Casi todos los años hay un momento de crisis creativa. Las ideas parecen no dar más de sí, todo se queda igual, envuelto consigo mismo. Se mira hacia todos los lados, y no se encuentra nada. Mi impagable maestro Karl R. Popper diría que no se tiene qué pensar. Sin embargo, estas crisis no son otra cosa que la preparación de lo por venir; son los brotes de la filosofía; son ideas que se hacen rogar; no hay sitio para ellas.
Se podría decir que con que el filósofo tenga una idea al año, ha sido un año, filosóficamente, creativo; al menos, si es una idea, lo suficientemente rica y con contenido. No es de extrañar, pues, que las ideas creativas tarden en llegar. La filosofía es una cosa muy lenta.
La lentitud del filósofo suena a ironía filosófica; es una especie de burla a uno mismo, las ideas gastándose una broma con independencia de uno. Esta juerga filosófica de las ideas, en las que uno no tiene el papel principal que querría, es una angustia filosófica del todo justificada. El pensador está siempre en desventaja con respecto a sus propias ideas; es un mártir.
La otra cara de esta angustia es lo positivo de las ideas. La angustia es el anticipo de la falta. Aún no entiendo por qué se ha leído la idea de la angustia de Kierkegaard como si fuese una angustia psicológica a la espera de un concepto. ¿Leemos la filosofía de ese modo, por detrás del pensamiento y no, precisamente, por delante de él?
Cuando la angustia se pasa, y el filósofo goza de cierta tranquilidad, entiende perfectamente de qué estaba constituida su falta; no era que no hubiese qué pensar, sino que no había idea del pensamiento. Es entonces cuando la filosofía creativa es divertida; el filósofo tiene meses por delante llenos de entretenimiento filosófico.
El estudio es agradecido porque, generalmente, aporta algo; si no se piensa, vale de poco. Hace unos años mi mujer se reía de mí cuando confesé que, con suerte, yo tenía una idea al año; si el filósofo tuviese una idea en la vida, podría estar satisfecho.
Se podría decir que con que el filósofo tenga una idea al año, ha sido un año, filosóficamente, creativo; al menos, si es una idea, lo suficientemente rica y con contenido. No es de extrañar, pues, que las ideas creativas tarden en llegar. La filosofía es una cosa muy lenta.
La lentitud del filósofo suena a ironía filosófica; es una especie de burla a uno mismo, las ideas gastándose una broma con independencia de uno. Esta juerga filosófica de las ideas, en las que uno no tiene el papel principal que querría, es una angustia filosófica del todo justificada. El pensador está siempre en desventaja con respecto a sus propias ideas; es un mártir.
La otra cara de esta angustia es lo positivo de las ideas. La angustia es el anticipo de la falta. Aún no entiendo por qué se ha leído la idea de la angustia de Kierkegaard como si fuese una angustia psicológica a la espera de un concepto. ¿Leemos la filosofía de ese modo, por detrás del pensamiento y no, precisamente, por delante de él?
Cuando la angustia se pasa, y el filósofo goza de cierta tranquilidad, entiende perfectamente de qué estaba constituida su falta; no era que no hubiese qué pensar, sino que no había idea del pensamiento. Es entonces cuando la filosofía creativa es divertida; el filósofo tiene meses por delante llenos de entretenimiento filosófico.
El estudio es agradecido porque, generalmente, aporta algo; si no se piensa, vale de poco. Hace unos años mi mujer se reía de mí cuando confesé que, con suerte, yo tenía una idea al año; si el filósofo tuviese una idea en la vida, podría estar satisfecho.
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