentido amplio del otro que va desde lo singular hasta lo colectivo.
La solidaridad está, en efecto, emparentada con la empatía. Una es su principio, dirige al otro; y la otra, es su efecto. La solidaridad es el efecto que agrupa más de una conciencia alrededor de un mismo objeto, y no es emocional sino en el grado asumido en su concepto. Como pasa con la mayoría de los fenómenos, no hay una creatividad ilimitada en el concepto solidario sino que es una acción formal. Los conceptos precipitan la experiencia al estar asumidos sintéticamente en la expectativa de una misma experiencia; dicho en otras palabras, precipitan lo que han formalizado.
El tiempo de las emociones es altamente complejo porque no es del tipo "sólo cabe emoción buena o mala", estética, pues. La amígdala gestiona de manera muy diversa la emoción, y no al modo de las ridículas y delirantes simetrías spinozistas; las emociones no son simétricas con sus contrarios, ni tienen el mismo efecto local; son distintas en especie y lugar (uno de los más inquietantes efectos del cerebro es que está interrelacionado y no se puede reducir sólo a efecto local; es un mapa de interrelaciones).
El concepto de urgencia es importante porque está inclinado por los estados problemáticos como el miedo o el peligro, situaciones urgentes que requieren de la ampliación de una nueva acción. La razón puede superar la inhibición, la dialéctica sin conciencia, conforme a una ordenación no estética. El objeto de la ansiedad, en el caso del temor, es una descoordinación en la gestión de su emoción. Puede sentirse una emoción, sin más, como la ternura por un bebé, o se puede sentir rechazo por el mismo como consecuencia de un proceso de estrés que nos urja a ser éticos (un onanista no es ético sino principalmente estético). La emoción no es la misma cuando se siente porque no hay más que expectativa en su anidamiento cerebral; es expectativa de síntesis recreativa; la diversidad fenoménica recrea una identidad. La expectativa es siempre incierta, y nunca claramente cierta; su margen de incertidumbre es el que hace posible su diversidad, la razón que urge a su plasticidad.
La emoción no es un sentimiento que defina la acción sino que la pone en dirección, y no la precipita; las emociones, en este sentido, son orientaciones. La emoción, en el grado ético, es acción posible que requiere de cierta deliberación para que sea finalizada, llevada a cabo. En esa deliberación, en esa elección, está la acción ética, la que requiere lógicamente de un sustento que le dé identidad.
Con esto no queremos decir que la estética sea innecesaria para la ética; antes bien, es la que da primer contenido a la ética. La madurez consite en que sea ampliada y, en dicha ampliación, entre la responsabilidad.
La figura de la responsabilidad es muy compleja porque el filósofo sabe que no sólo forma parte de la estética, lo que en ella es dado y nos exime. La responsabilidad, como un sentimiento de deber, una autoridad moral no sólo estética, ha de ser cuestionada por la razón que busca con su síntesis la deliberación que, como hemos dicho, hará ética la acción. La razón amplía la comprensión del objeto ético, y no sólo está limitada en él. La conciencia, como hemos visto, permite indeterminar ese límite.
Cuando se llamó a esa ética primeramente infantil se dijo en su sentido de irresponsabilidad; hace responsable a un margen que se abstrae de aquello próximo a su contenido, cabalmente, el de una emoción precipitada como expectativa sobre nosotros. La proximidad a los objetos, por el contrario, los pone en el margen en que la acción hace síntesis con su situación; se adecua a la urgencia.
Los conceptos realmente científicos no son estéticos sino sintéticos a partir del desarrollo de la unidad teorética que amplía la estética al campo de la unidad de la razón. La estética es campo de las impresiones de los sentidos (esto me hace feliz, me gusta y me alegra; o me hace estar infeliz, me disgusta y me entristece); y la ética cuestiona las condiciones que amplían un juicio estético y lo llevan hasta la proximidad que da contenido a su objeto.
La responsabilidad es ética como una autoridad con fuerza moral. La fuerza moral es el sentimiento que nos impulsa a actuar con las cosas en lo que las hace morales. No es moral una piedra, en principio, porque no tiene ningún significado moral; y es moral, por el contrario, la piedra porque simboliza una tumba.
Lo que hace que algo sea moral es la posible relación con el otro. La piedra, en tanto que sea sólo una piedra, no significa directamente al otro; la piedra, en tanto que signifique al otro, es un símbolo moral que lo lleva implicado.
La distinción entre la implicación moral y su falta es lo que hace que podamos hablar de moral. Lo moral es, pues, un sentido originalmente positivo que lleva implícito un contenido en el otro, el margen que tiene de determinación. No es el otro como la alteridad ontológica de la piedra, algo más allá de mí por sí mismo. Como dijimos, la piedra no tiene, en principio, un significado moral. La piedra es, en efecto, otra cosa que no soy yo; es algo, por tanto, distinto y con posible ampliación. La piedra puede ser un objeto que utilice para golpear al animal que me sirva de alimento, y va, en ese sentido, más allá de mí. Con su acción hay una superación del estado anterior. Tenía hambre, y gracias a la piedra consigo alimento. Ahora bien, la piedra guarda una relación simista que hace estrecho su margen; la piedra no tiene fuerza moral. Los significados posibles de la piedra están reducidos a la relación que imponga el uso con ella. Podrá, por caso, recordarme el alimento que con ella logro, y ello me provocará un sentimiento de cierta alegría; pero la piedra, por sí misma, no tiene carácter moral. El carácter moral es la ampliación que significa por sí misma la relación con el otro, la que implica el sentimiento moral.
De acuerdo con la fenomenología del concepto solidario los conceptos que significan más, los que más padecen el fenómeno de la precipitación, son los que forman parte de la acción social, la acción primaria en la fenomenología del concepto solidario, la que trasciende en un mismo tiempo con una ampliación. No hay conceptos que signifiquen en el fenómeno de la precipitación y sean distantes del objeto solidario. Los conceptos que trascienden son los que guardan una posibilidad en esa acción. Comer es una acción que tendrá un desarrollo muy distinto si entra en el concepto solidario. El concepto solidario significa más porque lleva implicado un grado emocional del que se sirve como contenido mientras señala lo que lo hace distinto del resto de las cosas en esa identidad solidaria; la emoción al otro es la que crea la distinción en una identidad que trasciende la conciencia.
La fenomenología de la percepción del concepto solidario parece evidente. El otro parece un objeto dado sin más, pero forma parte de una red que es todo menos evidente. El otro no es un concepto evidente, sino que es, justamente, la razón en la que está asentada la precipitación. El otro está dado por supuesto, y el grado emocional del que se sirvió su concepto es el que formaliza la posibilidad de que sea dado por supuesto, esto es, que sea precipitado en un concepto.
El supuesto del grado emocional es un ajuste de una ontología de la confianza, un margen de certidumbre del otro. El otro es al que significar en forma de alguien con el que compartir una unidad emocional y, a partir de ahí, crear proximidad con su representación. No es una misma representación por ser representación sino porque lleva algo que significa más que si fuera sólo representación; significa más porque tiene una emoción implicada. Una piedra puede significar alimento, y ello puede desatar una emoción. Ahora bien, la acción de significar está reducida a la representación de un concepto que, como todos los conceptos, no se amplía sino negativamente en una historia que hace el mismo el concepto y no la emoción que sólo recrea.
La emoción no es reducible a un concepto justamente porque su tiempo no es simétrico con el de la conciencia que lo padece. La emoción es positiva, dice algo inmediatamente; y la conciencia lo recrea en una distancia que no puede ser sino indeterminante. Conforme más quiere decir, cuanto más extienda el supuesto de una misma emoción, tanto más niega el sentido positivo de dicha emoción. El tiempo de la emoción, dicho así, es positivo y no urge a un concepto; el de la conciencia, contrariamente, sólo es negativo en la representación mientras permanece a la espera de una nueva emoción que lo urja.
Esta mañana mi hijo ha mirado la pantalla del ordenador curioseando con una sonrisa, y me ha dicho, exactamente: “papá, la ética infantil no existe; la ética es ética, y no es infantil”. No he podido sino sonreír por más que él entienda los problemas perfectamente. La ética infantil es el título que doy a la ética que critico. No digo que no sea ética; es ética como una estética que conduce a la irresponsabilidad con los problemas. La urgencia se amplía con la acción de la conciencia, y no con una conciencia que hable de adaptación al orden natural con la mayor urgencia de decir verdad. La urgencia, la proximidad, no espera a ver si su dolor es verdad.
La ética objetiva no sólo es un supuesto destinado a ser criticado objetivamente, sino que se precipita en la conveniencia ideológica de que el bien de uno es, asimismo, el bien de los demás, como si no hubiese distancia de tránsito de una conciencia a otra en los objetos que soportan las distintas ideas, y como si la ética no tuviese nada que ver con la urgencia y el conflicto de esas ideas. El sentido epistemológico hecho ético es, sencillamente, que ha de serlo, la consecuencia de una razón no crítica, esto es, acrítica. El supuesto a criticar es, en su principio, acrítico; es un principio por la definición de que es racional y ha de ser científico por más que su filosofía sea acientífica e irracional.
Mi postura es que la ética ha de buscar el contenido en la urgencia y en el fundamento moral de su verdadero significado ético. En ello consiste que la ética se descubra; no es una ética de estados cerebrales que reducen a concepto el margen de su estimulación, sino una ética que sea próxima al otro en la complejidad que crea la compasión. El otro no es bueno por ser el otro. Llevamos las condiciones estéticas a la creación de una ética de su situación. Hacemos de la ética la comprensión del proceso al que se enfrenta la compasión, aquello con lo que se roza la ética, nada distinto del otro. Tal y como dije, la ética infantil está vacía al vaciarse, justamente, de aquello que le da contenido. La piedra, por sí misma; el cerebro, por sí mismo, no tienen ética.
La compasión es pasión del otro, pasión del otro hecha mía. El otro sufre y, extrañamente, siento su dolor. A partir del grado de pasión compartido por su inmediación desarrollé el concepto solidario, la unidad conceptual que determina la comunidad de representaciones. Esto se da en la inmediación por el efecto del otro, como en la producción inmediata de dopamina o la conciencia emocional de su dolor; o en la mediación a partir de formas comunes como lo son, por caso, todas las relativas a un lenguaje que pretende decir al otro, u otras derivadas en variedades de lo mismo, el otro.
Tal y como lo desarrollé, y expliqué en estos foros, nace de una importante crítica a una crítica que Nietzsche hizo, a su vez, a Schopenhauer.
Schopenhauer fundamenta la moral en la compasión universal desde el dolor común propio de los seres sujetos a la voluntad. Hacía complejo el problema filosófico en los grados de objetivación de la voluntad. En los grados más bajos, los que son inferiores al estado de conciencia, las respuestas son orgánicas e inmediatas. Uno no tiene conciencia del sufrimiento del otro porque le duela sino porque el objeto al que se remiten es el mismo; hacen de una misma acción volitiva un mismo objeto. La superación de las objetivaciones volitivas deja su biología y fisiología y hace unidad en un grado complejo del organismo en la conciencia; es la emergencia volitiva que logra una menor determinación en ella.
La conciencia es un margen determinado por la inmediación, sus grados anteriores; y, principalmente, por la mediación, esto es, su representación. La conciencia no se remite a los grados inferiores sino a los superiores. En verdad, los inferiores están ahí en su determinación, pero rara vez llegan a la conciencia. Uno ve mucho antes de ver; uno siente mucha hambre antes de sentir hambre; uno oye mucho antes de oír, etc. etc.. Técnicamente, se llaman potenciales de evocación; son la condición mínima necesaria para que algo se llegue a ver, oír, o lo que sea; todo eso es estética que viene determinada y nos exime al negar la necesidad de una identidad sutantiva en forma de responsabilidad trascendental. La importancia de la mediación es que tiene formas inteligibles que la hacen posible al conocimiento, a sí como sustento; son determinables por un margen trascendental y no meramente causal.
Nietzsche, por otro lado, hace una crítica de la representación. No a la anterioridad causal sino a su consecuencia moral; el hombre limita el mundo a una representación que se enquista como debilidad al ceder la voluntad de poder a las fuerzas que mueven la representación; una identidad, como se sigue de mis textos, que indetermina. La compasión es criticada como una debilidad y una pereza causada por el otro. El otro me asquea porque es el que ronda mi espacio; y sólo creo distancia cuando me aparto y creo una fuerza distinta. El otro debilita porque lo que me une a él es el prejuicio que está enraizado en el sentido de la representación con la que verdaderamente ha creado distancia.
Nietzsche malinterpreta la compasión al hacerla representación. El blanco de tiro de Nietzsche era el cristianismo, pero su prejuicio moral, la incomprensión de su principio, estaba en la representación que la moral tomaba y recreaba. Nietzsche criticaba un estado de la representación cuando Schopenhauer hablaba de la inmediación.
El sentido de la representación compasiva es que es compasiva debido a su forma de estar representada, pero la compasión de Schopenhauer tenía fuerza moral porque llegaba a ella sintéticamente en la anticipación a la representación desde formas trascendentales propias del conocimiento; superaba la representación en su contenido inmediato. Las formas del conocimiento permiten hacer múltiple lo que es reducido a simple identidad en la representación, lo que reduce la representación y el conocimiento amplía como margen creativo, el significado de síntesis creativa. El sentido trascendental es un margen moral en sí mismo al tener su grado más alto en el conocimiento del dolor del otro que supera al hacer de ello una misma emoción. El concepto solidario es, además de la reducción a concepto de la primeridad sociológica, el fundamento que hace posible la sociología, una auténtica predisposición crítica ante aquello que se indetermina cuando se quiere decir ética. La ética no es dialéctica en el límite de la representación, como la epistemología y la ciencia en su inmoralidad; es lo que urge estética en ella, y por lo que, aún más, urge crítica.
No es fácil hacer un resumen de la importancia de Schopenhauer para la ética porque hasta hace poco tiempo no se ha hecho comprobable científicamente, y se tomaba como un esoterismo oriental. La filosofía de Schopenhauer es atea y no tiene una relación clara con el cristianismo sino mucho más definida con religiones orientales más cercanas a su sistema filosófico.
Schopenhauer desarrolló su ética desde la crítica de los principios de la moral de Kant, principalmente, al imperativo categórico como una autoridad por sí misma. La ética no estaba sólo en una petición de principio de la razón sino en la voluntad que la determinaba en último término.
La ética infantil pretende dictar ética conforme a lo que define como sentimientos buenos. Conoce el bien, un bien dogmático y sin posible historia, un bien lógico; y su diferencia no es sino distancia con él. El bien es un margen negativo que afirma como consecuencia de su contraste, y no por sí mismo, por su contenido positivo.
El bien no es sino una generalización especulativa del bueno que reproduce el efecto de la imaginación; la ética infantil pretende el bien como una reducción causal en la que el efecto es consecuente con su causa en la síntesis acrítica que da forma a su identidad. Como se ha defendido incontables veces, todas las síntesis son irracionales; urgen crítica. El problema inductivo que supone lo supera reduciéndolo a ser deducido, esto es, reducido a una condición lógica que no puede ser sino distante; la verdad requiere ser posible analíticamente, distante y abstracta. Pero lo que hace, como toda generalización, es reproducir una secuencia basada en una lógica inductiva. No es un bien positivo sino en tanto no sea mal; es un bien que no puede superar el obstáculo de estar precipitado y sólo ser criticable históricamente. Su dogma es falsificado a traición, y su lógica no es sino relativa a un tiempo que no la hace lógica sino histórica.
La ética de Spinoza creaba un margen absoluto de los afectos, el campo natural en el que se desenvolvían. En ningún momento Spinoza proclama bondad sino que proclama razón. Spinoza comprende la acción del afecto, y desfundamenta su irracionalidad; hace evidente el efecto de la pasión que se sigue como una consecuencia necesaria. La ética no estaba en la estética del sentimiento, su particular roce, sino en lo que la razón podía hacer en el margen de la conciencia.
La estética en la que se ubica la ética infantil comprende el afecto como una primeridad, un en sí y sin más relaciones; es estética en sí misma como la forma de la ética; lo que dice la ética es lo que manda la estética, su contenido. El en sí estético ha de ser simétrico con el del mundo al que está dirigido. El simismo tiene garantía siempre que se respete su margen en sí. El afecto es universal en tanto se reduzca a puridad, a la condición de la que una razón vacía pueda decir cualquier cosa. Esa razón es formal, recreativa, y no racional y creativa; es razón por su expectativa, porque supone su bien, y no porque lo crée.
La estética no tiene contenido ético. El objeto ético lo pone la conciencia; es a lo que está dirigida, de manera que la ética no está en el sentimiento sino en el sentido reconocido. La emoción, por sí sola, no dice nada más que lo que dice; no dice por ser ella misma, sino que será ética en la ampliación, con quién se roza, y no con qué. El qué y no quién es una variación indeterminada del simismo en su inmoralización. Ética no es un cerdo onanista que abstrae y falsifica al otro. El sentido de la emoción es una precipitación sobre la conciencia que será ética cuando reconozca un valor en la acción que trasciende, cuando reconozca la superación moral.
La conciencia, como se ha venido recordando, no es una unidad psicológica que padece los efectos conforme a la historia de su pasión. La pasión es estética, y, por lo tanto, fundamentalmente irracional. La conciencia es una unidad lógica que comprende los objetos a los que está dirigida. La conciencia no ve, sin más; ni siente, sin más. Ve, y siente; en ello consiste su pasión, su margen irracional. Lo que hace que la conciencia sea una unidad lógica es que es trascendental, que no está determinada; comprende un margen que se amplía en su acción. La conciencia no puede evitar lo que siente; está, en principio, determinada. La indeterminación de la conciencia está en su acción; comprende un margen que amplía en su implicación.
Spinoza tomó los afectos en sí mismos y con independencia del resto de las cosas. “Tan dignas de que las conozcamos como las propiedades de cualquier otra cosa en cuya contemplación nos deleitemos” (Spinoza, Ética). La ética de Spinoza era una ordenación de los afectos desde la racionalización de los mismos en una ética demostrada según el orden geométrico. No tiene ninguna importancia lo que digan si no es en tanto su posible razón. La razón del afecto es su posible reducción “como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”. Esa es la ejemplar compasión de Spinoza, ninguna que haga al alma humana otra cosa que un ente racional, una perfecta mónada que concibe las cosas sin ningún contenido que no sea otra cosa que simismo.
Kant depuró la mónada que Leibniz encerró en sí misma para someterla a los grados de una conciencia que hacían posible a Dios. A Dios, en el orden de Spinoza, le somos indiferentes. Dios es el margen absoluto de la más perfecta razón que conforme se aleje de ella misma más padece la afección. Me opongo frontalmente a esa ética atea como un Dios de la razón. ¡Dios como el gran cerdo onanista!.
La ética no es nihilista sino que es próxima al objeto. Ética no es la falta de objeto, el supuesto del recreo teorético; ética es la comprensión del objeto en la proximidad con él. No se dice por decir como si, con ello, se hiciese ética; se dice porque se dice al otro. Eso es el margen de la ética, el que amplía con contenido.
Es cierto que hay una corriente en la neurociencia actual que pretende problematizar asuntos que eran campo de la filosofía. La ética es uno de ellos, pero no es cierto, como ya dije, que la neurociencia sea spinozista.
La filosofía, para los neófitos y otros iniciados, es algo así como un subjetivismo con elegancia intelectual. Los filósofos especulan sin objeto; se comen la cabeza, y se la comen a los demás. Cuando alguien dice que la ética no es asunto de la filosofía no sabe lo que dice. La filosofía no es lo mismo que la ciencia; la ciencia es un momento de la filosofía, un trámite en su tiempo. La filosofía comprende la ciencia; y no hay ciencia sin filosofía.
Hay filósofos que desprecian la ciencia porque no admiten la imposición ideológica que inevitablemente supone; en ética, es su bien incondicional. Dicen que la ciencia no tiene nada importante que decir a la filosofía. Mi posición no es tan extrema, pero sí digo que no es tan importante como su bien supone. Digo, exactamente, que no cuenta con la primacía, no es la que ordena en primer grado las cosas. La verdad que persigue la ciencia en la distancia no tiene nada que ver con la urgencia de dotar, sin otros de por medio, de contenido a la proximidad.
“La ESF/SCSS –fundación europea para la ciencia y establecimiento para las ciencias sociales- está promoviendo la investigación de las implicaciones de las neuronas espejo. Como ya anticipé hace varios meses, las implicaciones de estas neuronas abrirán importantísimos campos. Cuando leí por primera vez de ellas identifiqué inmediatamente la misma relación que había sacado del cauce social. La revolución que suponen en la conformación de la expectativa inmediata al otro rechaza en muy buena medida la tonta ética infantil, igualmente cayeron en ello algunos de los primeros neurólogos que trataron con ellas, que sospecharon un nuevo, excitante y desprejuiciado sentido en la ética. (…)
(…) Esa ética infantil es absolutamente insuficiente para una sociología que quiera responsabilizarse, es decir, aprender a madurar”. (Implicaciones para concepción del sentido del otro y la ética, http://foros.monografias.com//showthread.php?t=50076).
Estas palabras las escribí en Diciembre del año pasado. La denominación de ética infantil tiene, al menos, uno o dos años más.
No hablo de un bien causal que no se cuestiona su fundamento moral porque se irracionaliza; la llamada ética científica es, por principio, traicionada. El bien que, de una manera desconcertante, se hace material en el cerebro es un campo posible de la ciencia, pero la ciencia no es quién para decidir si eso es bien o no lo es; lo que la ciencia dice es si es lo que es, el ser condicionado por su prueba. El problema está, por lo que se ve, en una cuestión de términos, de palabras usadas en el sentido más tendencioso.
Llamé ética infantil a unas categorías que buscaban la sola expectativa en un bien sacado de un catecismo. Allá cada cuál con sus demonios internos; de lo que aquí se habla es de lo que hace de los demonios una cuestión sociológica, que no sea sólo de uno sino de otros muchos.
En ciencia no sólo se buscan los casos que corroboran nuestra hipótesis, sino que cuando la desdicen haya auténtico avance para el conocimiento; se llama falsar, hacer falso, y no sólo estar equivocado; se pierde la razón que hacía de sustento de nuestro supuesto. Los sustentos, en cuanto a una teoría que sustenta la posible explicación del fenómeno en cuestión, su ordenamiento con arreglo a ese principio, es lo que da razón, y no que se diga es ciencia. Repito que no hay ciencia sin filosofía que no sea una degeneración de su gramática.
La insistencia maníaca en que la filosofía ha de ser sólo de la ciencia es una presuntuosidad obstinada con que la ciencia es el único bien, y la solución a todos los problemas. La cita que traje de La Rochefoucauld es muy sugerente sobre un posible mal aún no concebido porque carece del espacio, u objeto, que dé forma a su concepto. Es decir, si no conocemos cuáles serán los males de mañana, aún menos conoceremos sus soluciones. Pero admito que hay, en efecto, una ordenación en muchos fenómenos. Las hipótesis científicas se hacen con arreglo a ese supuesto; pero es una insensatez pretender que el orden conocido será como el que se conocerá, que más bien, es lo que reclama la teoría posterior que las relacionará. Hay una diferencia entre ambos que hace que uno de los dos momentos sea necesariamente especulativo por más que se pretenda como racional y con arreglo a un orden, salvo, claro está, que seamos adivinos; el momento especular es el de la anterioridad de la teoría a su comprobación. Por eso la ciencia es, en esencia, un movimiento dialéctico que sólo puede avanzar precipitando su historia, es decir, especulando.
Las categorías científicas logran desarrollar un concepto muy pulido que algunos llaman verdad en una barbarie epistemológica. Si se deja en manos viciosas concluye en un efecto ideológico que es usado a conveniencia. Todos podemos comprobar el impacto que tiene hablar de algo como científico; es de esas cosas con un poder de atracción casi mítico, como todo lo relativo al lenguaje y los objetos de trascendencia menos próximos. Los filósofos, junto a los sociólogos, antropólogos o historiadores, deshacen el efecto de su abuso de poder. El abuso, tal y como sale de mis temas, hace la distinción entre la sociología del conocimiento, y el problema dialéctico de la sociología de la ciencia.
Es muy significativo que el movimiento que se originó a principios del siglo XX dentro de la filosofía de la ciencia estuviese motivado por un recelo de la reflexión filosófica de la ciencia sobre el propio ejercicio de la ciencia. La ciencia, en su imparable avance, se podía hacer dogmática e imprudente. Era el trasfondo ético de la filosofía de la ciencia en sus días de máxima excitación. El cometido de la filosofía de la ciencia era purgar los vicios internos de la ciencia. El más desprestigiado de esos vicios es el calamitoso cientificismo; apresura una verdad que no está dispuesta a criticar; su verdad es su principio. Pero en una auténtica ciencia no hay principios que no sepan dar cuenta de su fundamento. Se pueden construir cuantos sofismas se quieran; esa es la única ciencia de la razón.
Los conceptos de la ciencia no se pueden llevar a cualquier otro sitio si no es con una teoría que dé cuenta del proceso que haga posible hablar de lo mismo, la constante que lo hace verdad. De esa manera, se desarrollan los nuevos conceptos. A todos se nos desbordan las intuiciones cuando las tomamos por verdad; y, como consecuencia de muchas de las cosas que he explicado, eso no es positivo por más se tome como tal, sino que, por el contrario, toma conciencia en su negatividad.
El caso más común de la negatividad lo tiene todo el mundo en su experiencia del proceso de aprendizaje: cuando aprende a conducir y no capta las señales, o cuando se anticipa a los semáforos; cuando advierte que las mismas palabras no se pueden usar con diferentes personas, etc., etc. No hay conocimientos positivos; se llaman propensiones lógicas, y no hacen sino refutar lo que no es válido.
Se llama acción a la limitación de un sentido del tiempo, y no adaptación. Uno es un concepto plástico restringido al tiempo del que se dice; y, el otro, teleológico, ampliado a un tiempo que no puede comprender en su anticipación. Es el principio de una ciencia experimental que dice que lo que sabe no es verdad sino como delirio del tiempo; es verdad en tanto su experiencia se repita a sí misma.
El conocimiento, como las ideas que tenemos en nuestras cabezas, es cosa de la psicología; el conocimiento, como el sustrato de esas ideas, es cosa de la lógica y la filosofía. Que vengan, sin embargo, algunos neurocientíficos a enseñarnos lo que no entendieron cuando aprendieron filosofía es un problema del mundillo especializado más que serio. Si, en efecto, conviene que el filósofo estudie ciencia, esa misma conveniencia no es muy distinta en la formación del investigador.
La filosofía no es dogmática, o no lo es la mía. La neurociencia es una disciplina muy joven que no puede sustraer la filosofía de su actividad. Si el problema del dualismo es encerrado en un cerebro como toda su ontología, se cierra a la nueva sociología que trata con los problemas que tienen las personas con esos cerebros. La solución a los problemas de hoy, lo repito, bien puede estar en distinto sitio del de la solución de ayer.
El problema causal es un problema, en el fondo, epistemológico que no está, de manera alguna, resuelto. Hay una posible y excitante crítica del mismo en la realidad objetiva de la causalidad que, en la neurociencia, se puede hacer aún más complejo. Estoy completamente dispuesto a cuestionarlo desde argumentos sacados exclusivamente de temas escritos por mí en estos foros. Hay una suposición de la legalidad de la ciencia como ontología. El día a día de las personas de verdad es algo mucho más complejo que eso. Desde el concepto solidario puedo, con cierta facilidad, romper el sentido de su primacía.
“La ESF/SCSS –fundación europea para la ciencia y establecimiento para las ciencias sociales- está promoviendo la investigación de las implicaciones de las neuronas espejo. Como ya anticipé hace varios meses, las implicaciones de estas neuronas abrirán importantísimos campos. Cuando leí por primera vez de ellas identifiqué inmediatamente la misma relación que había sacado del cauce social. La revolución que suponen en la conformación de la expectativa inmediata al otro rechaza en muy buena medida la tonta ética infantil, igualmente cayeron en ello algunos de los primeros neurólogos que trataron con ellas, que sospecharon un nuevo, excitante y desprejuiciado sentido en la ética. (…)
(…) Esa ética infantil es absolutamente insuficiente para una sociología que quiera responsabilizarse, es decir, aprender a madurar”. (Implicaciones para concepción del sentido del otro y la ética, http://foros.monografias.com//showthread.php?t=50076).
Estas palabras las escribí en Diciembre del año pasado. La denominación de ética infantil tiene, al menos, uno o dos años más.
No hablo de un bien causal que no se cuestiona su fundamento moral porque se irracionaliza; la llamada ética científica es, por principio, traicionada. El bien que, de una manera desconcertante, se hace material en el cerebro es un campo posible de la ciencia, pero la ciencia no es quién para decidir si eso es bien o no lo es; lo que la ciencia dice es si es lo que es, el ser condicionado por su prueba. El problema está, por lo que se ve, en una cuestión de términos, de palabras usadas en el sentido más tendencioso.
Llamé ética infantil a unas categorías que buscaban la sola expectativa en un bien sacado de un catecismo. Allá cada cuál con sus demonios internos; de lo que aquí se habla es de lo que hace de los demonios una cuestión sociológica, que no sea sólo de uno sino de otros muchos.
En ciencia no sólo se buscan los casos que corroboran nuestra hipótesis, sino que cuando la desdicen haya auténtico avance para el conocimiento; se llama falsar, hacer falso, y no sólo estar equivocado; se pierde la razón que hacía de sustento de nuestro supuesto. Los sustentos, en cuanto a una teoría que sustenta la posible explicación del fenómeno en cuestión, su ordenamiento con arreglo a ese principio, es lo que da razón, y no que se diga es ciencia. Repito que no hay ciencia sin filosofía que no sea una degeneración de su gramática.
La insistencia maníaca en que la filosofía ha de ser sólo de la ciencia es una presuntuosidad obstinada con que la ciencia es el único bien, y la solución a todos los problemas. La cita que traje de La Rochefoucauld es muy sugerente sobre un posible mal aún no concebido porque carece del espacio, u objeto, que dé forma a su concepto. Es decir, si no conocemos cuáles serán los males de mañana, aún menos conoceremos sus soluciones. Pero admito que hay, en efecto, una ordenación en muchos fenómenos. Las hipótesis científicas se hacen con arreglo a ese supuesto; pero es una insensatez pretender que el orden conocido será como el que se conocerá, que más bien, es lo que reclama la teoría posterior que las relacionará. Hay una diferencia entre ambos que hace que uno de los dos momentos sea necesariamente especulativo por más que se pretenda como racional y con arreglo a un orden, salvo, claro está, que seamos adivinos; el momento especular es el de la anterioridad de la teoría a su comprobación. Por eso la ciencia es, en esencia, un movimiento dialéctico que sólo puede avanzar precipitando su historia, es decir, especulando.
Las categorías científicas logran desarrollar un concepto muy pulido que algunos llaman verdad en una barbarie epistemológica. Si se deja en manos viciosas concluye en un efecto ideológico que es usado a conveniencia. Todos podemos comprobar el impacto que tiene hablar de algo como científico; es de esas cosas con un poder de atracción casi mítico, como todo lo relativo al lenguaje y los objetos de trascendencia menos próximos. Los filósofos, junto a los sociólogos, antropólogos o historiadores, deshacen el efecto de su abuso de poder. El abuso, tal y como sale de mis temas, hace la distinción entre la sociología del conocimiento, y el problema dialéctico de la sociología de la ciencia.
Es muy significativo que el movimiento que se originó a principios del siglo XX dentro de la filosofía de la ciencia estuviese motivado por un recelo de la reflexión filosófica de la ciencia sobre el propio ejercicio de la ciencia. La ciencia, en su imparable avance, se podía hacer dogmática e imprudente. Era el trasfondo ético de la filosofía de la ciencia en sus días de máxima excitación. El cometido de la filosofía de la ciencia era purgar los vicios internos de la ciencia. El más desprestigiado de esos vicios es el calamitoso cientificismo; apresura una verdad que no está dispuesta a criticar; su verdad es su principio. Pero en una auténtica ciencia no hay principios que no sepan dar cuenta de su fundamento. Se pueden construir cuantos sofismas se quieran; esa es la única ciencia de la razón.
Los conceptos de la ciencia no se pueden llevar a cualquier otro sitio si no es con una teoría que dé cuenta del proceso que haga posible hablar de lo mismo, la constante que lo hace verdad. De esa manera, se desarrollan los nuevos conceptos. A todos se nos desbordan las intuiciones cuando las tomamos por verdad; y, como consecuencia de muchas de las cosas que he explicado, eso no es positivo por más se tome como tal, sino que, por el contrario, toma conciencia en su negatividad.
El caso más común de la negatividad lo tiene todo el mundo en su experiencia del proceso de aprendizaje: cuando aprende a conducir y no capta las señales, o cuando se anticipa a los semáforos; cuando advierte que las mismas palabras no se pueden usar con diferentes personas, etc., etc. No hay conocimientos positivos; se llaman propensiones lógicas, y no hacen sino refutar lo que no es válido.
Se llama acción a la limitación de un sentido del tiempo, y no adaptación. Uno es un concepto plástico restringido al tiempo del que se dice; y, el otro, teleológico, ampliado a un tiempo que no puede comprender en su anticipación. Es el principio de una ciencia experimental que dice que lo que sabe no es verdad sino como delirio del tiempo; es verdad en tanto su experiencia se repita a sí misma.
El conocimiento, como las ideas que tenemos en nuestras cabezas, es cosa de la psicología; el conocimiento, como el sustrato de esas ideas, es cosa de la lógica y la filosofía. Que vengan, sin embargo, algunos neurocientíficos a enseñarnos lo que no entendieron cuando aprendieron filosofía es un problema del mundillo especializado más que serio. Si, en efecto, conviene que el filósofo estudie ciencia, esa misma conveniencia no es muy distinta en la formación del investigador.
La filosofía no es dogmática, o no lo es la mía. La neurociencia es una disciplina muy joven que no puede sustraer la filosofía de su actividad. Si el problema del dualismo es encerrado en un cerebro como toda su ontología, se cierra a la nueva sociología que trata con los problemas que tienen las personas con esos cerebros. La solución a los problemas de hoy, lo repito, bien puede estar en distinto sitio del de la solución de ayer.
El problema causal es un problema, en el fondo, epistemológico que no está, de manera alguna, resuelto. Hay una posible y excitante crítica del mismo en la realidad objetiva de la causalidad que, en la neurociencia, se puede hacer aún más complejo. Estoy completamente dispuesto a cuestionarlo desde argumentos sacados exclusivamente de temas escritos por mí. Hay una suposición de la legalidad de la ciencia como ontología. El día a día de las personas de verdad es algo mucho más complejo que eso. Desde el concepto solidario puedo, con cierta facilidad, romper el sentido de su primacía.
“La ética, o ciencia de lo correcto y lo erróneo, debe apelar a la estética como ayuda para determinar el summum bonum. Es la teoría de la conducta autocontrolada o deliberada” (Peirce, Bosquejo de una clasificación de las ciencias)
El margen de lo correcto y lo erróneo (right or wrong) no es independiente o, como digo, en sí mismo. Es muy importante ver que la ética no sólo está en un juicio que distinga los términos por lo que son en sí mismos. Lo que los hace significativos es lo que no se refiere a sí mismos sino a aquello que hace que signifiquen. Algo no está mal porque sí, sino que está mal o es malo en relación a alguna cosa. El dolor físico, por ejemplo, además de causar un sufrimiento, es lo que permite que se haga externo; el sufrimiento no es en sí sino un llamamiento de algo en el cuerpo; en este sentido, el dolor es una condición subjetiva, de uno, que sólo trasciende en su solidaridad. Conozco gente con un umbral del dolor muy alto, que no siente dolor fácilmente, y ha tenido infecciones terribles por esa causa. El mal, el dolor en este caso, no es sólo el juicio de un efecto que se simplifica en relación a su causa. Del caso del dolor físico podemos ir a un dolor moral como estar muy tristes por la falta de alguien. Los grandes tormentos del espíritu no se sufren en el cuerpo; generan grandes penas, ansiedades, remordimientos, etc.; pero incluso los grandes males del espíritu no son en sí, sino su espíritu es en tanto que algo; el espíritu, en fenomenología, es una condición objetiva y, por ello mismo, problemática con su acción. Podemos lamentar profundamente la muerte o el sufrimiento de alguien, padecer una gran traición, el pesar de una derrota, etc.; pero no son dolores por sí mismos sino por algo que no es sí mismo. Trascienden en su solidaridad. El mal compartido es, por ser compartido, menos mal, aunque de ello se crea otro objeto. El dolor físico se soporta mejor en compañía, e igual sucede con la ansiedad que la proximidad del otro reduce. El mal compartido es el mal social; no es su mal la individualidad de su causa. La ontología de la causa del mal es ontológicamente inactiva, es decir, históricamente precipitada, es decir, historicista con su porvenir. Un delirio causal.
El juicio como una categoría de la verdad no es nunca tan lamentable como en moral, justamente, porque permite que se repita su mal al no atender a su verdadera causa. El sentido ético que defendemos es la complejidad del objeto ético. El mal, como lo propone Peirce en el texto citado, no es el juicio moralizado. El mal lo entendemos en su sentido sociológico, de manera que no es por sí mismo con independencia de su sentido social. La primacía ética es social, y es probable que sólo haya ética social; las otras serían, o bien ensimismamientos o bien degeneraciones del original sentido social.
Pero se podría plantear si hay una ética no social. Disfrutamos del alimento sin necesidad del otro, y del descanso. Probablemente veamos con alegría el sol de la mañana o del atardecer, pero no puede ser por sí mismo, sino por una propensión estética. Ahora bien, la estética del gusto, que se diferencia de la mera estética de los sentidos en una condición subjetiva que se hace simista con su propia representación como algo que significa por sí smismo en la trascendencia de un incierto sujeto portador de un gusto, es indeterminante y sin trascendencia por ella misma. Su fenomenología es, en la continuidad de un mismo tiempo, indeterminante.
Si lo miramos desde el punto de vista de la emoción diremos que la emoción en sí misma sí implica al otro, pero no lo define sino que viene definida por él; el otro abre y posibilita, y no encierra; el otro es, dicho así, un fin en sí mismo. Las emociones más importantes son sociales. La fenomenología de la emoción, de nuevo, va a trascender mayormente en lo social, como sucede con el resto de las cosas. Las cosas que no son sociales son insignificantes, y en un tiempo continuo, esto es, histórico en la unidad del concepto de su tiempo, se indeterminan. Puede haber un original significado, como una emoción cualquiera. Pues bien, en tanto el tiempo se extienda, a más tiempo, su original conciencia se aleja del origen del sentido de su primer tiempo. El tiempo ha desapropiado su conciencia en su indeterminación. Su conciencia se ha hecho sintética con los objetos que la han precipitado al vacío en el que ella misma, como simismo, se ha desapropiado. Y su significado permanecerá, actuará, en tanto no se reduzca al pretendido delirio del simismo, sino el del otro desde el que se significa.
Así que la ética no está en un juicio que no comprenda su raíz social. La ética infantil lo querría de otro modo; querría que Dios, o alguna entidad superior, legislara con una superioridad moral reducible a su ideología. Mas decimos que la superioridad está en la acción primaria con la trascendencia de su significado.
La estética, por supuesto, es enormemente significativa, y sin ella se crea distancia con el original contenido sensible de nuestros conceptos, los únicos que son positivos y significativos en un mismo tiempo.
El texto de Peirce se refiere a un empirismo que en un tiempo mostraré como ideológico e insignificante en su dialéctica social. Aunque Peirce puso el cimiento para la nueva sociología, la dimensión de los problemas sociales requiere modelos considerablemente menos tradicionales y más comprensivos con el tiempo. Por otro lado, él fue el filósofo que más acertadamente concibió la dialéctica de la continuidad del tiempo de la acción. La terceridad, en el sentido de su creación histórica, y no sólo de su categoría lógica, se hace especialmente problemática al crear en torno a su acción un conjunto discontinuo de problemas insolidarios.
La figura del asco al otro cobra aquí un nuevo sentido de moralización en la comprensión del otro margen que la moralidad pervertida oculta como única e individual raíz del mal, pero que no es sino otro margen de la causa del mal. El mal no es, pues, simismo, sino un margen en el que se desenvuelve su acción.
Una alternativa al asco al otro está en la anomia y lo que podríamos llamar impulso social distante. Como he venido haciendo, y hace la moderna sociología, se trata de una interpretación de la anomia ideológica, y no sociológica. El sentido que originalmente concibió Durkheim no es conservador, es decir, no trataba la anomia como un mal en sí mismo, sino una forma dialéctica que la moral debía comprender y normalizar en su sentido social. La creación social, la síntesis social creativa, no era mecánica sino orgánica; no era reducible a los términos por los que venía determinada su relación anterior, su historia.
La sociología, desde sus inicios, se quiso independizar de la filosofía, pero defiendo que la sociología debiera hacerse no sólo más filosófica sino, en la concepción de sus objetos, principalmente filosófica. La inclinación empírica de la sociología parece que ha sido reducida por su actual interés en la hermenéutica. Lo dado empíricamente no es más que una condición limitada a la acción dada, y no a la acción de una conciencia solidaria con aquello con lo que se solidariza. Cuanto más avanza el conocimiento, la acción ética es, cada vez más, acción que no es de uno mismo.
Un objeto es estético cuando la acción de la que forma parte está determinada por lo que viene dado a partir de los sentidos. Dicha acción es pasiva, y está, por tanto, determinada. El sujeto de esta pasión forma parte del proceso sólo como medio de la pasión. Es estética la impresión de la vista, el gusto, y todo lo relacionado con los sentidos; lo que uno ve, lo que a uno le gusta, lo relacionado con los sentidos, le viene dado, y no hay, en principio, ninguna deliberación al respecto. Con justicia, se llamó a ese tipo de estado animalidad.
Las pasiones, en cuanto que son afecciones, son un margen que diremos de la inmediación. El tiempo que determinan es dado a la conciencia, y está precipitado sobre ella. La conciencia, pues, es un fenómeno posterior a la inmediación; la inmediación determina la conciencia. El tiempo en el que la inmediación actúa está, como hemos visto, determinado, y nos exime. La identidad, que en ética es una figura trascendental, no pertenece a la estética sino como un margen indefinido, indeterminado, en el que es posible crear una diferencia con respecto a lo dado.
El sentimiento hacia cosas como una manzana o una piedra no es el mismo que hacia una persona, está claro, pero la distinción que podemos hacer al respecto requiere de una crítica que haga problemáticos los conceptos que entran. El sentimiento es ético en una conciencia que reconoce una superación moral que desliga la anterior atadura sensible a partir de un nuevo sentido, el objeto ético que media la superación. La ética es una emergencia fruto de la trascendencia de esa acción; la ética, por lo tanto, no pertenece a lo dado sino a la indeterminación de la acción de trascendencia. La atadura estética ha pasado de una simple determinación a una indeterminación que invierte y hace más posibles los objetos que cursó; hay una posibilidad de alterar el curso que era determinado en una acción que lo indetermina.
La manzana no tiene, en principio, una emoción implicada. La posible implicación que tenga en un símbolo requiere de una teoría que dé cuenta del objeto que determinaba la expectativa dada y precipitada como estética.
El sentimiento hacia otra persona, por otra parte, fue llamado empatía. La empatía es un margen de sentimiento hacia el otro en el que caben diversos grados; no es sólo un sentimiento positivo hacia el otro; es positivo en cuanto es un sentimiento, pero no en tanto es bueno; sería precipitar el juicio del sentimiento sobre un margen que no estaba comprendido y sobre el que dictamos un juicio precipitado con la suposición de que la inmediación será igual a la mediación, el momento que urge ética. La expectativa de la acción de la inmediación no es simétrica con la de la mediación por la distinción que la convertía en ética; la llamamos acción de la conciencia, acción ética.
La empatía comprende, y es así con mucha frecuencia, el margen en el que el otro es una molestia. El sentimiento hacia una misma persona, por caso, puede ser distinto en diferentes ocasiones; es una misma persona, y la respuesta emocional ante ella es distinta; la emoción es, pues, un margen.
La empatía es una emoción que no es dada en la conciencia salvo en grados muy altos; es una emoción, en la mayor parte del trato con el otro, dada sólo en la inmediación y en el concepto solidario que lo lleva implicado; y su concepto no sabe distintamente de la emoción que lo servía de base al estar precipitada; la distancia que el concepto tiene con la emoción es la forma que la recreación toma, y por lo que es posible como concepto.
La empatía no es un amor hacia el otro sino un margen que determina la posible relación con él; cabe el amor y cabe el rechazo. El absoluto de esa pasión es el margen en el que esa pasión se hace distinta. El a priori del absoluto no es la pasión sino el otro, el que la determina; sin el otro no habría dicha emoción. No es menos empática la molestia que causa el otro; el otro no es sólo un margen de bondad; la pasión por el otro es el absoluto en el que caben los grados que hacen que pueda variar; se padece la pasión provocada por el otro, como hemos dicho, su figura a priori. El objeto ético, en este caso, es el margen del otro, el que cursa la acción.
La emoción no vendrá determinada sólo por el influjo del otro, sino que puede comprender una amplia variedad en ese sentimiento; es una forma a priori de relación que distingue, por ello, el sentido que implica. Los grados de empatía permiten la comprensión del margen del concepto solidario. En su desarrollo, como se vio, el grado emocional era relativo a su concepto, con el que se hacía uno, y no sólo al contenido de su emoción, de la que su concepto era, más bien, distante.
La relación con una manzana puede ser simbólica, pero no por ello es ética; ética sería la forma mediada que critica el símbolo como objeto moral (el apetito por una fruta en una comunidad, y el pecado en otra). El margen del objeto moral no es el de uno, el relativo a la estética, sino que, justamente al contrario, es el relativo al margen que se amplía más allá de uno, el objeto solidario. La forma del concepto solidario no trata del otro sólo como un individual sino como un sentido amplio del otro que va desde lo singular hasta lo colectivo.
La solidaridad está, en efecto, emparentada con la empatía. Una es su principio, dirige al otro; y la otra, es su efecto. La solidaridad es el efecto que agrupa más de una conciencia alrededor de un mismo objeto, y no es emocional sino en el grado asumido en su concepto. Como pasa con la mayoría de los fenómenos, no hay una creatividad ilimitada en el concepto solidario sino que es una acción formal. Los conceptos precipitan la experiencia al estar asumidos sintéticamente en la expectativa de una misma experiencia; dicho en otras palabras, precipitan lo que han formalizado.
El tiempo de las emociones es altamente complejo porque no es del tipo "sólo cabe emoción buena o mala", estética, pues. La amígdala gestiona de manera muy diversa la emoción, y no al modo de las ridículas y delirantes simetrías spinozistas; las emociones no son simétricas con sus contrarios, ni tienen el mismo efecto local; son distintas en especie y lugar (uno de los más inquietantes efectos del cerebro es que está interrelacionado y no se puede reducir sólo a efecto local; es un mapa de interrelaciones).
El concepto de urgencia es importante porque está inclinado por los estados problemáticos como el miedo o el peligro, situaciones urgentes que requieren de la ampliación de una nueva acción. La razón puede superar la inhibición, la dialéctica sin conciencia, conforme a una ordenación no estética. El objeto de la ansiedad, en el caso del temor, es una descoordinación en la gestión de su emoción. Puede sentirse una emoción, sin más, como la ternura por un bebé, o se puede sentir rechazo por el mismo como consecuencia de un proceso de estrés que nos urja a ser éticos (un onanista no es ético sino principalmente estético). La emoción no es la misma cuando se siente porque no hay más que expectativa en su anidamiento cerebral; es expectativa de síntesis recreativa; la diversidad fenoménica recrea una identidad. La expectativa es siempre incierta, y nunca claramente cierta; su margen de incertidumbre es el que hace posible su diversidad, la razón que urge a su plasticidad.
La emoción no es un sentimiento que defina la acción sino que la pone en dirección, y no la precipita; las emociones, en este sentido, son orientaciones. La emoción, en el grado ético, es acción posible que requiere de cierta deliberación para que sea finalizada, llevada a cabo. En esa deliberación, en esa elección, está la acción ética, la que requiere lógicamente de un sustento que le dé identidad.
Con esto no queremos decir que la estética sea innecesaria para la ética; antes bien, es la que da primer contenido a la ética. La madurez consite en que sea ampliada y, en dicha ampliación, entre la responsabilidad.
La figura de la responsabilidad es muy compleja porque el filósofo sabe que no sólo forma parte de la estética, lo que en ella es dado y nos exime. La responsabilidad, como un sentimiento de deber, una autoridad moral no sólo estética, ha de ser cuestionada por la razón que busca con su síntesis la deliberación que, como hemos dicho, hará ética la acción. La razón amplía la comprensión del objeto ético, y no sólo está limitada en él. La conciencia, como hemos visto, permite indeterminar ese límite.
Cuando se llamó a esa ética primeramente infantil se dijo en su sentido de irresponsabilidad; hace responsable a un margen que se abstrae de aquello próximo a su contenido, cabalmente, el de una emoción precipitada como expectativa sobre nosotros. La proximidad a los objetos, por el contrario, los pone en el margen en que la acción hace síntesis con su situación; se adecua a la urgencia.
Los conceptos realmente científicos no son estéticos sino sintéticos a partir del desarrollo de la unidad teorética que amplía la estética al campo de la unidad de la razón. La estética es campo de las impresiones de los sentidos (esto me hace feliz, me gusta y me alegra; o me hace estar infeliz, me disgusta y me entristece); y la ética cuestiona las condiciones que amplían un juicio estético y lo llevan hasta la proximidad que da contenido a su objeto.
La responsabilidad es ética como una autoridad con fuerza moral. La fuerza moral es el sentimiento que nos impulsa a actuar con las cosas en lo que las hace morales. No es moral una piedra, en principio, porque no tiene ningún significado moral; y es moral, por el contrario, la piedra porque simboliza una tumba.
Lo que hace que algo sea moral es la posible relación con el otro. La piedra, en tanto que sea sólo una piedra, no significa directamente al otro; la piedra, en tanto que signifique al otro, es un símbolo moral que lo lleva implicado.
La distinción entre la implicación moral y su falta es lo que hace que podamos hablar de moral. Lo moral es, pues, un sentido originalmente positivo que lleva implícito un contenido en el otro, el margen que tiene de determinación. No es el otro como la alteridad ontológica de la piedra, algo más allá de mí por sí mismo. Como dijimos, la piedra no tiene, en principio, un significado moral. La piedra es, en efecto, otra cosa que no soy yo; es algo, por tanto, distinto y con posible ampliación. La piedra puede ser un objeto que utilice para golpear al animal que me sirva de alimento, y va, en ese sentido, más allá de mí. Con su acción hay una superación del estado anterior. Tenía hambre, y gracias a la piedra consigo alimento. Ahora bien, la piedra guarda una relación simista que hace estrecho su margen; la piedra no tiene fuerza moral. Los significados posibles de la piedra están reducidos a la relación que imponga el uso con ella. Podrá, por caso, recordarme el alimento que con ella logro, y ello me provocará un sentimiento de cierta alegría; pero la piedra, por sí misma, no tiene carácter moral. El carácter moral es la ampliación que significa por sí misma la relación con el otro, la que implica el sentimiento moral.
De acuerdo con la fenomenología del concepto solidario los conceptos que significan más, los que más padecen el fenómeno de la precipitación, son los que forman parte de la acción social, la acción primaria en la fenomenología del concepto solidario, la que trasciende en un mismo tiempo con una ampliación. No hay conceptos que signifiquen en el fenómeno de la precipitación y sean distantes del objeto solidario. Los conceptos que trascienden son los que guardan una posibilidad en esa acción. Comer es una acción que tendrá un desarrollo muy distinto si entra en el concepto solidario. El concepto solidario significa más porque lleva implicado un grado emocional del que se sirve como contenido mientras señala lo que lo hace distinto del resto de las cosas en esa identidad solidaria; la emoción al otro es la que crea la distinción en una identidad que trasciende la conciencia.
La fenomenología de la percepción del concepto solidario parece evidente. El otro parece un objeto dado sin más, pero forma parte de una red que es todo menos evidente. El otro no es un concepto evidente, sino que es, justamente, la razón en la que está asentada la precipitación. El otro está dado por supuesto, y el grado emocional del que se sirvió su concepto es el que formaliza la posibilidad de que sea dado por supuesto, esto es, que sea precipitado en un concepto.
El supuesto del grado emocional es un ajuste de una ontología de la confianza, un margen de certidumbre del otro. El otro es al que significar en forma de alguien con el que compartir una unidad emocional y, a partir de ahí, crear proximidad con su representación. No es una misma representación por ser representación sino porque lleva algo que significa más que si fuera sólo representación; significa más porque tiene una emoción implicada. Una piedra puede significar alimento, y ello puede desatar una emoción. Ahora bien, la acción de significar está reducida a la representación de un concepto que, como todos los conceptos, no se amplía sino negativamente en una historia que hace el mismo el concepto y no la emoción que sólo recrea.
La emoción no es reducible a un concepto justamente porque su tiempo no es simétrico con el de la conciencia que lo padece. La emoción es positiva, dice algo inmediatamente; y la conciencia lo recrea en una distancia que no puede ser sino indeterminante. Conforme más quiere decir, cuanto más extienda el supuesto de una misma emoción, tanto más niega el sentido positivo de dicha emoción. El tiempo de la emoción, dicho así, es positivo y no urge a un concepto; el de la conciencia, contrariamente, sólo es negativo en la representación mientras permanece a la espera de una nueva emoción que lo urja.
Esta mañana mi hijo ha mirado la pantalla del ordenador curioseando con una sonrisa, y me ha dicho, exactamente: “papá, la ética infantil no existe; la ética es ética, y no es infantil”. No he podido sino sonreír por más que él entienda los problemas perfectamente. La ética infantil es el título que doy a la ética que critico. No digo que no sea ética; es ética como una estética que conduce a la irresponsabilidad con los problemas. La urgencia se amplía con la acción de la conciencia, y no con una conciencia que hable de adaptación al orden natural con la mayor urgencia de decir verdad. La urgencia, la proximidad, no espera a ver si su dolor es verdad.
La ética objetiva no sólo es un supuesto destinado a ser criticado objetivamente, sino que se precipita en la conveniencia ideológica de que el bien de uno es, asimismo, el bien de los demás, como si no hubiese distancia de tránsito de una conciencia a otra en los objetos que soportan las distintas ideas, y como si la ética no tuviese nada que ver con la urgencia y el conflicto de esas ideas. El sentido epistemológico hecho ético es, sencillamente, que ha de serlo, la consecuencia de una razón no crítica, esto es, acrítica. El supuesto a criticar es, en su principio, acrítico; es un principio por la definición de que es racional y ha de ser científico por más que su filosofía sea acientífica e irracional.
Mi postura es que la ética ha de buscar el contenido en la urgencia y en el fundamento moral de su verdadero significado ético. En ello consiste que la ética se descubra; no es una ética de estados cerebrales que reducen a concepto el margen de su estimulación, sino una ética que sea próxima al otro en la complejidad que crea la compasión. El otro no es bueno por ser el otro. Llevamos las condiciones estéticas a la creación de una ética de su situación. Hacemos de la ética la comprensión del proceso al que se enfrenta la compasión, aquello con lo que se roza la ética, nada distinto del otro. Tal y como dije, la ética infantil está vacía al vaciarse, justamente, de aquello que le da contenido. La piedra, por sí misma; el cerebro, por sí mismo, no tienen ética.
La compasión es pasión del otro, pasión del otro hecha mía. El otro sufre y, extrañamente, siento su dolor. A partir del grado de pasión compartido por su inmediación desarrollé el concepto solidario, la unidad conceptual que determina la comunidad de representaciones. Esto se da en la inmediación por el efecto del otro, como en la producción inmediata de dopamina o la conciencia emocional de su dolor; o en la mediación a partir de formas comunes como lo son, por caso, todas las relativas a un lenguaje que pretende decir al otro, u otras derivadas en variedades de lo mismo, el otro.
Tal y como lo desarrollé, y expliqué en estos foros, nace de una importante crítica a una crítica que Nietzsche hizo, a su vez, a Schopenhauer.
Schopenhauer fundamenta la moral en la compasión universal desde el dolor común propio de los seres sujetos a la voluntad. Hacía complejo el problema filosófico en los grados de objetivación de la voluntad. En los grados más bajos, los que son inferiores al estado de conciencia, las respuestas son orgánicas e inmediatas. Uno no tiene conciencia del sufrimiento del otro porque le duela sino porque el objeto al que se remiten es el mismo; hacen de una misma acción volitiva un mismo objeto. La superación de las objetivaciones volitivas deja su biología y fisiología y hace unidad en un grado complejo del organismo en la conciencia; es la emergencia volitiva que logra una menor determinación en ella.
La conciencia es un margen determinado por la inmediación, sus grados anteriores; y, principalmente, por la mediación, esto es, su representación. La conciencia no se remite a los grados inferiores sino a los superiores. En verdad, los inferiores están ahí en su determinación, pero rara vez llegan a la conciencia. Uno ve mucho antes de ver; uno siente mucha hambre antes de sentir hambre; uno oye mucho antes de oír, etc. etc.. Técnicamente, se llaman potenciales de evocación; son la condición mínima necesaria para que algo se llegue a ver, oír, o lo que sea; todo eso es estética que viene determinada y nos exime al negar la necesidad de una identidad sutantiva en forma de responsabilidad trascendental. La importancia de la mediación es que tiene formas inteligibles que la hacen posible al conocimiento, a sí como sustento; son determinables por un margen trascendental y no meramente causal.
Nietzsche, por otro lado, hace una crítica de la representación. No a la anterioridad causal sino a su consecuencia moral; el hombre limita el mundo a una representación que se enquista como debilidad al ceder la voluntad de poder a las fuerzas que mueven la representación; una identidad, como se sigue de mis textos, que indetermina. La compasión es criticada como una debilidad y una pereza causada por el otro. El otro me asquea porque es el que ronda mi espacio; y sólo creo distancia cuando me aparto y creo una fuerza distinta. El otro debilita porque lo que me une a él es el prejuicio que está enraizado en el sentido de la representación con la que verdaderamente ha creado distancia.
Nietzsche malinterpreta la compasión al hacerla representación. El blanco de tiro de Nietzsche era el cristianismo, pero su prejuicio moral, la incomprensión de su principio, estaba en la representación que la moral tomaba y recreaba. Nietzsche criticaba un estado de la representación cuando Schopenhauer hablaba de la inmediación.
El sentido de la representación compasiva es que es compasiva debido a su forma de estar representada, pero la compasión de Schopenhauer tenía fuerza moral porque llegaba a ella sintéticamente en la anticipación a la representación desde formas trascendentales propias del conocimiento; superaba la representación en su contenido inmediato. Las formas del conocimiento permiten hacer múltiple lo que es reducido a simple identidad en la representación, lo que reduce la representación y el conocimiento amplía como margen creativo, el significado de síntesis creativa. El sentido trascendental es un margen moral en sí mismo al tener su grado más alto en el conocimiento del dolor del otro que supera al hacer de ello una misma emoción. El concepto solidario es, además de la reducción a concepto de la primeridad sociológica, el fundamento que hace posible la sociología, una auténtica predisposición crítica ante aquello que se indetermina cuando se quiere decir ética. La ética no es dialéctica en el límite de la representación, como la epistemología y la ciencia en su inmoralidad; es lo que urge estética en ella, y por lo que, aún más, urge crítica.
No es fácil hacer un resumen de la importancia de Schopenhauer para la ética porque hasta hace poco tiempo no se ha hecho comprobable científicamente, y se tomaba como un esoterismo oriental. La filosofía de Schopenhauer es atea y no tiene una relación clara con el cristianismo sino mucho más definida con religiones orientales más cercanas a su sistema filosófico.
Schopenhauer desarrolló su ética desde la crítica de los principios de la moral de Kant, principalmente, al imperativo categórico como una autoridad por sí misma. La ética no estaba sólo en una petición de principio de la razón sino en la voluntad que la determinaba en último término.
La ética infantil pretende dictar ética conforme a lo que define como sentimientos buenos. Conoce el bien, un bien dogmático y sin posible historia, un bien lógico; y su diferencia no es sino distancia con él. El bien es un margen negativo que afirma como consecuencia de su contraste, y no por sí mismo, por su contenido positivo.
El bien no es sino una generalización especulativa del bueno que reproduce el efecto de la imaginación; la ética infantil pretende el bien como una reducción causal en la que el efecto es consecuente con su causa en la síntesis acrítica que da forma a su identidad. Como se ha defendido incontables veces, todas las síntesis son irracionales; urgen crítica. El problema inductivo que supone lo supera reduciéndolo a ser deducido, esto es, reducido a una condición lógica que no puede ser sino distante; la verdad requiere ser posible analíticamente, distante y abstracta. Pero lo que hace, como toda generalización, es reproducir una secuencia basada en una lógica inductiva. No es un bien positivo sino en tanto no sea mal; es un bien que no puede superar el obstáculo de estar precipitado y sólo ser criticable históricamente. Su dogma es falsificado a traición, y su lógica no es sino relativa a un tiempo que no la hace lógica sino histórica.
La ética de Spinoza creaba un margen absoluto de los afectos, el campo natural en el que se desenvolvían. En ningún momento Spinoza proclama bondad sino que proclama razón. Spinoza comprende la acción del afecto, y desfundamenta su irracionalidad; hace evidente el efecto de la pasión que se sigue como una consecuencia necesaria. La ética no estaba en la estética del sentimiento, su particular roce, sino en lo que la razón podía hacer en el margen de la conciencia.
La estética en la que se ubica la ética infantil comprende el afecto como una primeridad, un en sí y sin más relaciones; es estética en sí misma como la forma de la ética; lo que dice la ética es lo que manda la estética, su contenido. El en sí estético ha de ser simétrico con el del mundo al que está dirigido. El simismo tiene garantía siempre que se respete su margen en sí. El afecto es universal en tanto se reduzca a puridad, a la condición de la que una razón vacía pueda decir cualquier cosa. Esa razón es formal, recreativa, y no racional y creativa; es razón por su expectativa, porque supone su bien, y no porque lo crée.
La estética no tiene contenido ético. El objeto ético lo pone la conciencia; es a lo que está dirigida, de manera que la ética no está en el sentimiento sino en el sentido reconocido. La emoción, por sí sola, no dice nada más que lo que dice; no dice por ser ella misma, sino que será ética en la ampliación, con quién se roza, y no con qué. El qué y no quién es una variación indeterminada del simismo en su inmoralización. Ética no es un cerdo onanista que abstrae y falsifica al otro. El sentido de la emoción es una precipitación sobre la conciencia que será ética cuando reconozca un valor en la acción que trasciende, cuando reconozca la superación moral.
La conciencia, como se ha venido recordando, no es una unidad psicológica que padece los efectos conforme a la historia de su pasión. La pasión es estética, y, por lo tanto, fundamentalmente irracional. La conciencia es una unidad lógica que comprende los objetos a los que está dirigida. La conciencia no ve, sin más; ni siente, sin más. Ve, y siente; en ello consiste su pasión, su margen irracional. Lo que hace que la conciencia sea una unidad lógica es que es trascendental, que no está determinada; comprende un margen que se amplía en su acción. La conciencia no puede evitar lo que siente; está, en principio, determinada. La indeterminación de la conciencia está en su acción; comprende un margen que amplía en su implicación.
Spinoza tomó los afectos en sí mismos y con independencia del resto de las cosas. “Tan dignas de que las conozcamos como las propiedades de cualquier otra cosa en cuya contemplación nos deleitemos” (Spinoza, Ética). La ética de Spinoza era una ordenación de los afectos desde la racionalización de los mismos en una ética demostrada según el orden geométrico. No tiene ninguna importancia lo que digan si no es en tanto su posible razón. La razón del afecto es su posible reducción “como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”. Esa es la ejemplar compasión de Spinoza, ninguna que haga al alma humana otra cosa que un ente racional, una perfecta mónada que concibe las cosas sin ningún contenido que no sea otra cosa que simismo.
Kant depuró la mónada que Leibniz encerró en sí misma para someterla a los grados de una conciencia que hacían posible a Dios. A Dios, en el orden de Spinoza, le somos indiferentes. Dios es el margen absoluto de la más perfecta razón que conforme se aleje de ella misma más padece la afección. Me opongo frontalmente a esa ética atea como un Dios de la razón. ¡Dios como el gran cerdo onanista!.
La ética no es nihilista sino que es próxima al objeto. Ética no es la falta de objeto, el supuesto del recreo teorético; ética es la comprensión del objeto en la proximidad con él. No se dice por decir como si, con ello, se hiciese ética; se dice porque se dice al otro. Eso es el margen de la ética, el que amplía con contenido.
Es cierto que hay una corriente en la neurociencia actual que pretende problematizar asuntos que eran campo de la filosofía. La ética es uno de ellos, pero no es cierto, como ya dije, que la neurociencia sea spinozista.
La filosofía, para los neófitos y otros iniciados, es algo así como un subjetivismo con elegancia intelectual. Los filósofos especulan sin objeto; se comen la cabeza, y se la comen a los demás. Cuando alguien dice que la ética no es asunto de la filosofía no sabe lo que dice. La filosofía no es lo mismo que la ciencia; la ciencia es un momento de la filosofía, un trámite en su tiempo. La filosofía comprende la ciencia; y no hay ciencia sin filosofía.
Hay filósofos que desprecian la ciencia porque no admiten la imposición ideológica que inevitablemente supone; en ética, es su bien incondicional. Dicen que la ciencia no tiene nada importante que decir a la filosofía. Mi posición no es tan extrema, pero sí digo que no es tan importante como su bien supone. Digo, exactamente, que no cuenta con la primacía, no es la que ordena en primer grado las cosas. La verdad que persigue la ciencia en la distancia no tiene nada que ver con la urgencia de dotar, sin otros de por medio, de contenido a la proximidad.
“La ESF/SCSS –fundación europea para la ciencia y establecimiento para las ciencias sociales- está promoviendo la investigación de las implicaciones de las neuronas espejo. Como ya anticipé hace varios meses, las implicaciones de estas neuronas abrirán importantísimos campos. Cuando leí por primera vez de ellas identifiqué inmediatamente la misma relación que había sacado del cauce social. La revolución que suponen en la conformación de la expectativa inmediata al otro rechaza en muy buena medida la tonta ética infantil, igualmente cayeron en ello algunos de los primeros neurólogos que trataron con ellas, que sospecharon un nuevo, excitante y desprejuiciado sentido en la ética. (…)
(…) Esa ética infantil es absolutamente insuficiente para una sociología que quiera responsabilizarse, es decir, aprender a madurar”. (Implicaciones para concepción del sentido del otro y la ética, http://foros.monografias.com//showthread.php?t=50076).
Estas palabras las escribí en Diciembre del año pasado. La denominación de ética infantil tiene, al menos, uno o dos años más.
No hablo de un bien causal que no se cuestiona su fundamento moral porque se irracionaliza; la llamada ética científica es, por principio, traicionada. El bien que, de una manera desconcertante, se hace material en el cerebro es un campo posible de la ciencia, pero la ciencia no es quién para decidir si eso es bien o no lo es; lo que la ciencia dice es si es lo que es, el ser condicionado por su prueba. El problema está, por lo que se ve, en una cuestión de términos, de palabras usadas en el sentido más tendencioso.
Llamé ética infantil a unas categorías que buscaban la sola expectativa en un bien sacado de un catecismo. Allá cada cuál con sus demonios internos; de lo que aquí se habla es de lo que hace de los demonios una cuestión sociológica, que no sea sólo de uno sino de otros muchos.
En ciencia no sólo se buscan los casos que corroboran nuestra hipótesis, sino que cuando la desdicen haya auténtico avance para el conocimiento; se llama falsar, hacer falso, y no sólo estar equivocado; se pierde la razón que hacía de sustento de nuestro supuesto. Los sustentos, en cuanto a una teoría que sustenta la posible explicación del fenómeno en cuestión, su ordenamiento con arreglo a ese principio, es lo que da razón, y no que se diga es ciencia. Repito que no hay ciencia sin filosofía que no sea una degeneración de su gramática.
La insistencia maníaca en que la filosofía ha de ser sólo de la ciencia es una presuntuosidad obstinada con que la ciencia es el único bien, y la solución a todos los problemas. La cita que traje de La Rochefoucauld es muy sugerente sobre un posible mal aún no concebido porque carece del espacio, u objeto, que dé forma a su concepto. Es decir, si no conocemos cuáles serán los males de mañana, aún menos conoceremos sus soluciones. Pero admito que hay, en efecto, una ordenación en muchos fenómenos. Las hipótesis científicas se hacen con arreglo a ese supuesto; pero es una insensatez pretender que el orden conocido será como el que se conocerá, que más bien, es lo que reclama la teoría posterior que las relacionará. Hay una diferencia entre ambos que hace que uno de los dos momentos sea necesariamente especulativo por más que se pretenda como racional y con arreglo a un orden, salvo, claro está, que seamos adivinos; el momento especular es el de la anterioridad de la teoría a su comprobación. Por eso la ciencia es, en esencia, un movimiento dialéctico que sólo puede avanzar precipitando su historia, es decir, especulando.
Las categorías científicas logran desarrollar un concepto muy pulido que algunos llaman verdad en una barbarie epistemológica. Si se deja en manos viciosas concluye en un efecto ideológico que es usado a conveniencia. Todos podemos comprobar el impacto que tiene hablar de algo como científico; es de esas cosas con un poder de atracción casi mítico, como todo lo relativo al lenguaje y los objetos de trascendencia menos próximos. Los filósofos, junto a los sociólogos, antropólogos o historiadores, deshacen el efecto de su abuso de poder. El abuso, tal y como sale de mis temas, hace la distinción entre la sociología del conocimiento, y el problema dialéctico de la sociología de la ciencia.
Es muy significativo que el movimiento que se originó a principios del siglo XX dentro de la filosofía de la ciencia estuviese motivado por un recelo de la reflexión filosófica de la ciencia sobre el propio ejercicio de la ciencia. La ciencia, en su imparable avance, se podía hacer dogmática e imprudente. Era el trasfondo ético de la filosofía de la ciencia en sus días de máxima excitación. El cometido de la filosofía de la ciencia era purgar los vicios internos de la ciencia. El más desprestigiado de esos vicios es el calamitoso cientificismo; apresura una verdad que no está dispuesta a criticar; su verdad es su principio. Pero en una auténtica ciencia no hay principios que no sepan dar cuenta de su fundamento. Se pueden construir cuantos sofismas se quieran; esa es la única ciencia de la razón.
Los conceptos de la ciencia no se pueden llevar a cualquier otro sitio si no es con una teoría que dé cuenta del proceso que haga posible hablar de lo mismo, la constante que lo hace verdad. De esa manera, se desarrollan los nuevos conceptos. A todos se nos desbordan las intuiciones cuando las tomamos por verdad; y, como consecuencia de muchas de las cosas que he explicado, eso no es positivo por más se tome como tal, sino que, por el contrario, toma conciencia en su negatividad.
El caso más común de la negatividad lo tiene todo el mundo en su experiencia del proceso de aprendizaje: cuando aprende a conducir y no capta las señales, o cuando se anticipa a los semáforos; cuando advierte que las mismas palabras no se pueden usar con diferentes personas, etc., etc. No hay conocimientos positivos; se llaman propensiones lógicas, y no hacen sino refutar lo que no es válido.
Se llama acción a la limitación de un sentido del tiempo, y no adaptación. Uno es un concepto plástico restringido al tiempo del que se dice; y, el otro, teleológico, ampliado a un tiempo que no puede comprender en su anticipación. Es el principio de una ciencia experimental que dice que lo que sabe no es verdad sino como delirio del tiempo; es verdad en tanto su experiencia se repita a sí misma.
El conocimiento, como las ideas que tenemos en nuestras cabezas, es cosa de la psicología; el conocimiento, como el sustrato de esas ideas, es cosa de la lógica y la filosofía. Que vengan, sin embargo, algunos neurocientíficos a enseñarnos lo que no entendieron cuando aprendieron filosofía es un problema del mundillo especializado más que serio. Si, en efecto, conviene que el filósofo estudie ciencia, esa misma conveniencia no es muy distinta en la formación del investigador.
La filosofía no es dogmática, o no lo es la mía. La neurociencia es una disciplina muy joven que no puede sustraer la filosofía de su actividad. Si el problema del dualismo es encerrado en un cerebro como toda su ontología, se cierra a la nueva sociología que trata con los problemas que tienen las personas con esos cerebros. La solución a los problemas de hoy, lo repito, bien puede estar en distinto sitio del de la solución de ayer.
El problema causal es un problema, en el fondo, epistemológico que no está, de manera alguna, resuelto. Hay una posible y excitante crítica del mismo en la realidad objetiva de la causalidad que, en la neurociencia, se puede hacer aún más complejo. Estoy completamente dispuesto a cuestionarlo desde argumentos sacados exclusivamente de temas escritos por mí en estos foros. Hay una suposición de la legalidad de la ciencia como ontología. El día a día de las personas de verdad es algo mucho más complejo que eso. Desde el concepto solidario puedo, con cierta facilidad, romper el sentido de su primacía.
“La ESF/SCSS –fundación europea para la ciencia y establecimiento para las ciencias sociales- está promoviendo la investigación de las implicaciones de las neuronas espejo. Como ya anticipé hace varios meses, las implicaciones de estas neuronas abrirán importantísimos campos. Cuando leí por primera vez de ellas identifiqué inmediatamente la misma relación que había sacado del cauce social. La revolución que suponen en la conformación de la expectativa inmediata al otro rechaza en muy buena medida la tonta ética infantil, igualmente cayeron en ello algunos de los primeros neurólogos que trataron con ellas, que sospecharon un nuevo, excitante y desprejuiciado sentido en la ética. (…)
(…) Esa ética infantil es absolutamente insuficiente para una sociología que quiera responsabilizarse, es decir, aprender a madurar”. (Implicaciones para concepción del sentido del otro y la ética, http://foros.monografias.com//showthread.php?t=50076).
Estas palabras las escribí en Diciembre del año pasado. La denominación de ética infantil tiene, al menos, uno o dos años más.
No hablo de un bien causal que no se cuestiona su fundamento moral porque se irracionaliza; la llamada ética científica es, por principio, traicionada. El bien que, de una manera desconcertante, se hace material en el cerebro es un campo posible de la ciencia, pero la ciencia no es quién para decidir si eso es bien o no lo es; lo que la ciencia dice es si es lo que es, el ser condicionado por su prueba. El problema está, por lo que se ve, en una cuestión de términos, de palabras usadas en el sentido más tendencioso.
Llamé ética infantil a unas categorías que buscaban la sola expectativa en un bien sacado de un catecismo. Allá cada cuál con sus demonios internos; de lo que aquí se habla es de lo que hace de los demonios una cuestión sociológica, que no sea sólo de uno sino de otros muchos.
En ciencia no sólo se buscan los casos que corroboran nuestra hipótesis, sino que cuando la desdicen haya auténtico avance para el conocimiento; se llama falsar, hacer falso, y no sólo estar equivocado; se pierde la razón que hacía de sustento de nuestro supuesto. Los sustentos, en cuanto a una teoría que sustenta la posible explicación del fenómeno en cuestión, su ordenamiento con arreglo a ese principio, es lo que da razón, y no que se diga es ciencia. Repito que no hay ciencia sin filosofía que no sea una degeneración de su gramática.
La insistencia maníaca en que la filosofía ha de ser sólo de la ciencia es una presuntuosidad obstinada con que la ciencia es el único bien, y la solución a todos los problemas. La cita que traje de La Rochefoucauld es muy sugerente sobre un posible mal aún no concebido porque carece del espacio, u objeto, que dé forma a su concepto. Es decir, si no conocemos cuáles serán los males de mañana, aún menos conoceremos sus soluciones. Pero admito que hay, en efecto, una ordenación en muchos fenómenos. Las hipótesis científicas se hacen con arreglo a ese supuesto; pero es una insensatez pretender que el orden conocido será como el que se conocerá, que más bien, es lo que reclama la teoría posterior que las relacionará. Hay una diferencia entre ambos que hace que uno de los dos momentos sea necesariamente especulativo por más que se pretenda como racional y con arreglo a un orden, salvo, claro está, que seamos adivinos; el momento especular es el de la anterioridad de la teoría a su comprobación. Por eso la ciencia es, en esencia, un movimiento dialéctico que sólo puede avanzar precipitando su historia, es decir, especulando.
Las categorías científicas logran desarrollar un concepto muy pulido que algunos llaman verdad en una barbarie epistemológica. Si se deja en manos viciosas concluye en un efecto ideológico que es usado a conveniencia. Todos podemos comprobar el impacto que tiene hablar de algo como científico; es de esas cosas con un poder de atracción casi mítico, como todo lo relativo al lenguaje y los objetos de trascendencia menos próximos. Los filósofos, junto a los sociólogos, antropólogos o historiadores, deshacen el efecto de su abuso de poder. El abuso, tal y como sale de mis temas, hace la distinción entre la sociología del conocimiento, y el problema dialéctico de la sociología de la ciencia.
Es muy significativo que el movimiento que se originó a principios del siglo XX dentro de la filosofía de la ciencia estuviese motivado por un recelo de la reflexión filosófica de la ciencia sobre el propio ejercicio de la ciencia. La ciencia, en su imparable avance, se podía hacer dogmática e imprudente. Era el trasfondo ético de la filosofía de la ciencia en sus días de máxima excitación. El cometido de la filosofía de la ciencia era purgar los vicios internos de la ciencia. El más desprestigiado de esos vicios es el calamitoso cientificismo; apresura una verdad que no está dispuesta a criticar; su verdad es su principio. Pero en una auténtica ciencia no hay principios que no sepan dar cuenta de su fundamento. Se pueden construir cuantos sofismas se quieran; esa es la única ciencia de la razón.
Los conceptos de la ciencia no se pueden llevar a cualquier otro sitio si no es con una teoría que dé cuenta del proceso que haga posible hablar de lo mismo, la constante que lo hace verdad. De esa manera, se desarrollan los nuevos conceptos. A todos se nos desbordan las intuiciones cuando las tomamos por verdad; y, como consecuencia de muchas de las cosas que he explicado, eso no es positivo por más se tome como tal, sino que, por el contrario, toma conciencia en su negatividad.
El caso más común de la negatividad lo tiene todo el mundo en su experiencia del proceso de aprendizaje: cuando aprende a conducir y no capta las señales, o cuando se anticipa a los semáforos; cuando advierte que las mismas palabras no se pueden usar con diferentes personas, etc., etc. No hay conocimientos positivos; se llaman propensiones lógicas, y no hacen sino refutar lo que no es válido.
Se llama acción a la limitación de un sentido del tiempo, y no adaptación. Uno es un concepto plástico restringido al tiempo del que se dice; y, el otro, teleológico, ampliado a un tiempo que no puede comprender en su anticipación. Es el principio de una ciencia experimental que dice que lo que sabe no es verdad sino como delirio del tiempo; es verdad en tanto su experiencia se repita a sí misma.
El conocimiento, como las ideas que tenemos en nuestras cabezas, es cosa de la psicología; el conocimiento, como el sustrato de esas ideas, es cosa de la lógica y la filosofía. Que vengan, sin embargo, algunos neurocientíficos a enseñarnos lo que no entendieron cuando aprendieron filosofía es un problema del mundillo especializado más que serio. Si, en efecto, conviene que el filósofo estudie ciencia, esa misma conveniencia no es muy distinta en la formación del investigador.
La filosofía no es dogmática, o no lo es la mía. La neurociencia es una disciplina muy joven que no puede sustraer la filosofía de su actividad. Si el problema del dualismo es encerrado en un cerebro como toda su ontología, se cierra a la nueva sociología que trata con los problemas que tienen las personas con esos cerebros. La solución a los problemas de hoy, lo repito, bien puede estar en distinto sitio del de la solución de ayer.
El problema causal es un problema, en el fondo, epistemológico que no está, de manera alguna, resuelto. Hay una posible y excitante crítica del mismo en la realidad objetiva de la causalidad que, en la neurociencia, se puede hacer aún más complejo. Estoy completamente dispuesto a cuestionarlo desde argumentos sacados exclusivamente de temas escritos por mí. Hay una suposición de la legalidad de la ciencia como ontología. El día a día de las personas de verdad es algo mucho más complejo que eso. Desde el concepto solidario puedo, con cierta facilidad, romper el sentido de su primacía.
“La ética, o ciencia de lo correcto y lo erróneo, debe apelar a la estética como ayuda para determinar el summum bonum. Es la teoría de la conducta autocontrolada o deliberada” (Peirce, Bosquejo de una clasificación de las ciencias)
El margen de lo correcto y lo erróneo (right or wrong) no es independiente o, como digo, en sí mismo. Es muy importante ver que la ética no sólo está en un juicio que distinga los términos por lo que son en sí mismos. Lo que los hace significativos es lo que no se refiere a sí mismos sino a aquello que hace que signifiquen. Algo no está mal porque sí, sino que está mal o es malo en relación a alguna cosa. El dolor físico, por ejemplo, además de causar un sufrimiento, es lo que permite que se haga externo; el sufrimiento no es en sí sino un llamamiento de algo en el cuerpo; en este sentido, el dolor es una condición subjetiva, de uno, que sólo trasciende en su solidaridad. Conozco gente con un umbral del dolor muy alto, que no siente dolor fácilmente, y ha tenido infecciones terribles por esa causa. El mal, el dolor en este caso, no es sólo el juicio de un efecto que se simplifica en relación a su causa. Del caso del dolor físico podemos ir a un dolor moral como estar muy tristes por la falta de alguien. Los grandes tormentos del espíritu no se sufren en el cuerpo; generan grandes penas, ansiedades, remordimientos, etc.; pero incluso los grandes males del espíritu no son en sí, sino su espíritu es en tanto que algo; el espíritu, en fenomenología, es una condición objetiva y, por ello mismo, problemática con su acción. Podemos lamentar profundamente la muerte o el sufrimiento de alguien, padecer una gran traición, el pesar de una derrota, etc.; pero no son dolores por sí mismos sino por algo que no es sí mismo. Trascienden en su solidaridad. El mal compartido es, por ser compartido, menos mal, aunque de ello se crea otro objeto. El dolor físico se soporta mejor en compañía, e igual sucede con la ansiedad que la proximidad del otro reduce. El mal compartido es el mal social; no es su mal la individualidad de su causa. La ontología de la causa del mal es ontológicamente inactiva, es decir, históricamente precipitada, es decir, historicista con su porvenir. Un delirio causal.
El juicio como una categoría de la verdad no es nunca tan lamentable como en moral, justamente, porque permite que se repita su mal al no atender a su verdadera causa. El sentido ético que defendemos es la complejidad del objeto ético. El mal, como lo propone Peirce en el texto citado, no es el juicio moralizado. El mal lo entendemos en su sentido sociológico, de manera que no es por sí mismo con independencia de su sentido social. La primacía ética es social, y es probable que sólo haya ética social; las otras serían, o bien ensimismamientos o bien degeneraciones del original sentido social.
Pero se podría plantear si hay una ética no social. Disfrutamos del alimento sin necesidad del otro, y del descanso. Probablemente veamos con alegría el sol de la mañana o del atardecer, pero no puede ser por sí mismo, sino por una propensión estética. Ahora bien, la estética del gusto, que se diferencia de la mera estética de los sentidos en una condición subjetiva que se hace simista con su propia representación como algo que significa por sí smismo en la trascendencia de un incierto sujeto portador de un gusto, es indeterminante y sin trascendencia por ella misma. Su fenomenología es, en la continuidad de un mismo tiempo, indeterminante.
Si lo miramos desde el punto de vista de la emoción diremos que la emoción en sí misma sí implica al otro, pero no lo define sino que viene definida por él; el otro abre y posibilita, y no encierra; el otro es, dicho así, un fin en sí mismo. Las emociones más importantes son sociales. La fenomenología de la emoción, de nuevo, va a trascender mayormente en lo social, como sucede con el resto de las cosas. Las cosas que no son sociales son insignificantes, y en un tiempo continuo, esto es, histórico en la unidad del concepto de su tiempo, se indeterminan. Puede haber un original significado, como una emoción cualquiera. Pues bien, en tanto el tiempo se extienda, a más tiempo, su original conciencia se aleja del origen del sentido de su primer tiempo. El tiempo ha desapropiado su conciencia en su indeterminación. Su conciencia se ha hecho sintética con los objetos que la han precipitado al vacío en el que ella misma, como simismo, se ha desapropiado. Y su significado permanecerá, actuará, en tanto no se reduzca al pretendido delirio del simismo, sino el del otro desde el que se significa.
Así que la ética no está en un juicio que no comprenda su raíz social. La ética infantil lo querría de otro modo; querría que Dios, o alguna entidad superior, legislara con una superioridad moral reducible a su ideología. Mas decimos que la superioridad está en la acción primaria con la trascendencia de su significado.
La estética, por supuesto, es enormemente significativa, y sin ella se crea distancia con el original contenido sensible de nuestros conceptos, los únicos que son positivos y significativos en un mismo tiempo.
El texto de Peirce se refiere a un empirismo que en un tiempo mostraré como ideológico e insignificante en su dialéctica social. Aunque Peirce puso el cimiento para la nueva sociología, la dimensión de los problemas sociales requiere modelos considerablemente menos tradicionales y más comprensivos con el tiempo. Por otro lado, él fue el filósofo que más acertadamente concibió la dialéctica de la continuidad del tiempo de la acción. La terceridad, en el sentido de su creación histórica, y no sólo de su categoría lógica, se hace especialmente problemática al crear en torno a su acción un conjunto discontinuo de problemas insolidarios.
La figura del asco al otro cobra aquí un nuevo sentido de moralización en la comprensión del otro margen que la moralidad pervertida oculta como única e individual raíz del mal, pero que no es sino otro margen de la causa del mal. El mal no es, pues, simismo, sino un margen en el que se desenvuelve su acción.
Una alternativa al asco al otro está en la anomia y lo que podríamos llamar impulso social distante. Como he venido haciendo, y hace la moderna sociología, se trata de una interpretación de la anomia ideológica, y no sociológica. El sentido que originalmente concibió Durkheim no es conservador, es decir, no trataba la anomia como un mal en sí mismo, sino una forma dialéctica que la moral debía comprender y normalizar en su sentido social. La creación social, la síntesis social creativa, no era mecánica sino orgánica; no era reducible a los términos por los que venía determinada su relación anterior, su historia.
La sociología, desde sus inicios, se quiso independizar de la filosofía, pero defiendo que la sociología debiera hacerse no sólo más filosófica sino, en la concepción de sus objetos, principalmente filosófica. La inclinación empírica de la sociología parece que ha sido reducida por su actual interés en la hermenéutica. Lo dado empíricamente no es más que una condición limitada a la acción dada, y no a la acción de una conciencia solidaria con aquello con lo que se solidariza. Cuanto más avanza el conocimiento, la acción ética es, cada vez más, acción que no es de uno mismo.
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