Un cogito empírico consigo mismo
Si se cuestiona la primacía de la conciencia, el cogito (*), y se pone en su lugar una conciencia sentimental, habrá que tener muy en cuenta que la conciencia no deja, ni por un momento, de ir tras un cogito más profundo y amplio que lo abrace todo. Una conciencia sentimental no es yo estético que siga su propia historia (**). No se puede quedar todo en el ámbito del juicio y la experiencia sublimada del sujeto; menos aún, empezar con ello; el “yo” no puede ser sino un juez injusto.
El hombre empieza la historia en tanto no es ninguno o, al menos, en tanto no sea sino una generalidad con suficiente espacio como para que la experiencia del problema individual del que está compuesto fluya y no padezca su propia dialéctica; que, dicho de manera mucho más sencilla, no sea su propia víctima y pueda seguir su propio relevo.
(*) El cogito cartesiano es una figura que no tiene nada que ver con la conciencia de un “yo individual”. No hay otro reconocimiento en él que el de una distinción ontológica; siguiendo la metáfora del reflejo, no es un espejo trascendental que siga su propia imagen.
(**) A mi modo de ver, la importancia excesiva del sentimentalismo supone un existencialismo desnortado y, en cuanto a la reflexión sobre su interioridad, un filosofismo descastado, un discurso no sólo blando y pobre en contenido sino inútil; no se hace cargo de lo más propio de su reflexión: ¡por qué piensa lo que tiene en mente!.
Se trata de una broma íntima sobre unas palabras que dijo mi mujer: “lo verdaderamente importante es el amor”. No pretendo quitar la esencial importancia de sus palabras, que el amor es el vínculo íntimo por excelencia, tanto entre personas como entre cosas. Ahora bien, ¿el amor se representa como amor, como algo que lleva consigo; o, cuando el amor no está, la falta de presencia del amor conlleva su inmediata sustitución?
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