lunes, 26 de octubre de 2009

El impulso moral distante

Las formas morales con las que nos distanciamos son las que enmascaran lo moral en formas que precipitan el impulso moral distante; la forma moral distante trasciende la mera forma moral, y va de la moral a su distancia, de una a la otra. Las formas anómicas no son otra cosa que el fracaso en la aceptación de la representación moral. De esta forma vemos la anomia como el reverso de la aceptación moral; la anomia es la falta de reconocimiento de una conciencia común en lo que permite su diferencia, la representación que ha abstraído su sentido, lo que era moral en ella, y ha abierto en su lugar un hueco. La forma solidaria se quiebra en la sorpresa; no se reconoce en la expectativa moral sino como distancia con ella. La acción regulada se desregula; habla sin voz; es un decir vacío que pierde su derecho moral a decir; es un decir falso porque es supuesto sin contenido; su supuesta positividad no hace sino reproducir su ficción; dice más rápido que lo que debiera decirse y, en consecuencia, se precipita; su decir es una forma que no cuadra cuando llega el momento del ajuste. La forma que lo social reproduce como moral niega la creación de distancia. La anomia es como el niño travieso que se porta mal a gritos; no oculta su mala acción sino que la repite una y otra vez. Nunca nos portamos mal solos; y sólo hay un mal comportamiento entre los otros

La anomia muestra su razón moral y el contenido sobre el que se insolidariza su diversidad solidaria. Se puede ver con claridad que la norma social no es el bien sino tan sólo un margen de su acción social; la anomia es en tanto sea acción distante con un incierto bien precipitado como el sentido originario de la acción; el bien social es sólo un margen de la acción, y no su modo ser ser absoluto, como muestra la anomia.

La acción moral es la acción orientada al otro; y la acción ética es la crítica de su conciencia. La acción moral sin conciencia es acrítica e irresponsable con el bien de su acción. Confunde lo que son las cosas con su representación. El sociólogo, como advertí hace unos días, debiera dejarse de empirismos y otros formalismos que pretenden hacer definitiva una acción, y volverse reflexivo con sus objetos. Por otro lado, aunque la reflexividad es un paradigma de la nueva sociología, la reflexión del sujeto como ontología histórica es historicista como el sentido de una acción social que hace historia de lo común de ser sujetos del tiempo, de un mismo tiempo, y no de una misma conciencia en su paso. El tiempo que trasciende la historia no es un tiempo vacío, un empirismo inmoral y distante, sino precipitado por sus objetos hacia su proximidad; el contenido que crea la distancia no es relativo a alguien sino a la comunidad que lo soporta en el espacio que se ha dejado abierto. La anomia es, pues, el reconocimiento de que lo que se da no comprende su diferencia.

Lo que se da empíricamente es neutro moralmente, por no decir inmoralmente; se da sin comprender el concepto solidario que hace presente el grado que implica, el que aúna la conciencia en su responsabilidad. El grado emocional del que se sirve el concepto solidario no cuenta con su contenido sino precipitadamente; el grado emocional está, sociológicamente hablando, distante, no está presente sino como la recreación que hace su concepto en la distancia que crea con él.

El delincuente, por poner un caso, está agrupado y es reconocido conforme a su concepto solidario. El delincuente único, solitario e independiente no es sociológicamente anómico sino psicológicamente anómico. Su acción está dirigida a una comunidad de objetos, y no a una psique desenfocada. El desenfoque de una psique es una individualidad que trasciende en la comunidad de su distancia. Sociológicamente hablando, la anomia no es cosa de la psicología, y es, en ese sentido, en el de la responsabilidad individual de una psique distante, donde el origen de su concepto se irresponsabiliza del objeto de solidaridad; lo individual no es uno con su psique sino la comunidad de psiques alrededor de un mismo objeto. La unidad de psiques y sus objetos es lo que formalmente condiciona la ideología que define el mundo con arreglo a la forma sobre la que precipita su concepto. Y, sociológicamente hablando, no hay conceptos morales fuera de su espacio social.

Todo concepto social implica al otro; y el concepto que no lo implica es inmoral. El concepto que precipita un bien acrítico asume la anomia como enfermedad, distancia con su bien. En cuanto indagamos en su lógica vemos que lo que integra como mal está integrado como una unidad que debe ser normal; se debiera ajustar. Su mal, el mal que el concepto ha creado, consiste en que no lo comprende; y es lo que crea distancia, su olvido; se integra toscamente, a la fuerza; ha sido abstraído, pero, en su necesaria inmoralidad, dicta un incierto sentido. Así es que la responsabilidad en las ideologías consista más en la imposición de una forma en la conciencia que en una conciencia que cuide del justo sentido de su forma.

En las formas sociales vamos a encontrar continuas repeticiones que funcionan como una maquinaria con piezas ajustadas a su ritmo, y solidarias con su tiempo; pero, por la misma razón, habrá un espacio para su creación de distancia, la que que se desajusta. La relevancia de la diferencia está en lo mucho que dice lo que difiere; hace relevante su diferencia. Fue por ello que Deleuze se adhirió a la sociología de Tarde, y no a la de Durkheim; pero ninguno de los tres, ni Deleuze, ni Tarde, ni Durkheim entendieron la fenomenología que se repetía y diferenciaba. La fenomenología siempre precipita el tiempo de su conciencia en la acción sintética que busca significativamente su razón; sobre ella justifica su adhesión. La forma imitada es el impulso a reflejar lo mismo porque su acción trasciende lo que precipita hasta hacerlo lo mismo; es el vehículo, la forma, que lleva de un punto a otro, la solidaridad de un espacio emocional; su individualidad es, en esencia, solidaria. No existe en la forma social ningún rastro de individualidad. Lo individual, conforme a su propio concepto, no existe; es, muy al contrario, lo que su precipitación niega, la raíz de su concepto.

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