“Paciencia y sufrimiento es madre de la honra y padre del aumento”(*)
Tengo que cultivar la costumbre de escribir. Amoldarme al
tiempo de las palabras, que no vienen de repente sino con un lento proceso de
elaboración.
No es extraño que me confunda tanto al escribir, ya sea
porque escribo mal las palabras, ya sea porque no digo lo que quiero decir. ¿Y
no es contrario a la ética del pensamiento saber lo que se quiere decir; o
estaré del todo confundido, y el saber es la culminación del conocimiento, la
maduración de todo su discurso y haberlo dejado, finalmente, envuelto en un
concepto, aparentemente, hecho par él?
Las palabras son vehículos de las ideas, las llevan de un
sitio a otro. Las palabras no van donde quieren, sino que tienen un recorrido
restringido; la experiencia les viene encima, agota sus posibilidades y la
espera en la que crece el lenguaje, por fin, deja de esperar más. ¿No será la
espera, por tanto, más que un estar dispuesto, como si todo fuese íntimamente igual a sí mismo, una elaboración sólo
interrumpida por una causa mayor, una preferencia entre una y otra cosa?
(*) Desconozco el autor de la idea que cito. La he sacado de
un Refranero español que me regaló
hace años mi abuela. Sin embargo, no simpatizo con su filosofía. La ética y las
morales son episodios sin filosofía de su historia; van por ahí como si fuesen “sustancias
eternas”, como si no llevasen consigo ningún movimiento interno distinto de sí
mismo. ¿Es la paciencia una actitud moral echada hacia delante, dispuesta a
encarar lo que venga, o es una actitud de resignación que niega un deseo más
íntimo como si no fuese consigo? De ser la paciencia la primera virtud sería,
simplemente orgullo, un yo que se afirma contra lo que sea que venga; de ser la
segunda, no sería sino una nada, una vanidad oculta tras el orgullo.
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