miércoles, 28 de enero de 2009

El fenómeno de la precipitación

Algo que se mueva de un extremo a otro de un granito de arena con la velocidad del rayo o de la luz nos parecerá estar en reposo” (G.C. Lichtenberg)

El tiempo abstracto y el conceptual, como todo lo abstracto y lo conceptual, se presta a lo que llamamos indeterminación, a deshacerse de una misma manera de ser. Podemos indeterminar el espacio moviéndonos rápidamente de un lugar a otro, indeterminar la vista invirtiendo sus patrones de expectativa o, finalmente, podemos indeterminar el tiempo haciendo menos denso su margen. Este ejercicio, igualmente, se presta a su inversión, no necesariamente simétrica, indeterminando el movimiento con quietud, el desconcierto visual con su identidad o, finalmente, el tiempo haciéndolo denso.

No hay duda que el margen de determinación e indeterminación es dialéctico del cambio de su objeto. Una de mis críticas preferidas a la dialéctica es también una de sus fortalezas. Todo cambio puede decir lo que cambia, pero no puede asegurar lo que cambiará, que, más bien, ha de ser el pivote que crispemos en su aumento de conocimiento.

Sabemos bien que la densidad del tiempo es un fenómeno comprobable. En la conciencia infantil el tiempo parece dilatarse; parece que se extiende más y los días son más largos que de viejos. En situaciones como los accidentes, el tiempo se hace denso y cabe más en él, un instante se intensifica. Una aburrida jornada laboral se puede hacer eterna y una situación única pasar volando.

Sostengo que los fenómenos del tiempo se extienden y contraen en función de sus grados de conciencia. Una conciencia muy desarrollada se hace dueña del paso del tiempo, y una torpe lo padece. La formulación matemática de esta función en márgenes de objetos, matriz de variables, podrá facilitar la comprensión de esta idea a aquellos que más dificultades tengan con los ejercicios de abstracción. Los más despiertos pueden pensar en el contenido que se hace posible a la conciencia en el objeto que se expande.

La negatividad perceptiva con la que los objetos violan nuestros márgenes hace que ellos adquieran cierto grado de capacidad de indeterminación de nuestra conciencia; digámoslo así, la negativizan. El tiempo de un viaje en trasporte, por poner un caso, se negativiza con los horarios, el tráfico y otros accidentes sociales. El tiempo del viaje, pues, es el tiempo en su relación social, donde se encauza.

Está claro que el tiempo de un Robinson Crusoe no es un tiempo social, y ahí radica la diferencia del margen comprendido de su tiempo. La soledad no tiene ni margen de extensión del tiempo ni significado social; es intensiva de ella misma, cosa de su soledad. Esta aclaración nos sirve para poner el tiempo propio, privado y abstracto en su sitio, fuera de aquí, en su margen. Así, dirá el físico sus absurdos y el filósofo sus esencialidades olvidando el reclamo de su urgencia.

El fenómeno de la precipitación es característico porque la expectativa de tiempo lleva implicado su ritmo, no el de la conciencia, sino el que los objetos de su trato terminan por configurar. Esta determinación y carácter final se hace a todas luces no sólo cercana, sino inmediata; hace de otro tipo de objetos una paranoia más característica del tonto que del loco. El significado posible de la acción se reconoce no en cuentos de viejas, sino en que sólo ahí la urgencia lo cree. Que su significado sea verdad o no es algo ridículo para la urgencia; no es algo inmediato, sino mero cuento.

Sostengo la tesis siguiente: Conforme vengan dados los márgenes temporales de los objetos menor será su grado de conciencia. Cuando más reducidos sean los intervalos posibles menor será, a su vez, su conciencia. La precipitación, si es cierta esta tesis, es una condición formal del tiempo que al reducir su posibilidad se rellena con la identidad de su expectativa; es decir, se hace el mismo el tiempo actual que el esperado. Su falta de conciencia, entonces, lo ha eliminado y lo ha hecho sintético de un vacío, cabalmente, sobre el que se precipita.



Una de las características de la precipitación es que es anterior a la conciencia, que la concepción del tiempo es anterior a su experiencia. La razón por la que propuse esta línea como relativista es por hacer los conceptos plásticos, sólo modos de totalidad y no absolutos. Digamos que la concepción formal-gestaltista tiene una condición a priorista de la que se sirve para su desarrollo. No es, como se ha dicho muchas veces, más que el supuesto a profanar.

Un tiempo conceptual usa un margen filosófico que aterrará a todos los dogmáticos maltratadotes del carácter evolutivo de la verdad. Que el tiempo sea una condición objetiva que la física haya torcido en su identidad espacial no hace sino reclamar el despropósito de toda filosofía que quiera hacerse sólo cientificista y no también fenomenológica. No es casual, pues, que la fenomenología no requiera de física sino de filosofía esencialista.

En mi pragmatismo el tiempo se hace no sólo menos estético, sino demasiado rápido para las condiciones temporales de la conciencia. Como sugerí en su día, el tiempo se suspende en el movimiento trascendental que hace posible su indeterminación. Aquí se puede ver dónde y por qué se ponen de los nervios los cientificistas con algunos filósofos. El tiempo objetivo es aquella ramera callejera que dice lo que queremos oír, y el filósofo dice que no es nuestra novia virginal.

Lo primero que hicimos fue poner el tiempo físico en su sitio, fuera de aquí. El margen del físico es un modo de un absoluto. Tan absoluto es que su significado concreto no tiene un significado claro en la acción, sino en una sofisticada teoría. No es de extrañar que el pragmatismo sea una cuestión de responsabilidad.

Las totalidades son objetos del trato que siempre andan un poco precipitadas respecto de su fuente original. Aquí reside la crispación de la sinteticidad de la conciencia con respecto a la de la expectativa. La expectativa es anterior a su experiencia inmediata y a su recreo psicológico. Los dos casos son precipitados salvo en la sinteticidad de la conciencia que crispa la expectativa en un orden de ampliación del margen electivo. Sin duda que esta elección no es libre, sólo es trascendental, pero, por ello mismo, si es pragmática es posible.

Nietzsche es un filósofo pragmático en el sentido profundo y no ingenuo de acción moral. Tuvo la precaución de no dejarse contagiar por los vapores y ardores de los demás. Al comprenderlos más que compartirlos pudo interpretarlos en su moralidad. Vendría a decir: “ustedes, señores míos, son víctimas de su propia sandez; no tienen solución sino madurar en la comprensión de su dolor”. La voluntad de poder es un evolucionismo que se descubre sorprendiéndose ante la libertad de la responsabilidad del artista con su arte. Si bien cierta falta de finura de Nietzsche lo precipitó en un prejuicio que negaba lo comprensivo de toda moral, no ponemos en duda su finura con lo emergente que ponía en juego la urgencia.


Aclaro que el pragmatismo de Nietzsche y mío son literarios, una licencia que tomo sobre el objeto de mi crítica. El único pragmatismo en el que me reconozco es en el de la conciencia como órgano evolutivo y en algunas partes de la increíble filosofía de Peirce, que debido a su elegante base kantiana es muy similar epistemológicamente al mío. No es casual que los dos hayamos emergido de las insuficiencias, tanto teóricas como prácticas, del incondicional kantiano. No obstante, comparto ciertos tópicos pragmáticos. Por ello, mi pragmatismo se ciñe a mi objeto y no a lo que ningún supuesto pragmatismo diga. El único responsable de lo que escribo soy yo.

El modelo perceptual, conceptual y nouménico es una condición límite que se orienta en el sentido de la acción; se amplía comprensivamente de la condición en la que la urgencia descubre su falta. Su intencionalidad es una condición lógica y no psicológica, pero su lógica es un margen que se amplía en lo comprendido en la acción. No hay chismes de viejas que pesen más que la urgencia; ella es la que trae el auténtico pulso inmediato y no su falsedad en una verdad que quiere someter la condición que hace ética la acción y no su supuesto y miserable bien. El bien en la urgencia se sabe, es sutil filosóficamente, no una precipitación que hace filosofía de lo que no sabe, ridícula tautología. Su carácter procesual es el ritmo sintéticamente asumido, es decir, lo que incorpora del tiempo del objeto que trata. Se puede ver que no sólo el tiempo es condición, pero sí la más fina. La finura que no nos atrevemos a cuestionar de la estética de lo afectivo, una especie de sutilidad del sentimiento, sólo trae conciencia en su suspensión e inversión temporal. Por ello, el tiempo es el verdadero límite que crispa la conciencia en la inmediación de la urgencia; podríamos decir, el que marca la posibilidad del efecto boomerang.

También aclaro que el cinismo de mi trato con el sujeto es cínico porque lo despersonaliza, lo priva de identidad psicológica. Hace de él un objeto de la voluntad, más determinado, o un objeto ideal, más indeterminado. Los niveles de inmediación y mediación, cruciales para su representación, son los márgenes de los que nos servimos para desensimismar sus grados. La comprensión habla de ellos.


Observemos una característica conflictiva del movimiento de la conciencia. El ritmo de lo que sucede entre sus márgenes no es sólo lineal; no hay tal cosa como una sola reducción causal. El ockhamismo del regateo de condiciones es un ultraje a cualquier petición de proceso, a cualquier ritmo que quiera ajustarse a lo que sabe y no sólo a su esencia miserable. Como dijimos, no es el sujeto el que sabe, sino el conocimiento lo sabido, lo que de ello ha quedado entre márgenes. Si se insiste en la simplificación de una manera de ser las cosas, las estrechadas bajo unas condiciones, nuestra sutileza cede en favor de lo grueso. Los márgenes comprendidos en un pragmatismo no son mera reducción, sino la reducción que condicionaba su acción.

La acción no es un mero hacer, al modo de un simple y hueco finalismo; fue en el afinamiento donde implicamos lo sutil en lugar de lo vago. Lo dado es profanado en la condición que se amplía crispando. Su estética es un modo de ser lento, con unos márgenes temporales fijados, determinados. Su profanación se hace más decisiva en la sutileza temporal. Si hay más capacidad de tiempo, si es más posible su indeterminación, somos creadores del ritmo de nuestra responsabilidad. Se va haciendo, poco a poco, una identidad no sólo perezosa de lo vago y lento, sino de un avance ágil donde pesa más lo sabido, lo muy fluido y rápido.

El conocimiento se ha visto en la reflexión reduccionista de una manera dada en un tiempo lineal, el de una misma cosa que condiciona el torrente que contiene. Lo que hace al tiempo relativista es que pueda ser no nouménico sino conceptual, pero no de una misma definición, sino de la inversión de lo definido en lo que lo definía.

El tiempo se olvida en cuanto no se sabe. El saber son los márgenes comprendidos no sólo como condiciones formales, sino como condiciones de conocimiento. Pero el conocimiento es mucho más evolucionista que lo pensado. Si fuese una especie sería la especie más plástica, la más posible; pero que ella misma es, también, la más peligrosa, la más reproductora y la más lógica. La identidad ha de saberse para ampliarse.

Una grieta sutil, como en la visión, el cerebro o el conocimiento, sólo se sabe crispándose. Si no se sabía era por lo precipitado que había en ella, porque se creía y no se forzó su conciencia. Su creencia es un supuesto precipitado, no es su conciencia su precipitación, sino, más bien, su falta de cuidado. Se anda a tientas pero se afirma y afianza en lo tenaz de su voluntad; pero no la intencional sino la que tiene intención, es decir, no la que transita relacionalmente, sino la que quiere solidificar su paso.

Hace unos días surgió la falta de conciencia de la labor institucional. No hay duda de que es un caso extremo del olvido y de la ligereza a la hora de generalizar la afirmación que contenía. El momento afirmativo es necesariamente ciego, irracional y precipitado. En términos sencillos la afirmación es ingenua y dogmática; su duda, su ampliación, su no simismo, es su conciencia. El contenido supuesto está ahí para ser profanado.

El sentido evolucionista de la conciencia es rupturista. La conciencia es superadora, no progresivamente, ni acaso históricamente, sino sintéticamente de su actividad. La conciencia lo inunda todo, pero sólo sabe lo que vigila, su cuidado. Lo más inmediato es que la urgencia que no se anda con cuentos, no yerra porque no piensa, no diagnostica por momentos sino su tiempo es continuo con su sufrimiento. En la lógica de sus términos, en lo que en ello cree de verdad, el tiempo perdido es un vacío irrecuperable que no se distrae tratando de conocer lo que ya sabe. El artista, la conciencia que crea, pone nuevas formas que hagan posible lo que antes ni era. Es el sentido crucialmente ético y artístico de la paradoja del arte frente a la vida. Las formas platónicas eran artísticamente pervertidas por el artista. En sentido estético, el artista no utiliza la belleza sino la crea. Su genio emerge con la conciencia de hacer de la improbabilidad el objeto de la obra.

Uno de los timos del falso orden de Spinoza era hacer de la belleza una forma final. La negación maníaca de la voluntad era negativista hasta el paroxismo.- Así dice cómo el ojo ve negando que quien ve es la voluntad. El único triunfo es el de la voluntad que es insaciable. No necesita saber pues ella es antes que saber; no necesita que le enseñen nada pues ya lo sabe. Su verdadera naturaleza no es saber sino querer.

Como es fácil de comprobar en la visión, el cerebro o el conocimiento, su condición formal se repite al hacer los márgenes los mismos en su sucesión. La distinción está, como es claro, en lo que es más sutil y más posible, en lo más indeterminado: no lo conocido sino el conocimiento.

La ética, como vimos, es la que elige el bien por saberlo. Su elección es crucial, y por ello es tan sutil. Su margen de conciencia es lo descubierto de ella misma en lo que se ha ampliado.

Miremos una cuestión, lo que se precipita es lo que menos se sabe. Se precipita lo que está determinado. La indeterminación es contraria a la expectativa porque no la contiene. La expectativa tiene poco saber porque ya viene elegida; es, en este sentido, quien fuerza y sale beneficiada con el ritmo del trato. A más rapidez, a menos conciencia, más gana.

Las condiciones estéticas se hacen más sutiles al hacer más posible su indeterminación. En el caso de los estados afectivos son más indeterminados al permitir una elección que no depende sólo de su orden motor; están, insistimos en ello, menos determinados. El orden motor, más volitivo e inmediato, se amplía en el orden afectivo, se hace un tanto más sutil y tiene un margen nuevo que lo amplía. Pero esa novedad no la ha puesto la conciencia, es ciega, no sabe; no tiene nada de ético.

Aunque no lo queramos así su estética se ha sutilizado, pero es necesariamente dada. La inmediación de una expectativa continua es campo para biólogos y no filósofos de la mediación. En cierto modo, todo es inmediación, incluso la conciencia, pero el conocimiento y sus condiciones de máxima sutilidad llevan el proceso a una situación límite que rompe el orden de sus términos. Hay un punto en el que lo dado es crispado en una especie de orden inverso. Lo que era dado (1) es, a su vez, dado a una indeterminación de ese estado (2). Los mismos dados lo son sólo en la suposición de la identidad de su continuidad, pero ya no son los mismos sino que su conciencia los puede hacer distintos. Si la expectativa quiere ser ciega a pesar de poder ejercer su conciencia entonces su conocimiento no sabe y se precipita. Se insistió, por ello, en la densidad del tiempo que se espesa y casi no puede fluir. Así, en los estados inmediatos el tiempo afianza sus cadenas y la conciencia llega tarde y toma su simultáneo por sí mismo. Son los estados indeterminados los que permiten hacer intensa, máxima, la distancia mínima con el momento simultáneo.


Veamos que la acción inmediata es siempre precipitada. Si mirásemos y no viésemos habría un problema serio con nuestra visión; si pensásemos y no pudiésemos comunicar el pensamiento habría un problema serio con la finalidad del lenguaje; si quisiésemos andar y sólo oyésemos no llegaríamos a ningún sitio, etc., etc. La acción inmediata es una respuesta orgánica, como respirar.

Conozco un fumador que mientras duerme se olvida de respirar, y tiene que acompañarse durante el sueño de una máquina que haga de su conciencia. La precipitación es un concepto algo más complejo que la función de la máquina, pero puede hacer de aclarador de mis densidades.

La ignorancia de la precipitación la muestra que muchas personas que padecen sinestesia lo desconocen totalmente y viven su descoordinación de sensaciones como algo totalmente normal. La precipitación desconoce el margen de su ignorancia; sólo sabe el de su inmediación o su campo de determinación.

En la precipitación, como hemos visto, pasa esto: al haber más actividad inmediata, hay menor conciencia de ella; al haber menos conciencia, el tiempo pasa a saltos continuos, sin apenas condición de urgencia; aunque el tiempo se haga largo no es más que su pasión se ha hecho continua, nos hemos hecho sujetos del tiempo; pero su continuidad no era más que subjetiva, pasión del tiempo; cuando la conciencia quiere actualizarse en aquello que no era sólo pasión, reconoce inmediatamente un ritmo continuo retrasado, no había un mismo sujeto en el tiempo, sino sólo pasión de tiempo.

El tiempo se presta especialmente a vivirse según grados de conciencia; es intensivo. Digamos que su simultaneidad no es más que conciencia incompleta, filosofía ingenua. El tiempo mentado, el tiempo subjetivo, no es simétrico con el supuesto tiempo objetivo. El tiempo en este tema es lo que a menos conciencia, a más vacío de ella, más nos indetermina; se hace, y esto lo puede experimentar cualquiera, determinado. Aunque parezca dialéctica tosca no es por ello menos cierto que o indeterminamos el tiempo o nos indetermina él.

Con hacer el siguiente experimento mental es fácil comprender un conflicto: mírese en un reloj el correr de lo segundos; piénsese cómo se podría rellenar esos segundos con actividades; háganse esas actividades y comprueben la diferencia entre la perfecta concepción del tiempo y el de su ejecución. La idea clave aquí es comprender el tiempo. El tiempo no es una condición perfecta sino que puede ser pensada así, perfectamente. El tiempo abstracto, el perfecto, no es el tiempo comprendido. El tiempo comprendido es el margen de acción del tiempo. La elegancia del tiempo perfecto es crispada en el tiempo posible. En el tiempo posible no entra todo lo concebible del tiempo, toda su indeterminación, sino las condiciones de posibilidad del tiempo.

El tiempo como objeto es el tiempo posible, no el tiempo de la física, sino las condiciones del tiempo en su acción. De nada vale concebir tiempos delirantes que en bien poco se parecen a los posibles. El tiempo posible es el que pierde uno frente a la televisión, el que tarda en asearse antes de ir al trabajo, en conversar con unos amigos o escuchado la radio en un atasco. El tiempo es claramente objeto de solidaridad, y la solidaridad es una condición inmediata de la acción, un significado propio que en su continuidad es expectativa inmediata que nos precipita a cumplir con su significado.

La precipitación sucede básicamente por la ausencia de conciencia propia de lo estados inmediatos. Podemos elegir no respirar, pero, salvo que queramos morir, respiraremos y seguiremos confiando en la inmediación.

La inmediación es típicamente orgánica. La conciencia y inmediación no son sino dos caras de una misma moneda. Los estados más posibles son los más indeterminados y los más determinados los menos posibles. La función de la conciencia está en su complejidad: amplía márgenes, tiende a comprenderlos.
La mediación pone en relación órdenes no desde lo más bajo, lo inmediato, sino desde lo superior a ello, su conciencia. El tiempo en la mediación no depende de lo que en ella es orgánico, sino sintético; no es un tiempo vaciado por la precipitación del organismo ciego de conciencia, sino el tiempo de una conciencia que se ha desposeído en los objetos con los que se relaciona.

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