miércoles, 5 de noviembre de 2008

Verdades solitarias

Hay una postura en el mundo filosófico que sostiene que su objeto ha de ser el de la ciencia. Esta postura en términos analíticos, en su verdad, viene a decir “este caballo es blanco y su verdad es que es blanco”. Cualquiera puede ver que es una afirmación verdadera, y, también, que es muy infantil, no dice nada. Que diga algo más es la expectativa sintética, lo que en otras palabras, podríamos decir como la proposición aplicada a una relación en la que se desenvuelve, por la que cursa, logrando un efecto no lineal. La síntesis consiste en establecer una relación de términos tal que lo relacionado consigue un efecto que no estaba contenido en la definición de las partes; podemos decir que de la relación emerge algo que no estaba.

Esta distinción entre analicidad y sinseticidad es crucial en la actual reflexión filosófica. La filosofía no está vendida a la verdad, que ha descubierto tremendos peligros para hacerla ridícula, sino se urge a mirarse en las relaciones que mantiene, a comprender su actividad allí donde se la reclama.

Doy por supuesto que la filosofía es un requisito crucial para la ciencia, para que se comprenda a sí misma, para que comprenda qué hace más allá de su mera actividad, para que se entienda consigo misma en su actividad y lo que ello significa. Sin filosofía la ciencia es ciega, no sabe ni por qué hace lo que hace, su metodología y epistemología, ni el sentido que va más allá de ella, su comprensión.

Seguimos leyendo obstinadamente una exigencia de analiticidad de la filosofía, a pesar de que ésta ya cuenta con una rama destinada a ella, la filosofía analítica. Se exige, no obstante, a la filosofía miras de cientificidad, que se haga científica. Como es habitual en el discurso cientificista, discurso de burocracia científica y de ninguna manera filosofía, los males de la filosofía vienen por lo que tiene de lejanía con la ciencia. Por ese camino poco queda para no decir más filosofía y decir sólo ciencia. Lástima que lo que le falta a esa proposición es lo que la hace sintética, lo que la hace decir algo, lo que la da sentido y no la hace ridícula.

El cientificismo no tiene ningún prestigio en filosofía porque va destinado a gente que vive de la ciencia y odia la filosofía. Generalmente, a esa gente la filosofía le es ajena porque la ven seca. Lo que en Lakatos era pobre de la filosofía sin ciencia. Por muchos méritos que acepte a Lakatos, estoy totalmente en contra de una proposición que diga que la filosofía tiene necesidad de ciencia. No; tiene necesidad de urgencia, no de ciencia. Como dije, en filosofía, la ciencia cabe, lo que no significa que haya de ser su preferida ni su primacía.

Dados los enfoques teleológicos y su tendencia a la especulación con el porvenir, la ciencia termina siendo la conclusión de la filosofía. Las teleologías son válidas mientras vayan encaminadas, determinadas a su dirección; son especulativas cuando van indeterminadas, la pretensión de toda teleología científica que argumenta en el límite de su razón, especula con su finalidad, lo que propone como fin sin conocerlo, pero pretendiendo condicionarlo. Su vuelta al giro analítico típico de la ridiculez de la verdad.

Por los términos de su posibilidad hablaríamos de cálculo de probabilidades, que empieza a romper la rigidez de la necesidad. Una vez extendido el criterio, o muy amplificado, las relaciones forman parte de otras por las que son condicionadas y así siguiendo en su aumento de conocimiento. Este sesgo del aumento de conocimiento, básicamente prudencia o atrevimiento científico, parece ser obviado como motivo y es considerado, a secas, expectativa de racionalidad.

Los méritos de la ciencia no es lo que discute la filosofía, sino que saque los pies de su tiesto diciendo lo que ha de ser esa actividad.

Una importante controversia filosófica del pasado del pasado siglo, entre Carnap y Quine, fue la demarcación entre analiticidad y sinteticidad. Lo analítico vive su recreo de verdad y lo sintético lo pone en aplicación. En mi opinión, no hay uno sin lo otro, lo que lleva a la confusión del que se sienta en la posición que exige primacías.

Es el ejercicio de incomprensión el que corrompe el proceso con sus delirantes primacías. Era muy habitual en cierta escuela filosófica del S.XIX encabezada por el filósofo del delirio, Hegel; Comte, en ese siglo, hizo más de lo mismo; y ahora, los cientificistas, se suman al mismo olvido, el del cuidado de la filosofía.

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