Ayer vi en televisión un programa en el que una neurocientífica hablaba del mal del estrés. Como es habitual en los neurocientíficos reducen la causa del estrés a una causa cerebral; reducen la acción del estrés a lo que ocurre en el cerebro; pero, en coherencia con mi crítica, no es una primacía por sí misma al ser insignificante y no trascender por sí misma. La acción del cerebro no es independiente, y es, a su vez, causada; es objeto de determinación, y no es sólo una expectativa del cerebro consigo mismo, sino de una acción externa a él con mayor capacidad de trascendencia; es su significado.
En una ordenación significativa, en su acción de trascendencia, la acción del cerebro consigo mismo no cuenta con la primacía, y se hace ideología en su precipitación. No sólo espera recrear con justicia su explicación sino que no separa el efecto de lo mirado de la forma de verlo; se hacen igual; se precipitan en un mismo tiempo que abstrae falsamente el objeto de su causación. Se impone a la forma exterior una expectativa de simetría con la interior cuando es, justamente, al revés; el cerebro es quien se adapta. El mundo exterior es el significativo en su dialéctica con el cerebro; es el que trasciende y crea la dependencia en la ordenación significativa. El cerebro, por sí solo, es un órgano encerrado en sí mismo y sin objeto de acción. En términos sociológicos, el cerebro, por sí solo, no significa nada; y, en cuanto al cuidado del objeto ético, está vacío de contenido al anidarse en su ensimismamiento, y no en su exterioridad. El cerebro, sociológicamente, es una interioridad sólo significativa en su posible concepto solidario; es, sólo así, como es significativo. Su lenguaje no se habla a sí, consigo mismo, sino que se habla con otros de algo en común. La neurociencia no es quién para legislar lo que está fuera de ella y que, como mostré con La primacía del sentido del dualismo, es independiente del cerebro. El concepto solidario no se reduce al tiempo de la acción del cerebro sino que es lo que en su acción trasciende.
La independencia de los objetos es lo que permite aislarlos y establecerlos en un plano ontológico que legitime y limite su independencia, y es, asimismo, la razón por la que urge filosofía en ello. En términos sociológicos, la independencia es primeramente una irresponsabilidad; la responsabilidad no es cosa de uno, de cada cual, sino de la dependencia con el origen de su concepto. Hablar de estrés y su causación cerebral es, sociológicamente, ciego; se vacía el objeto que toma el sujeto como concepto cuando, sociológicamente, el sujeto es su conciencia común.
La crítica a la epistemología subjetivista es, primariamente, mentalista, es decir, individualista con la mente que recrea la materialización cerebral como la causa primera de los efectos externos al cerebro; la epistemología sociológica, mi teoría sociológica, es, muy al contrario, solidaria en su concepto.
Dicen que el mal del estrés está en que no lo comprendemos; si comprendiésemos el proceso de ansiedad que se genera en nuestros cerebros seríamos capaces de reducirlo y, en cierto, modo, controlarlo. Es el sentido que la neurociencia tiene del mejoramiento social. Y digo que eso es ideológico e incomprensivo. El mal sociológico no es el mal de uno, de la acción de su cerebro consigo mismo, su margen de "control"; el mal sociológico es lo común en la diversidad de su concepto. La neurociencia viene a decir que la precipitación es un objeto singular del cerebro de cada cual en la universalidad de tener cerebros; mi sociología dice que el fenómeno de la precipitación es común en la unidad de un mismo objeto, independientemente de lo que hagan sus cerebros. En este sentido, puedo, perfectamente, mostrar no sólo la trascendencia significativa de un mismo concepto lógico, sino la condición temporal en la que la identidad, ora personal, ora social, se indetermina.
Sostengo que los males del cerebro son mayormente significativos en los objetos externos al cerebro con los que éste se relaciona. El mal del estrés es muy significativo porque lo padecen millones de personas que están asociadas a una fuente enajenante que indetermina sus conciencias; las hace solidarias de un mismo objeto que causa el mal. Si uno vive forzado por la presión del teléfono, uno vive sujeto al tiempo que impone el teléfono; si uno vive forzado por el calendario de las obras a realizar, uno vive sujeto a su cierre; si uno vive firmando contratos, uno vive sujeto a las firmas, etc., etc..
Uno de los claros intereses de esa investigación es que han localizado las sustancias que se producen durante el estrés, y las que lo reducen. Las soluciones químicas para el mal del estrés son las mismas si uno está estresado por su divorcio como si uno está estresado por el peligro que supone un animal peligroso.
Los hombres ya no se relacionan con Mamuts; se relacionan con atascos, desempleo, inmigración, terrorismo, o infertilidad. La causa cerebral del estrés parece ser la misma; se hace igual el peligro de un animal a perder un empleo, algo absurdo y del todo incomprensivo; hace igual una muy distinta diverdidad.
Ante una situación incierta y potencialmente peligrosa el estrés es una alarma. Si estamos todo el tiempo alarmados la alarma se oye menos, se integra, pero no desaparece. La continua alarma de la vida moderna, en la que uno está constantemente expuesto a peligros (accidentes de tráfico, delincuencia, infidelidad, violencia infantil. etc., etc.), no se soluciona por comprender la causa cerebral del estrés, sino por comprender los objetos que causan primeramente el estrés independientemente de los cerebros.
Está muy bien que desarrollen medicamentos que solucionen el problema en la gestión del estrés, pero el estrés no es sólo un problema neurológico. El neurocientífico dice cuál es la causa cerebral de su mal, y receta una pastilla; el sociólogo indaga en la raíz social desde la que crece su mal. El sociólogo no es un médico social; el sociólogo no dicta moral sino que estudia cómo se produce su mal, claro está, fuera del cerebro; estudia el conjunto de condiciones que precipitan socialmente, en la conciencia común, el efecto estrés. El sociólogo es, causalmente, problemático. No trata ni con ratas ni con resonancias; trata con las causas comunes de los problemas de la comunidad de las conciencias. Es así que dice cosas inteligentes que llevan a pensar que el mundo es algo que hay que comprender para poder hacerlo madurar.
Al igual que la comprensión de un mal como el del estrés está, ciertamente, en el conocimiento de una causa como la del cerebro, no es menos cierto que esa causa está determinada por un conjunto de objetos que la precipitan. La ontología de la precipitación es la sustracción de la posibilidad de tiempo en la imposición de los objetos a los que uno está enfrentado.
Eduard Punset, un simpático divulgador de la ciencia, ha dado repetidas muestras de la inclinación ideológica de la institucionalización del bien de la ciencia. Hace unas semanas confesaba que se sorprendió al saber que no nos dirigimos a ser más lógicos y racionales, porque somos esencialmente, en la unidad sustancial que define nuestro tiempo, irracionales; vivimos en una precipitación de irracionalidad sin comprender la racionalización posible de su causa, como se comprueba en todo efecto ideológico. Lo que hace común al mal del estrés no se soluciona con narcóticos de baja intensidad; la causa de su mal no se soluciona borrando la huella que tiene como efecto; así se crea, mejor visto, su irrealidad, la fantasía de un mejoramiento social basado en entumecer el efecto del cerebro; hacernos, pues, un poco más idiotas. Lo meritorio de ese mejoramiento se reduce a la racionalidad de tomarse una pastilla. El entumecimiento de los cerebros colectivos creará hombres descerebrados, cobardes y débiles para soportar las causas del mal. El dolor es un maestro certero y singularmente moral del que no conviene alejarse.
El conflicto sociológico, el que estudia la dialéctica de sus objetos, no está en una primeridad cerebral, sino en una relación externa a ella. Su segundidad es aquello con lo que se relaciona, y su terceridad cómo y en qué se relaciona. El estrés no es sólo de uno, sino que tiene una forma a la que el cerebro se adapta, como al orden del tráfico o las jornadas laborales. La solidaridad de su concepto enraíza y es significativo porque trasciende su singularidad. La neurociencia, cuando juega a hacer filosofía, no hace sino precipitarla en su individualidad, es decir, no comprender qué significa.
Lo más interesante de la acción del cerebro es que sí tiene una estructura sobre la que actúa, pero no contiene lo que crea. Su anticipación, la acción creativa, es ciega e imprevisible. Punset hablaba con una mujer muy sensata que no parecía saber nada de los desencadenantes del estrés externos al cerebro. En cierto modo, decía que los desencadenantes daban igual, que para el cerebro eran lo mismo. Digo lo contrario, que cerebros muy distintos sufren igual, esto es, por lo mismo. La causa que actúa en ellos como mal no es, pues, un mismo efecto en lo común de tener cerebros, sino un mismo objeto que causa en esos cerebros una misma acción. El neurocientífico hace igual el efecto, recrea su incomprensión del tiempo; muy al contrario, hago igual la causa al comprender la acción de un tiempo en aquello en lo que se unifica, su objeto solidario.
lunes, 19 de octubre de 2009
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2 comentarios:
No deja de sorprenderme la “manía” que tiene tanta gente últimamente de maximizar todo esto de la “neurociencia”. Teniendo en cuenta que la ciencia sólo supone una visión muy limitada de las cosas elevarla a categorías absolutas no hace otra cosa que tomar la parte por el todo.
Ya que mencionas a Punset precisamente el programa que lleva creo que es ejemplo de esto ya que presenta la orientación científica como si fuera la “madre” de todo el conocimiento de que es capaz el ser humano. Hubiese sido más interesante que pensadores de otros ámbitos tuviesen cabida también. Por ese camino sólo presenta una visión fragmentaria (y por lo tanto deformada) de lo que es el conocimiento.
Saludos
No puedo estar más de acuerdo contigo. Veo semanalmente su programa y me sorprende la gente que toma los avances científicos como un credo. En algún portal divulgativo de ciencia mantengo acostumbradas discusiones sobre lo limitado del enfoque de la ciencia. Todo lo relativo a la neurociencia es muy problemático para la filosofía porque no se ajusta bien a lo que se ha venido diciendo en la tradición filosófica. Los principales aportes neurocientíficos tienen en la filosofía una historia mucho más comprensiva. Tanto cerebro y tan poco mente, en su sentido lógico, descerebra cualquier disciplina. La mente, en una filosofía fenomenológica, no es el efecto del cerebro; es, como sostengo, algo independiente de su materialización.
Lo que llamas "manía" es ignorancia filosófica, y, generalmente también, ignotancia de la misma neurociencia. Las discipinas, ya sea la filosofía o la neurociencia, no son ontologías absolutas en torno a un ser de lo mismo. Es, por ello, que la acción primera de cualquier disciplina urja filosofía.
Un saludo
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