jueves, 6 de noviembre de 2008

Del vitalismo de Ortega al de Nietzsche

Ortega fue un filósofo que vivió la ciencia en su decadencia moral, en el olvido de su reclamo histórico, en su falta de urgencia a la comprensión, no ya en ella, sino en lo otro que la sacaba del vacío.

Su herencia de Dilthey, el que dijo el filósofo más importante desde Kant, lo hacía historicista si no fuese por una razón crucial: la figura de la comprensión histórica es claramente una dirección y no una conclusión que lleve a optimismos, sino a ejercer la comprensión como el acto mismo de crear historia.

El poso de vitalismo de Dilthey reside en algo distinto del de Nietzsche. El vitalismo de Niezsche reside en la voluntad de poder, concepto que cobra fuerza, además de en la voluntad ciega de Schopenhauer, en la teoría de Darwin que, en cierto sentido, inmoraliza la otra, algo que ya he defendido como una importante confusión que hace Nietzsche de los momentos éticos de la relación con el otro.

La Historia en Nietzsche no es moralización, como en los historicistas, sino un eterno retorno que parece acercarlo mucho más a la irracionalidad esencial de Schopenhauer que a la estricta historicidad del espíritu que sale de cualquier relación con la filosofía hegeliana. Si Nietzsche criticó duramente a Schopenhauer fue, en mi opinión, para quitárselo de encima; no sólo debía deshacerse de él, sino deshacerse de lo que en el mismo Nietzsche había de Schopenhauer.

Nietzsche fue uno de esos casos raros en filosofía donde aparece un pensador verdaderamente original. No pertenecía ni se debía a ninguna tradición filosófica, sino, en absoluta sintonía con su maestro Schopenhauer, no juzgaba una filosofía por la actualidad filosófica de la misma, sino por lo que él creaba como actualidad, ninguna cosa distinta del verdadero ejercicio de la filosofía. Eso le dio independencia para pensar al margen de idolatrías, en un ejercicio filosófico que lo encumbra en una verdadera superación frente a la esperpéntica superación, ciega, estúpida e indeterminante de Comte.

El hombre se sabía creándose, como suelo decir, no creyéndose. Los zombis y los desalmados, por supuesto, ante el reto estrictamente ético de Nietzsche, no hacen sino palidecer, si es que eso cabe en el estado de recreo de la continua finalidad, la muerte eterna, la negación del eterno retorno. Los chapuceros, encabezados por el espíritu cristiano y la herencia de la metafísica de la identidad, son el ganado que permanece fiel al suelo que le da de comer y al que, en su dependencia, sacralizan.

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