viernes, 18 de septiembre de 2009

La primacía del sentido del dualismo

Bien, ha habido alguna dispersión en torno al dualismo que voy a hacer que tome un sentido no tradicional ni vulgar sino sólo filosófico.

El dualismo tiene una deuda medieval que no conviene obviar, pero, más allá del complejo detalle que eso supone, es un asunto de la filosofía moderna desde Descartes. En resumen, hace una dualidad entre lo material y lo inmaterial. Lo material era una sustancia extensa, y la interior pensante.

La génesis lógica de la mente nunca fue psicológica sino a partir de aquellos enemigos de la filosofía que la psicologizaron con su crítica psicologista. Con esto se quiere decir que era la cosa pensada en tanto que pensada, y no el pensamiento de quien lo pensaba; es un objeto nouménico y puro que está al margen de su posible experiencia; es un sentido estrictamente lógico. Lo matemático es lógico por ello, y no hay matemática sin lógica. Las indeterminaciones que se hacen de la posibilidad lógica no son lógica sino, como digo, sólo psicología institucional e ideológica. Ciertamente, la lógica es, a su vez, ideológica, pero es la única que dice, sin contradicción, verdad. Esta complejidad dualista de la lógica, que crea su contradiccón, es la esencia de la dialéctica, una lógica que da cuenta de su ampliación, y que, por tanto, sólo puede ser histórica, y ya no lógica. La gran verdad de la dialéctica es que no está atrapada en sí misma. Hegel, tan importante en este tema, tuvo la estimable capacidad de mostrarnos la debilidad de la dialéctica en la que todo su pensamiento se basó. La crítica es filosofía porque rompe la identidad; la deshace, al menos, en dos; no es, pues, sí misma sino otra. No obstante, e ignorando la relevancia que tiene para tantos asuntos, hay idiotas como Bunge que hacen inútil la dialéctica al pretenderla ciencia. Esas majaderías son terribles para la verdadera educación filosófica porque pervierten todo su sentido. La dialéctica no es ciencia, es lógica, justamente, aquella que hace posible la ciencia.

La actual neurociencia da ejemplo de ello en su soberbia pretensión de primacía epistemológica y ontológica. Mis posiciones son, sin ninguna duda, una crítica de su fundamento que lo descubre en una faceta primeramente, en su causa primera, inmoral. Digamos que la pretensión de andar con el bien de cualquier tipo de verdad es, por principio, psicologismo; y toda la defensa que se haga en contra de esta atrevida afirmación no es, como supuesto, sino charlatanería formal, es decir, mero cuento.

Volviendo al tema, en la época de Descartes la filosofía aún estaba atrapada por la ideología vigente. La filosofía moderna empezó, pues, con el paradigma de cuestionar a Dios. Dios, entre los filósofos, no es un padre ni un señor muy grande y muy bueno sino la complejidad de ello en absoluto. Esa es la única forma lógica y correcta de comprender a Descartes, Spinoza y su degenerado orden, y, en conjunto, toda la filosofía desde entonces. El psicologismo, en filosofía, se llama filosofía de la mente, y lo que hace, al contrario de lo que se supone, es privarla de su psicologismo.

Lo que un idiota como Bunge diga de gente como Husserl, en su necia y afilosófica obsesión objetivista, prueba que su presuntuosidad es todo menos filosofía; es poco más que presuntuosidad cientificista como la finalidad absoluta de todas las cosas. Se pretende una mónada encerada en sí misma con la evidencia de que está en el encerramiento verdadero; y está, sin duda, encerrada en sí misma, en el más impúdico gesto de onanismo en tanto que sexo sólo con uno mismo. Un poco de verdadera educación filosófica, en lugar de lecturas apresuradas y estudios ensuciados por otras manos, hace el tema infinitamente más complejo.

Husserl, al respecto de la mente, hizo en Investigaciones Lógicas un análisis de la misma no sólo rigurosamente lógico sino que habría paso al desarrollo científico de la fenomenología. Pero cuando un filósofo como Husserl habla de ciencia lo hace en sentido estricto, de ciencia primera, no de ciencia experimental, ciencia degenerada. Todo eso es, desde la fenomenología, no sólo un problema muy complejo sino que es un problema ético. O sea, que los enemigos de la filosofía lo primero de todo no saben qué es la filosofía.

Pero dejemos por un breve instante al idiota de Bunge y sus patéticos imitadores. El problema de Dios se hizo un problema del cocimiento desde la filosofía moderna, y del conocimiento verdadero. Dios se hacía ya no sólo Dios sino Dios en tanto verdad; se abstraía. De esa manera la dualidad dejaba las cosas, más o menos, igual; cambiaban los tiempos, pero las preguntas eran, más o menos, las mismas.

Una de las cosas que propició el pensamiento de Descartes fue la ilusión de ser uno mismo. “Pienso, luego existo” era una de esas absurdidades tan profundamente filosóficas que parecen ser verdad, pero la profundidad de los filósofos es característica de que ven más, por eso son oscuros, porque el resto no ve tanto. Su posible subjetivismo es, para empezar, falso. No hay tal identidad del sujeto porque lo es en tanto lo sean otras cosas, y principalmente, la que las hace a todas posibles, esta es, la tercera, la sustancia absoluta que contiene todas las cosas, la infinita, Dios.

El pensamiento en Descartes era en tanto era posible como verdadero. Descartes no pensó en que se pensase sino en que era una sustancia pensada, era inmaterial en ese estricto sentido. De psicologismos, repetimos, nada de nada.

Y lo que decimos ahora de ese dualismo no es que sea psicologismo, que digo que es algo idiota, sino que era teológico; era en tanto la verdad era la cosa de Dios. La acción de la verdad era inmaterial como medio para dar el justo sentido a las cosas. Lo bueno, que sólo puede ser la acción de Dios, era el fin de las cosas, hacerse próximas a Dios. Esa forma epistémica era una forma, en esencia, moral; la moral es lo mismo que lo epistémico porque son sustancias distintas de una misma gran sustancia, la absoluta. Y Dios es superior, trasciende, porque es el sentido originario, el que cuenta con la primacía.

Toda esa ideología no es más que hacerse una moral epistémica a costa de su inmoralidad. El grado que hace diverso lo moral, en el que se pasa de lo moral a lo inmoral, era la incomprensión de su discontinuidad. Dios, en cuanto a la crítica, es un farsante. El grado propuesto en la suposición de su dependencia con su parte superior es siempre deudor de un sentido superior que le da contenido. Es en tanto lo sea la otra parte; es por tanto, negativo; siempre anda como un perro tras su amo.

Dios tiene autoridad como fuerza moral, como una primera falta, una falta de sentido, uno muy pervertido llamado nihilismo. Se dice del mundo porque se dice verdad, ese es el sentido de Dios; y es lo que niego yo.


“¿Qué es el conocimiento? Ante todo y esencialmente es representación. ¿Qué es representación? Un proceso fisiológico muy completo en el cerebro del animal, cuyo resultado es la consciencia de una imagen en el cerebro. Obviamente la relación de tal imagen con algo completamente distinto del animal en cuyo cerebro se produce sólo puede ser muy mediato. Quizá sea éste el método más sencillo y asequible de descubrir el profundo abismo entre lo ideal y lo real. Ésta es una de las cosas que no advertimos inmediatamente, como el movimiento de la tierra; por eso los antiguos tampoco observaron éste. Pero desde que Descartes lo constató no ha dejado de preocupar a los filósofos. (…)

(…) nosotros no somos mero sujeto cognoscente, sino que por otra parte también pertenecemos al ser que conoce (…) Todo lo objetivo es representación, o sea, manifestación, mero fenómeno cerebral.”
(A. Schopenhauer, El mundo como representación y voluntad, Vol. II, cap. 18., De cómo cabe conocer la cosa en sí, pgs. 187-191)

Uno de los aspectos que más dudas me despierta la obsesión por el cerebro es que se tome, como insisto, por la comentada primeridad. La dualidad es una primeridad que se superpone a otra primeridad o segundidad; si hay modificación de la primeridad hay discurso, y no sería, por tanto, ya primeridad. La plasticidad es, justamente, lo que permite, que dos órdenes coexistan; es un tema no sólo especulativo sino lógico. La primeridad, a partir de ahora, ya no es ella misma, sino que es en tanto sea un discurso que no trate de sí mismo sino de otro. Es, como se vio, el significado de segundidad, esto es, lo que algo es en tanto sea otra cosa. La lógica de la mente no es su psicologismo, lo que la mente cree, sino qué contiene la mente. Puedo ver el cielo y creer en el cielo, pero lo que condiciona la mente es el cielo independientemente de que lo vea y crea en él. Yo soy yo, una ciencia en sí misma que conoce, pero lo que se conoce es el cielo; yo, sobro como actividad propia, soy en tanto algo con el cielo; yo, no soy, no es, pues, simismo.

El cerebro no es por sí mismo porque haría innecesaria toda otra explicación, la que decimos que significa y urge. Si el cerebro es todo lo que hay, entonces, es una acción con arreglo a sí misma, una causa suya en sí misma. La mente, como efecto de ese simismo, sería un mero momento del cerebro, pero, en definitiva, no sería sino una modificación del cerebro con arreglo a sí mismo. Es el significado de reduccionismo, que se deja fuera lo que habría que explicar. Reduce la actividad epistemológica a lo que tiene en su teoría.

Una característica de la filosofía de la ciencia es que hace filosofía de lo que llama teoría, y no toma la teoría como un simismo. Que sea una teoría comprobada no dice que sea verdad; antes bien, es la razón por la que haremos otra teoría que la amplíe, y, en la medida de lo posible, la desdiga. Las teorías no surgen por casualidad, sin una historia que determinase su razón; no son en sí mismas porque sean verdad. La cosa en sí no es una cosa en sí, encerrada en sí misma, ni la teoría, por lo mismo, es una teoría en sí, verdaderamente causal y determinada por esa iracionalidad; ambas, son en tanto que sean algo, algo que no es en sí y reflexivo sólo con ello mismo. La ciencia sin filosofía, volvemos a ello, se va por donde vino; es, como se ve, casual, costurerera, y no diseñadora. Lo que hace el filósofo de la ciencia, muy al contrario, es inventarse teorías que tengan un posible sentido, una unidad con la lógica que pueda ampliar el problema. Es decir, la ciencia no consiste en hacer siempre lo mismo, sino en crear situaciones teoréticas que supongan una posible discontinuidad. Por ello es importante su fundamento, porque sin él toda teoría es irracional. No es, por tanto, racional porque dependa de la ley, sino porque se crea la razón que se descubre en esa ley. Es el filósofo quien la descubre poniendo razón en preguntas que, aún, no tienen respuesta. Como ya dije, el científico es un ingenuo con sus especulativas hipótesis; el cientificista es un necio porque las precipita como verdad al ignorar su filosofía.

Las teorías de la ciencia son ideológicas dentro de su especialidad y, más peligrosamente, fuera de ella. El esquema del científico, en el que sus leyes se cumplen, es una ordenación de todo lo que ocurre bajo esa ley. El científico se refiere a lo que se cumple, y, por una curiosa inclinación animal, y no racional, no piensa lo contrario. El mundo positivo, el que dice algo, es con arreglo a la ley que lo conforma. La ley es una condición, debiéramos decir, que conforma su posibilidad, que sea lo que es porque está normalizado, y hay, en ese sentido, un margen de certidumbre que, realmente, en su posible racionalidad, no es otra cosa que un estado psicológico que pone la esperanza en que lo que hoy es mañana seguirá siendo tal y como hoy ha sido; se mantendrá continuo, igual. El científico es, hasta ahora, un mero celador.

Pero surge un problema fuera de esa ideología de la ciencia, y consiste en que si la forma de la experiencia del científico tiene que ajustarse a la normalización de sus teorías para que su discurso mantenga coherencia dentro del margen en el que discurre, y a su universo de que todo ha de ser según es en la ciencia, asimismo, hay otro mundo que vive sin pensar que todo es el universo de ciencia, y sin el peso de una coherencia extraña a lo que verdaderamente lo normaliza. La coherencia de uno no es la coherencia del otro, y la normalización de uno no tiene qué ver con la del otro. La pretensión de que deben ser lo mismo, la utopía cientificista, es radicalmente inmoral al exigir una primacía de la moral de su oficio como lo que trasciende en la moral del resto; la verdad de uno no es la verdad del resto; es algo cierto en su concepción perfecta, y falso en toda manifestación distante.

El científico podrá poner condiciones a un enfoque causal de determinada función que no se pueda entender sino muy artificialmente; su evidencia está condicionada a una particularidad social basada en la forma que condiciona su creencia, es decir, que pretende que todo el mundo crea lo que cree él mismo. La ideología de la ciencia consiste, básicamente, en que su teoría de la verdad es fiable y puede ser inducida a la experiencia como una forma de la verdad.

El supuesto de que todo va a ser como hasta ahora ha sido, según la validez de la teoría, está limitado a la reproducción de unas mismas condiciones, las que hacen cierta esa teoría; pero la causalidad que impregna toda teoría científica está limitada a esa ideología que dice que el contenido de su teoría es el mismo que sobre el que la teoría se dice. Hace el contenido de su teoría, su primeridad, su ley, idéntica a su segundidad, sobre la que la teoría se dice, lo que la relaciona. En la precipitación de la identidad de una mónada psicológica, sustancia primera consigo misma, falsifica su lógica haciendo un retorcido giro con un sustrato objetivo que psicologiza como propiedad; pero no es más que segundidad pretendida primera, inmediatamente falsa. Y se abstrae la terceridad como una identidad más que se formaliza en la dialéctica de su pasado, y no de su creación; se irracionaliza, por lo tanto, en su historicismo de identidad psicológica como verdad. La historia no es el pasado sino, filosóficamente, las condiciones que precipitan el paso del tiempo.

La causalidad se vive como ley primera, con contenido propio; y olvida, bajo la autoridad que le da ser ley, todo aquello que su superioridad abstrae como contenido. Se hace primera conforme la suposición de superioridad, y, al formalizar la posible identidad de su objeto, no ve, en consecuencia, ninguna diferencia.

Una teoría hecha la forma de ver el mundo, justamente, es el significado de ideología, cuando se va de una teoría limitada a su generalización; se abstrae todo lo que pueda discurrir, toda situación; se la reduce a expectativa de identidad con la reducción de la teoría; pretende ser, ahora, y abstrayendo su propio discurso, toda posible teoría, algo infinitamente falso. La función de (x, y), que reproduce todo un conjunto de fenómenos que comprueba el científico, es una reproducción ideal de f(x, y) para todo fenómeno que se dé. Si, en lugar de reproducir f(x, y), ponemos otra escala, otro plano que amlíe y diversifique las situaciones hechas idénticas, van a surgir muchos problemas. El científico no prueba toda opción posible, sino que las reduce. Reproduce, como hemos dicho, la ontología que conforma su ideología; f(x, y) es el provincianismo del científico que espera inducir a la totalidad que le conviene.

La causalidad no es una ley rígida, estricta; no existe esa ley más que en la psicología que la recrea, tal y como dijo Hume. Para empezar, en la moderna física no vale igual porque su rigidez se hace meramente probable; y no vale en ninguna otra situación sino como expectativa. Vale hasta que descubra que está equivocada. La creencia en la falta de error, el supuesto de decir verdad, es una reducción a no querer saber más; decirse, por sí misma, porvenir y primacía.

La duda en la ley no es en ningún sitio tan desconcertante como en moral. La moral, sin la identidad de la autoridad, cae, enteramente, avergonzada por su falta de principio, el principal argumento contra la irracionalidad de la ética infantil. Dios, como dijimos, es puesto en duda hasta el extremo de considerarlo un farsante conforme a la logica de la duda, y no conforme a la psicología que la hace, justamente, incierta. Dios no tiene, por principio, autoridad ni verdad, sino que, con arreglo a la creación de la razón será, consiguientemente, desvelado.

La duda en la ley no es en ningún sitio tan desconcertante como en moral. La moral, sin la identidad de la autoridad, cae, enteramente, avergonzada por su falta de principio, el principal argumento contra la irracionalidad de la ética infantil. Dios, como dijimos, es puesto en duda hasta el extremo de considerarlo un farsante conforme a la logica de la duda, y no conforme a la psicología que la hace, justamente, incierta. Dios no tiene, por principio, autoridad ni verdad, sino que, con arreglo a la creación de la razón será, consiguientemente, desvelado.


Sobre "pienso, luego existo".

“Una interpretación más plausible es que Descartes comenzó su indagación dudando de todo excepto de este principio”. (Mario Bunge, Diccionario de filosofía)

Basta con ir a la primera página de Los principios de la filosofía de Descartes para ampliar el sentido de Descartes, y no dejarlo en manos interpretativas: “Para examinar la verdad es preciso, una vez al menos en la vida, poner en duda todas las cosas y hacerlo en tanto sea posible”.

La verdad de lo que se dice, piensa o lo que sea, es posible en tanto se diga, piensa o lo que sea. Si el ser es la más grande indeterminación que hace cópula entre distancias, pasiones no padecidas sino tan sólo dichas, la labor de su filosofía, su cosa en sí, será ser en tanto que sea algo.

Cuando digo “hay una mesa”, y veo la mesa, no pienso que sea verdad que haya una mesa sino que, en tanto que haya una mesa, puedo pensar que hay una verdad en lo que digo de ella. Decir verdad no es lo mismo que ser verdad; decir y ser son cosas distintas.

La ontología de las cosas, es decir, que sean, es el principio que las hace tautológicas, es decir, que digan verdad como lo único que dicen. No obstante, si Heidegger “no tenía la más mínima idea de ontología”, como nuestro divertido Bunge dice, debemos creer al mayor psicologista que niega la lógica posible de cualquier ontología a base de hacer incomprensión de la psicología a la que se reduce, en último término, la ontología. Se dice poder ser sólo por ser de una manera; se simplifica el ser como el fundamento de la ontología al decirse de una única y exclusiva manera. Decir, por ponerlo así, no es en el vacío, sino que es decir sobre algo; la urgencia del decir es decirse, y no que sea verdad. La ontología no se fundamenta sino que es el desfundamento. La filosofía es como la escalera de Wittgenstein que ha de ser arrojada una vez se ha subido por ella.

Algo es en tanto que sea en algo distinto de sí mismo, algo que permite ampliar el decirse sólo de sí en un margen de reflejos ensimismados, a decirse de otro ser en el margen de su existencia; el ser, en este caso, no sería lo que uno es sino lo que es el otro, que es lo que trasciende en la relación.

La verdad de “hay una mesa” no es relativa a las mil millones de condiciones distintas en las que compruebo que hay una mesa, sino que “hay una mesa” es posible como verdad de lo que compruebo. Esa es la única verdad de Descartes que, por supuesto, siempre pone en duda. La duda, podríamos decir, es el Mefistófeles con el que anda la razón. No es, como digo, nada parecido a los fenómenos de la mente.

Bunge es un sinvergüenza porque deforma continuamente la filosofía y la pervierte en lo que no es. La filosofía no es sólo método, sistema, orden y claridad. No hay más que leer obras suyas y ver que no dicen nada; sólo ponen orden, y nada más. No hay ni una idea de valor en lo que escribe. Es como esos estudiantes que andan siempre con esquemas para estudiar, y no son capaces de tener ideas que se salgan del esquema.

La posible verdad se reduce a una condición de un discurso, la que da forma posible a lo que se dice; es el noúmeno, y se hace complejo al hacerlo histórico y moral, todo aquello que da significado a su ser fenómeno. Lo histórico y lo moral son el decir del tiempo y el sentido del otro, un decirse con un sentido que pasa del mero decirse y al decirse con contenido; es, cabalmente, su trascendencia.

La dualidad del decirse y decirse verdad es primeramente imaginaria, irreal, y sólo representativa; no es ella consigo misma, cual algo que pretende ser sólo sí mismo. Decirse es externo y no simista; decirse es externo a su verdad, y no interno; decirse es decir en alto, como en la expresión en inglés "thinking out loud", que se dice para que se oiga. Decirse, pues, no es sólo psicológico sino lógico; no se le ocurre a nadie sino en tanto es un lugar común, en tanto forma parte de una lógica. La lógica de la que depende es rigurosamente social; es lenguaje, o, dicho de otro modo más cercano a mis tesis, sexo simbólico como lenguaje. Del onanismo inicial se pasa al sexo grupal, que es el que significa, y por lo que se habla como lenguaje. El lenguaje es generativo en el sentido de que es sexo y más sexo; crea en tanto es, en tanto es sexo; y el sexo es sexo en tanto es con otro. Su creatividad, su capacidad generativa no es simista; no es un onanista creando términos. Se significa cuando se reconoce algo lo mismo fuera de uno mismo. El margen de uno al otro, de lo que es primero a lo segundo y tercero, como un torrente que corre por su sendero, es lo que hace que sea solidario, que no sea un torrente consigo mismo sino en tanto que sean los otros. El torrente no es sólo el torrente sino que es en tanto lleva agua y arrastra lo que hay a su paso.

La cosa en sí es teorética, y no idéntica para la verdad de su descripción; es distante, y no la misma. La distancia, por más evidente que nos parezca, es sólo el eco de unas huellas que recorremos al revés, como andar lo andado para saber qué se anduvo. Lo empírico, vamos a decir, es la mancha que la filosofía limpia.

El sentido interno del tiempo se abre en lo que es común de un concepto que significa en tanto se modifica por el otro. Pero Bunge hace dualismo con la ciencia como el único camino de la verdad. Con cuidado por ahí que, inevitablemente, uno se pierde queriendo ir siempre por delante sin saber a dónde se va. La ciencia pone una regla para medir, pero no contiene, por sí misma, aquello que mide; es, más bien, lo que se toma por objeto. La filosofía de la ciencia de ese señor es la ciencia como algo sagrado en su suposición de que es el bien. Todas las cosas son en tanto lo puedan ser para la ciencia; lo que no es ciencia no es sino distancia con el bien. La ciencia, la gramática del bien, es tan sólo la ideología que define todo posible bien; y lo que no hace, en una traición a su fundamento, es dudar de él; su primeridad, en consecuencia, se queda no sólo aislada sino que se precipita, conforme a su verdad, vacía de ética.

El elemento tercero, el que no es ni primero ni segundo, es el que media, el que hace posible decirse; y la verdad, claro está, tampoco es en sí misma, sólo primeridad o segundidad, sino en tanto sea terceridad. Es la lógica del diabólico juego dialéctico, que no es cosa de niños.

La crítica de ese señor es precipitada y, sobre todo, muy presuntuosa. Como él está seguro del saber de la ciencia y la filosofía de ésta no hay más subjetivismo en ella que el del decir metódico y verdadero, pero es, en definitiva, su subjetivismo, un modo de ser, más que propio, aislado sólo consigo mismo, o, dicho de otra manera, falto del otro.

La primeridad no vale por sí misma para explicar la forma con la que trasciende su reducción; se hace simista, y es especulativa; está siempre anticipada. El cerebro tendrá un efecto en forma de mente, pero lo que significa, lo que emerge, es la relación que se crea y no era, por tanto, la misma. Hay una gran propensión a la continuidad; es la lógica de toda forma ideológica. El cerebro está estructurado, que es lo que quiere decirse con lógica, pero no contiene lo que estructura. El conocimiento es posible gracias a cierta estabilidad, a cierta ontología de lo mismo, pero que, sin lo distinto, sería, poco más o menos, un sinsentido. Ello dice que es algo negativo, un eco, insuficiente por sí mismo.

Lo que más significa al decir no es tanto que sea verdad sino que lo que se dice se dice al otro, y eso es lo que al final trasciende. Esa lógica está en todo lo que se puede decir del hombre; no sólo es positiva, sino que no es psicológica; es, estrictamente, lógica.

Los fenómenos más importantes y urgentes se quedan en estado de mínimos explicativos por el ansia de reducción. Los problemas tienen raíces en un mundo con el que se relaciona lo mental; las raíces no están en la sináptica cerebral sino en toda su forma exterior. Una causa anterior a su historia que se ignora.


La trascendencia de una verdad cualquiera, como la de la más elemental matemática, llegará hasta donde el matemático más brillante quiera; le cedo que la dé por concluida, y sepa toda la verdad posible, la de todas las cosas de las que se pueda decir verdad. Ahora bien, la categoría de verdad se habrá de batir con categorías que urgen. La mesa puede ser destrozada para hacer leña, para enredarme con una señorita en un furioso ataque sexual, para reflexionar sobre la filosofía de la mesa, o para golpearla rítmicamente mientras contemplo las formas que adquiere la particular ordenación del ritmo. La mesa es en tanto sea algo con lo que significar.


“El dualismo es un punto de vista filosófico adoptado por el muy influyente filósofo y matemático del siglo XVII René Descartes, y afirma que hay dos tipos de sustancias distintas: “sustancia mental” y materia ordinaria. El que uno de estos tipos de sustancia pueda o no afectar al otro, o de qué modo pueda hacerlo, es una cuestión adicional. El punto importante es que se supone que la sustancia mental no está compuesta de materia y puede existir independientemente de ella” (R. Penrose, La nueva mente del emperador, pg. 37)

Hemos de dirigir la reflexión hacia la crítica que tratamos de establecer: una falsa primacía en la superación del dualismo. En la reducción material del cerebro hay un objeto que media, y no está en dicha reducción. Ese objeto es independiente del cerebro y existe sin él. Penrose quiere hacer material una sustancia que está desmaterializada de su original causa. Cuando él habla de indeterminación sólo hace referencia a la teoría cuántica, y nunca a la fenomenología.

Las ideas inmateriales, las que no son solamente causales con el cerebro, han sido en algún momento mentales, y, ahora, son relaciones objetivas que han ido de la mente de uno hasta la mente de otros. Los libros, por poner un caso muy común, están materializados en papel impreso, no tienen nada de cerebral, y no están sujetos a la incertidumbre del sujeto que los concibió. Son ideas objetivas por cuanto todo el mundo las puede leer en el libro independientemente del autor que las escribió. Puedo, perfectamente, citar una idea de Los principios de la filosofía de Descartes, y, de la materia cerebral de Descartes a la mía, hay más de trescientos años de distancia. No son los cerebros lo único que media, pues; no son la primacía. El que ahora comenta la lógica que subyace a lo que decía Descartes va más lejos que el mero anidamiento cerebral que se produce en su cerebro. Es más, está comprobado que su cerebro no sólo actúa sobre él, sino que su acción actúa sobre su cerebro. El cerebro, como se dijo, coexiste con otras acciones que no existen en él; son independientes y pueden indeterminarlo; son objetos externos e independientes de la actividad cerebral.

"Pero si, por el contrario, solamente me refiero a la acción de mi pensamiento, o bien a la sensación, es decir, al conocimiento que hay en mí, en virtud del cual me parece que veo o que camino, esta misma conclusión es tan absolutamente verdadera que no puedo dudar de ella, puesto que se refiere a la mente* y sólo ella posee la facultad de sentir o de pensar, cualquiera que sea la forma." (R. Descartes, Los principios de la filosofía, pgs. 26-27)

He hecho una modificación en la cita de Descartes. En la obra dice “alma”, y no “mente”, pero en el original en latín dice “mente” en el sentido de “aquello a lo que se refiere” (refertur ad mentem). No es casual que la lógica genética a la que refiero este tema esté no sólo en Husserl y su lógica fenomenológica, sino en un sentido que no era exclusiva de Descartes sino de una tradición sustancialista que hacía diverso un nominativo. Lo que se dice va más lejos que lo meramente dicho. Se modifica de manera continua y en muy diversos grados.

El cerebro, como decimos, no es una primeridad consigo misma sino que significa en tanto sea con otras. El libro de Descartes significó en tanto significó a otros que lo leyeron y estudiaron. Se significa mayormente por significar a otros, y no se significa por estar comprobado o ser verdad. Son cosas distintas, y no cuentan necesariamente con la primacía; la primacía del significado está en que signifique, y es lo que, justamente, trasciende.

Descartes no ha sido nunca uno de mis filósofos preferidos, pero, en absoluta línea con mi tema, lean dónde se hacen los filósofos solidarios: “La lectura de todos todos los buenos libros es como una conversación estudiada con los más mayores ingenios de los pasados siglos con que los han compuesto, y hasta una conversación estudiada en la que no nos descubren sino lo más selecto de sus pensamientos” (R. Descartes, Discurso del método, pg. 44). Esta cita contiene todo lo que opino respecto a la responsabilidad con el conocimiento. De ideas propias, por tanto, nada. La ingenuidad que dice verdad, ciencia y toda esa presuntuosidad palabresca, es, como dije, psicologismo que cree haber superado el complejo de su ignorancia. No hay ningún conocimiento, ninguna forma de conocimiento lógico, sin filosofía detrás.


Podríamos decirlo de una manera muy sencilla. La primacía no está en lo que le pasa a uno y a su cerebro. El reduccionismo dice que son lo mismo, que no hay mente sin cerebro. Ahora bien, el cerebro no se relaciona solo, consigo mismo. La relación que significa en los cerebros no es algo interno a los mismos, sino externo a ellos. La objetividad de lo externo no sólo la puede comprobar cualquiera, por el contrario a todo lo que se cuece en la actividad cerebral, sino que es lo que puede significar conforme a su exterioridad. El a priori que precipita la actividad cerebral no es lo mental como un simismo, ni lo cerebral como un tipo de materialización cerebral que no deja de ser un mentalismo. El cerebro no anda a solas por el mundo.

La reconstrucción que hace la neurociencia de los males del mundo como si anidasen en el cerebro viene a decir que el mal está en el cerebro, y eso es sólo ideología. Es claro que no es lo mismo padecer esquizofrenia, un padecimiento particular del cerebro del que lo sufre, a la sociología de su enfermedad. Los familiares del esquizofrénico, sus amigos y su médico no están en su cerebro; son independientes de él. Su madre se preocupa por cosas que comenta a su marido y sus amigas, el estrés que sufren sus amigos por sus recaídas se refiere a un comportamiento que no cuadra con sus experiencias e intuiciones, y la medicación que toma recetada por su médico la compra en farmacias abiertas al público, etc., etc.. Nada de eso está en el cerebro.

La importancia del sentido común no hace referencia a algo que tenemos todos, como lo común de tener cerebros, sino a algo que nos hace comunes a su alrededor, como ser partícipes de un mismo objeto que va a definir su posible concepto. El sentido común es filosóficamente ingenuo, una epistemología subjetivista; el sentido común del concepto solidario es lo que trasciende su solidaridad, un orden lógico; y no forma parte de la psicología sino de una lógica llamada fenomenológica.

Como ya dije hace un tiempo, la intencionalidad es un concepto filosófico de la fenomenología que significa "estar referido a" o "estar dirigido a". Aunque mi fenomenología debe a Kant, Schopenhauer y Peirce, y no a Husserl ni a Hegel, todos tenemos una deuda con la ciencia primera que desveló Descartes. Si se pretende ahora superarlo a costa de malinterpretarlo, conviene que se aseguren de haber aprendido bien lo que ese señor tan gentil y profundamente nos quiso enseñar. Descartes pasará a los siglos por mucho que lo hagan vulgar y falso; con otros tantos no pasará lo mismo.

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